domingo, 6 de mayo de 2012

Adelina Oeste, algo más que los moteles

   Coni Cherep se pasó a la tele abierta, por canal trece y a primera hora de la mañana. Intenso resulta verlo despejado y bien peinado, relajado sobre los amplísimos sillones de color blanco, arengando a la audiencia para que lo sigan por Twitter.
—¡Vamos, faltan veinte para llegar a los 500! —alentaba excesivamente alegre, Luchi Trinchieri al Coni, para que continuara con la arenga.
—¿Querés que me desnude? —le sonrió él desde el sillón
—No, quiero atraerlos, no espantarlos —fue la respuesta jocosa.
   Dicen las malas lenguas que el Coni no está más en la radio porque habló de más, y lo que quieren decir en realidad, es que cuestionó a quienes no debía cuestionar. ¿Los periodistas santafesinos son libres de opinar? ¿Y los santotomesinos?
   La respuesta sería un  sí, aunque yo le agregaría: según dónde lo hagan.
   Yo ya soy libre de opinar, claro que soy viejo y pocos me escuchan y me parece que menos que esos pocos me leen, así que yo puedo decir o para ser más preciso escribir lo que se me cante porque si digo –o escribo- algo inconveniente nadie se entera, me parece que ni el director del sitio me lee y me parece también que ahí está el nudo, digo, del asunto, el asunto es que si nadie escucha o lee, según el caso, se está en libertad de no ser oído por quien pueda ofenderse y pasarte –o hacerte pasar- a trabajo administrativo.
   Avenida Luján, los semáforos nuevos titilan luz amarilla, cuando estén funcionando, el conductor de esa moto que viene desde atrás en zigzag entre los automóviles, jugando carrera con el viento, queriendo llegar primero vaya uno a saber dónde, probablemente al infierno, va a tener que jugar en otro lado.
   Yendo para Adelina Oeste a las siete y cuarto, lo que se ve son caras de recién me levanto, caras dentro de automóviles, de colectivos, sobre bicicletas adolescentes con carpetas y zapatillas.
   Entrando al barrio, el sol delata el rocío en los pastos de las cunetas.


   AHY LOMBRICES, dice el cartel. Es un cartel negro colgado al descuido,  clavado a un poste de luz. Dudo, inclino la cabeza para acomodarla a la inclinación de las palabras blancas y cerciorarme de lo que estoy leyendo: AHY   LOMBRICES.
   Unos pasos más y ahora a mi derecha: LOMBRICES SUPER ٮ COMUNٮ COLORADA.
   Nuestros vecinos de Adelina Oeste venden pescado fresco, algunos; otros pasan rumbo a oficinas encorbatadas -subidos a sus camionetas negras, lustrosas, y levantan un polvillo breve de la calle mejorada-; o caminan o pedalean o empujan un Fiat –cuando no un Fiat-, que pide la jubilación.

JUANPI CELULARES. TIENDA. MODISTA ALTA COSTURA. PESCADO FRESCO SABALO.

  El Dr. Cagnoni, abre el portón de la cochera. Va al dispensario como cada mañana. El de la calle Cibils, al otro lado de ciudad. Me tengo que vacunar contra la gripe, pasé hace rato los 65. Si no me vacuno me hago la ilusión de que no los pasé de que los ando corriendo al galope, como ese potrillo moteado. Ahí va, corre tras su madre. Ahora se detienen, bajan el pescuezo gordo y tarasquean mendrugos de pasto.
   Santino vive en Adelina Oeste. Nació con hidrocefalia; su madre es ingeniera química, es investigadora del CONICET. Hace una hora ya, que su madre se despidió de él mientras todavía dormía. La niñera es una contadora cincuentona, quedó desempleada poco después de los cuarenta. Cuando llegó a los cuarenta y cinco se resignó. Bajó los brazos, ni ella se acuerda de que es contadora.
   Me viene a la cabeza Serrat, me viene a la cabeza y me canta,  grita que el sur también existe. Algunos santotomesinos no saben que existe Adelina Oeste, digo, que la calle Roverano tiene una casita amarilla y enrejada con reminiscencias de museo; que hay construcciones precarias junto a micro fortalezas rodeadas de murallas –la inseguridad ha hecho volver la mirada de los arquitectos a la edad media-.

    No hay asfalto, no hay cloacas, no hay gas de red; pero existe, digo, que en las huellas que adornan las calles de tierra cabe entera la rueda del auto, que el pasto en las cunetas azuladas llega hasta la cadera, que los vecinos piden a gritos el regador para no vivir en una de polvo; pero existe. Adelina Oeste no es solo un nombre en el noticiero.





Carne


No, no hablo de la película de la Sarli, aunque esté mirando un camión enorme estacionado frente a la plaza Libertad, que la guarda y la anuncia.

Hablo del camión que ahora, cuatro y media de la tarde del martes veinticuatro -una tarde desapacible, lluviosa, agrisada, pero  animada por la novedad, por los comentarios de la gente que espera, que conversa-, se prepara para expender carne, también quesos, a precios moderados, que cuelgan escritos a mano alzada de unos improvisados carteles, atentamente observados por los vecinos.

—¿Va a comprar?

—No sé, estoy mirando.

­Está mirando, espiando por encima de un hombro, evaluando ¿la calidad?

—¿Qué va a llevar?

—Asado.

—¿Cuánto?

—¿Qué tiene la caja cerrada? —la joven no espera su turno, los jóvenes nunca tienen tiempo para esperar. Carga un crío de un año, más o menos.

—Ya la atiendo, un minuto que termino con la señora.

La señora gira la cabeza, mira y lanza una mirada de reprobación a la joven que se no la ve, se ha ido, examina los quesos mientras le limpia los mocos al niño.

Esperaba más gente, esperaba bullicio. Mis colegas del canal local apuran alguna opinión de los que esperan. Un hombre se niega. La mujer que acaba de comprar dice: —Claro, cómo no voy a aprovechar, acá enfrente —señala el supermercado que ha cumplido cincuenta años en la ciudad— está más caro.

—Pero se puede comer —la voz llega desde unos labios sonrientes que pertenecen a un joven. Sus brazos de gimnasio cargan bultos en el baúl de un automóvil azul; azul y último modelo.

—¡Cristina va a acabar con los avivados! —la mujer se exalta, dice algo sobre “cargar” los precios como con la yerba y algo más que no alcanzo a entender porque desde el auto llega una carcajada.

—Porca madonna —el viejo tose y cuenta unos billetes arrugados.

—Deberían haber puesto el camión en otro barrio, tardé una hora en llegar y acá no les hace falta —la queja llega desde el fondo de la cola.

—Ustedes creen que todo tiene que ser para ustedes —la anciana levanta la cabeza, se yergue lo que la espalda encorvada le permite.

—Si me permiten —interrumpo, explico que el camión va a volver regularmente, que el municipio ha previsto que recorra los distintos barrios.

—Sí, pero primero el centro, siempre el centro.

—No se puede conformar a todos.

—El asado tiene grasa.

—Todos los asados tiene  grasa.

El atardecer se anticipa y la verdad que vine medio desabrigado. Además parece que los santotomesinos, probablemente contagiados por esta nueva forma de tratarnos, de maltratarnos -forma aceptada y difundida, compartida y hasta celebrada con risas desde la capital, a través de la radio, la televisión; una fórmula repetida hasta el agotamiento- reciben la primera visita del invierno y de la “carne para todos” con pocas pulgas.