jueves, 15 de marzo de 2012

ARISTAS SANTOTOMESINAS

—Mi hermanito corre a la calle señor por eso me paro adelante

Junto a la Comisaría de la Mujer funciona Acción Social. Pasaba por ahí, distraído y me incline para ajustarme los cordones de los zapatos, los zapatos con cordones delatan mi edad, eso entre otras cosas. Había salido de la redacción a estirar las piernas, tener que estirar las piernas también delata mi edad.

El pibe tendría unos trece o catorce años, también unos seis o siete en su cabeza, en su sonrisa, en su forma de hablar. Cosas que pasan, que parece que no pueden pasarnos a nosotros, solo a los otros. El hermano al que se refería tendría unos seis o siete y se movilizaba sentado sobre el piso, arrastrando las piernas de lado y ayudándose con las manos. No sonreía, no hablaba, emitía un sonido gutural que era festejado por el hermano mayor. Usaba pañales. Decidí entrar.

—¿A qué viene señor? —me increpó—, yo vengo a buscar una sicóloga para mí, ¿hay sicólogas acá?, la mía me atendió tres veces y no trabaja más porque tuvo un bebé. Mire, mire, le dije que se va para calle, mire ahora va a pasar entre mis piernas.

El jovencito  trataba a su hermano menor como a un bebé, le hablaba como hacen algunos padres con inflexiones exageradas en la voz y deformando las palabras en forma que piensan son simpáticas.

Busco una amiga, le dije, pero ya no me escuchaba.

Al ingresar di paso a un hombre de uno cincuenta o sesenta años, es difícil ese cálculo en aquellos a quienes agobia la miseria.

La miseria toma forma de ojos cansados de encías sin dientes, de cabellos endurecidos y decolorados, de espaldas encorvadas.

—Qué va a ser amigo no hay nada ni azúcar ni aceite nada. ¿Le parece que va llover?

—A lo mejor —pude ver a través de la bolsa un paquete de fideos, uno de arroz, nada más.

En el pasillo la cola era una víbora silenciosa y adormilada de decenas de pies curtido, calzados con ojotas. Debió llamarles la atención  mi traje pero me miraron con más  indiferencia que curiosidad.

La escalera lleva al piso superior donde se alinean los consultorios. Algunas puertas estaban cerradas. De ellas emergían sonidos fácilmente distinguibles: un murmullo monocorde, una vocecita atemorizada, un rumor de llanto.

 Una asistente social me reconoció y se llevó el dedo índice a los labios.

—Nada de infidencias Murillas.

—Palabra de periodista.

—Eso me temo.

La mujer tendría unos cuarenta años, vestía bien, calzaba bien, su cabello era de peluquería. El moretón en el rostro abarcaba desde la ceja hasta la mitad del pómulo. Parecía no estar allí parecía estar muy lejos o muy dentro de sí.

La psicóloga la acompañó hasta el descanso de la escalera. La besó en la mejilla. Le dijo que no se preocupara que ellos la defenderían. Sí a sus hijos también. Que no se preocupara.

—Abajo está la abogada, hable con ella.

Una puerta se abrió, tenía un cartel hecho de colores, con figuras de fantasía: “Consultorio Infantil”. Una niña salió dando brincos con un dibujo en la mano, la profesional lo colocó en la pared del pasillo junto a otros. “Te quiero doctora Eva. Gracias por ayudarme”. El dibujo de trazos torpes mostraba una niña gorda de la mano de una mujer de largos cabellos rubios.

Me senté un rato en uno de los bancos de la larga hilera junto a la pared que enfrentaba las puertas de los consultorios: madres desdentadas, padres de ojos enrojecidos, niños apenas calzados apenas vestidos, con ropas demasiado grandes o demasiado chicas.

—Señor hoy venimos por última vez caminamos cuarenta cuadras y ahora hay que caminar otra vez.

—¿Vas a la esuela?

—Sí

—A ver leeme esto

—L L la ca sa d de la di

—Diva.

—¿Qué es diva?

—Una mujer engrupida.

Miré los pies mugrientos sobre las ojotas. La puerta se abrió, el clima era de celebración, el padre bajaba la cabeza y sonreía, la madre repartía besos, se acercó y me besó también.

La asistente social volvió a cruzar el pasillo, haciendo sonar sus tacos de pasos cortísimos.

—Suficiente Murillas.

—Tenés razón Rosa, suficiente.

Salí a la calle el pibe que cuidaba a su hermano reía, se irguió para saludarme. Chau señor me dijo, orgulloso de su papal de hermano mayor.



Estando con mi sobrina en la plaza Belgrano, mientras la hamacaba sin que se saciaran sus ganas de volar, posó su atención en un niño que sacaba un trozo de pan de una bolsa. Tío, me dijo, lo que tienen hambre no están del otro la do del mundo están enfrente nuestro.

Hambre: aunque el diccionario sea taxativo y nos brinde una definición plana, el hambre, tiene, como un prisma, muchas aristas.  Las mujeres santotomesinas saben de esas cosas.