lunes, 23 de abril de 2012

ABRIL SANTOTOMESINO

El Salado bajo deja ver la barranquita del otro lado, contra la isla, ahora socavada por la excavadora que carcomió la costa y se llevó la tierra por un tubo negro que asomaba por tramos sobre el agua como una serpiente gigante que se mostraba de a ratos  atravesando hasta el otro lado del puente, para emerger sobre la costa opuesta y descargar allí, toda esa tierra que ahora es cemento, que antes, olía a río.  La isla, la misma que quedó ahogada  en el 2003, la misma sobre la que caminaron los curiosos que bajaban desde el carretero para caminar sobre el lodo seco entre  las retroexcavadoras, monstruos amarillos que dormitaban hasta que a primeras horas del día se metían en el río para surcarlo usando el brazo para impulsarse.  Una brazada que se hundía en el río, unos metros de impulso, otra brazada, otros metros, así hasta el otro lado, caminando el río como quien dice, amarillas, enormes.
El inspector de policía municipal, como cada mañana ordena el paso de los automóviles, como cada mañana como cada mañana, hacia el pasado y hacia el futuro el incierto día en que, finalmente, el puente nuevo sea más que palabras.
Me acerco:
—Va lento.
—Pero va —mira el paseo poderoso hacia el norte.
Sé lo que piensa, todos pensamos lo mismo cuando miramos al río en Abril.
—Sí, parece que ha pasado mucho tiempo, pero hace poco  —dice como para sí—. Se hace, se hizo. Pensar que estuvimos viendo el río pasar  a mil durante días, yo pensaba que se lo llevaba, al puente digo.  Y después, los camioneros parados, dos filas de camiones sobre la avenida.  Miguel, el quiosquero les  daba agua,  algo para comer.  A nosotros nos alcanzaban sillas, hacíamos turnos de doce y de dieciocho horas.
—Me parece que vienen a buscarte.
—Sí, nos vamos de acá al operativo en la 19.
—Hola  —dice ella que también es inspectora de tránsito y, también trabajó por aquellos días
—Mirábamos la defensa y lo primero que se nos vino es la inundación. Debe ser abril, acá abril es igual a río.
—Sí, abril —dijo ella entrando en la conversación—. Me acuerdo que estaba de turno y había un colectivo lleno de pasajeros que iban para Paraná, el chofer no quería saber nada con quedarse varado acá, yo le decía que no se podía, que era imposible, el tipo me puteaba; después de un rato prendió el televisor que tenía en el  colectivo y ahí vio que en la cancha de Colón el agua llegaba casi a tapar los arcos, entonces me creyó.
—Y el rosarino, ¿te acordás del rosarino?, qué hijo de puta.  La zona de exclusión era de 5 cuadras a la redonda más o menos, Candioti, Mitre, 9 de julio,  —él señala un círculo con su brazo —el tipo me tiraba el auto encima y  yo tratando de decirle, y el tipo que no me dejaba ni hablar;  me dijo, te juro, textual “a mí no me importa lo que les pasa a ustedes, yo quiero pasar”.  Yo sabía que en ese momento la Cruz  Roja sacaba cuerpos de las casas y del río.  A mí se me nubló la vista te juro que quería matarlo.  No lo veía al tipo, me corría algo por el cuerpo.  Me fui.
—Para el cuarto o quinto día dejábamos pasar  autos con lanchas o canoas para que ayudaran.  En Candioti y 9 de Julio donde yo estaba, una familia  numerosa iba en un Falcon rotoso con una canoa atrás, la canoa estaba también llena de gente, querían pasar a tosa costa, me impresionó un muchacho que iba abrazado a una escopeta, decían que querían ir porque del otro lado los estaban desvalijando, que se iban a defender como sea —dijo ella, mientras su brazo en alto detenía a un motociclista sin casco en un gesto automático.
—El tema de los robos. Abril, río, robos, extraña asociación de palabras nos dejó el 2003.
—Cuando hacíamos el turno de la noche se escuchaban los tiros del otro lado del río.  Te erizaba la piel. Había de todo, un profesor de computación de la Inmaculada se cruzaba en su auto particular “me voy a darle una mano a la gente”, decía.  Un día cuando volvió se paró al lado mío me dijo “ me afanaron el pulóver y el celular, los que ayudé, me afanaron .
—¡Estos tripos! —regresa, presurosa, como deseosa de no quedar fuera del recuerdo y nos dice —. Montagna iba y venía con la camioneta.  Una tarde se larga a llorar “no puede ser lo que está pasando”, ver un tipo llorando te pega, ¿viste?
Su compañero asiente —Y lo que siguió… hay gente que no se recuperó más, algunos que quisieron matarse como aquel viejo, como ochenta tenía y se tiró  al río, fue en Diciembre.  A José Andrés Uñates le dieron la medalla al valor por rescatarlo.  Lo vieron con otro compañero, lo siguieron por la costa, se tiraron y los sacaron.
Los dejo entre el tránsito; el calor que sube desde los motores forzados a la espera; los programas de radio que se escapan desde las vanillas abiertas anunciando apocalipsis diarios;  me alejo.
—¿Te acordás como corría cuando la inundación?
Camino. Atravieso el Paseo del Salado con el sol alzándose, alumbrando una Santa Fe que veo en sombras, recortada contra un cielo ceniciento.
El Salado despide ese típico olor a río muerto que tiene cuando está bajo y la callecita peatonal está a media sombra porque durante la inundación del 2003 el intendente por no saber qué más hacer mientras miraba a ver si no se le venía abajo las defensa, cortó los árboles que estaban sobre el margen del río, detrás de la valla de troncos, inclinados hacia el agua desde hacía como cien años.