Linda noche de viernes, para caminar mirando el
río y escuchando folklore. Si bien uno
ha andado el Festival Paso del Salado, digo, andado a pie, durante los cuarenta
años que lleva el Festival andando él a su vez por Santo Tomé, otra forma de
andarlo es entrando con los ojos bien abiertos al libro Noches de Festival del
Profesor Ernesto A. Grenón o, Don Tito Grenón o, Don Tito a secas nomás, que es como todos lo conocemos acá.
Noches de Festival es una recopilación
minuciosa –aunque en contratapa Don Tito diga que se trata de un recorrido
somero‒ de las treinta y nueve ediciones
del encuentro, destacándose particularidades, esfuerzos, logros,
reconocimientos y consagrados. Debo decir para la próxima, digo la próxima
edición, ampliada, dentro de unos años y diciendo esto ya pongo en un brete al
autor y al municipio, que las fotografías me supieron a poco, digo, como
sugerencia de lector nomás.
Linda noche de viernes también par andar
recordando, digo, que después del festival el río se oscurece un poco más y
parece hablarle a uno, y a mí me suena,
siempre que lo miro a estas horas poco usuales de andar mirándolo, a voces
lejanas, esas de las que apenas me acuerdo el timbre y que sin embargo, en la
noche reaparecen en la voz aguada del río, trayéndome historia viejas como esta
que me contaba mi abuelo, entre otras tantas, todas ellas llenas de animales,
algunos más zonzos que el mono de esta que les voy a contar, otros inteligentes
como cristianos –así decía mi abuelo que se llamaba Ramón, para más datos‒ y llenas también de
esas cosas que dan para quedarse pensando, como seguro se quedó pensando el
mono de la historia que el viernes en la anoche recordé mientras miraba el río
negro cargado de noche, y que ahora escribo, tratando de respetar las palabras,
ahora desusadas, del abuelo Ramón, así como su forma de contármela:
Un mono que entró por una ventana abierta en
casa ajena y encontró colgada de un clavo una cinta elástica. La tomó de la
punta, la estiró, y al soltarla sin pensar vio que pegaba fuerte en la pared.
Le gustó el juego; la estiró más y más, pegando así cada vez más fuerte en la
pared.
Entonce pensó en estirarla con todas sus
fuerzas para ver hasta dónde podría alcanzar y quién seria más fuerte, si él o
la cinta. Estiró, estiró; la cinta se iba poniendo larga y más larga pero se
adelgazaba y también empezaba a resistir. El mono tiraba siempre, pero algo
como un recelo íntimo le aconsejaba la prudencia, y parecía decirle no abusar,
no tirar hasta el último límite. La cinta ya casi no daba; el mono se sentía a
la vez, y no sin cierto deleite tentado a seguir y con cuidado; daba tirones
todavía, pero pequeños y el instintivo temor de algo que, sin que supiera bien
qué, le parecía poder ocurrir, exageraba su voz.
Al fin, y cediendo a ganas casi enfermizas de
tentar la suerte, dio una sacudida más y ¡zaz!, recibió en un ojo, con una
fuerza bárbara, el clavo sacado de la pared por la cinta elástica.
Quedó tuerto, pero un poco más juicioso…dicen.
¿Quién sabe?