viernes, 27 de julio de 2012

Los jóvenes, sus paseos, sus apropiaciones


La apropiación “simbólico-cultural” del espacio público.
El espacio valorado como un repertorio de connotaciones de significados culturales.


Lo “simbólico-cultural”, siempre tiende a ocupar de manera fragmentaria el espacio, es decir, una parte de la sociedad se manifiesta en la ocupación y el uso de un espacio, detonando ciertos comportamientos o actitudes, que van más allá de usarlo funcionalmente.
Este comportamiento está presente en toda gran ciudad y Santo Tomé, como urbe en crecimiento constante, alejada ya –aunque nostálgica- de sus orígenes pueblerinos, no se encuentra ajena a esta conducta. 
Una mirada simpática al fenómeno puede echarse sobre nuestros jóvenes, nuestros adolescentes, y un paseo repetido a la vista de todos.
De la misma manera que en el resto del mundo, en Santo Tomé y para los jóvenes, los paseos tienen un sentido puramente sociológico.  
Llevados por el ímpetu primaveral, que no los abandona ni siquiera en medio de la ola polar, puede vérselos entregados a sus idas, venidas, y coqueteos o más menos explícitos.
Para efectuar estos paseos se utilizan pretextos tales como recitales al aire libre o las ferias de artesanos, por nombrar un par. En cuanto a su fin último o único es el exhibicionismo.  Si uno los mira con un  mínimo de atención, comprueba que tienen algo de hormigas trajinando, restregándose las antenas en cada cruce.
Desprovistos de plumajes multicolores, melenas o cornamentas amenazadoras, los jóvenes apelan a lucir prendas que los distingan, que los hagan visibles –y elegibles- para el otro sexo. Tanto varones como mujeres usan implementos que en general brillan.
Las miradas se despegan del piso el tiempo necesario para encontrarse con otra mirada recién despegada del piso. A veces, una risita cómplice con el compañero de caminata, que siempre es del mismo sexo, porque los jóvenes tienden a andar en dúo, advierte y  alerta sobre la elección silenciosa que se concretará por la noche, en un boliche, o en los sueños. 
Un sitio convencional es la Avenida 7 de marzo, el día el sábado, aunque no se  desprecia el viernes; una hora convencional: pongamos las siete de la tarde.
El bar improvisado sobre la vereda de la parada de El Paso -para beneplácito de los defensores  de la apropiación del espacio público-, además de estorbar a los peatones convertidos en saltadores de matas,  llena el aire de un coro de voces que se superponen unas a otras  creando  un chillido agudo difícil de soportar para los que han pasado los cincuenta abriles hace un rato –largo-, e inunda el aire con un tifillo a cerveza, que se acumula día tras día, agriándose, hasta asquear al santafesino más cervecero y tradicional, decía, que el bar, sirve para reunir a una distancia apenas medible, desparramados sobre la vereda, los grupos o bandas o bandos preparados para, como quien dice, la guerra. Una guerra milenaria por la selección para la procreación, y con ella la supervivencia de la especie, que adquiere formas y colores que varían con el paso del tiempo, sin perder el fin único y último, renovado cada temporada por los dictadores de la moda.   
Los jóvenes departen excitados hasta el borde de recibir estímulos visuales, olfativos y táctiles –recordemos que la actualidad impone como mínimo el beso en la mejilla, aún con el más ilustre desconocido, sin contar los abrazos desaforados que hubieran escandalizado a nuestras abuelas, pasando por las poses que los retratan más o menos encimados unos sobre otros, en las fotografías-, decía que departen y también comparten un código compuesto de palabras y gestos que los llevará hasta la adultez, auque a veces, al verlos, uno podría creer que eso es imposible.
Más allá de las apreciaciones más o menos acertadas, agrias y hasta graciosas que los adultos podemos hacer –y hacemos- sobre los jóvenes, eternamente incomprendidos por las generaciones que los preceden, lo cierto, lo que se ve, lo que nos muestran y lo que ocultan, no es más que lo que han mostrado, han dejado ver y escuchar y lo que han ocultado, en cada región y en cada época, los jóvenes de todos los tiempos: algo tan simple y natural como el devenir de lo humano.

   

 

En el invierno


La ola polar aflojó y los parques se llenaron de pibes,  madres y también algunos viejos, unos pocos, como Antonio, que no bien cruzás frente, a él en la plaza libertad, desde el banco donde se sienta a ver pasar la mañana, te dice sin más: ¿Usted sabe lo que es el alma? Algunos lo ignoran, otros dudan, se detienen unos segundos vacilantes para recibir un folleto con una familia sonriente y una afirmación en la portada a colores: el final está cerca; miran el folleto incrédulo y siguen su camino. A mí se me dio por contestarle: no, no sé lo que es el alma.
—¿¡Cómo no sabe!?
—Bueno, no estoy seguro.
—El alma es lo que somos.
Antonio tiene manos enormes, ochenta y nueve años y un par de sobrinos a los que no ve hace tiempo.
—El alma es de Dios —me dice y me ofrece un folleto—, y cuando morimos, si no pecamos, volvemos a Dios.
—Intentaré no pecar —le respondo y paso las páginas del folleto desde el que me sonríen rasgos en los que no me reconozco.
—Yo vengo a predicar acá todas las mañanas. Es mi misión. Yo le aviso a la gente que el final está cerca, que tienen que cambiar.
—¿Y la gente lo escucha?
—A veces, pero mi misión es avisar, no obligarlos a escuchar.
—Ya veo. ¿Vive cerca?
—En el hogar. Ya me vuelvo porque almorzamos a las once y media.
—Lo acompaño, si quiere.
Sí quiso, habló mucho, llegamos pronto al Hogar, no al hogar, al Hogar.
El aroma particular y tibio del lugar fue lo primero que me llegó de él. Después el silencio. Un murmullo de cubiertos y el trajín en la cocina era todo el ruido que podía escucharse en un sitio con más de treinta almas. Antonio me presentó como un amigo. Un par de entre los ocho sentados a una de las mesas, contestaron.
—Se tiene que ir porque ya sirven —fue el saludo de Carlos, un paranoico pasivo, de manos y mentón temblorosos.
Fermín me extendió la mano, calculé que no llegaba a los setenta. Me contó que se mudó allí al enviudar, sin  mujer y sin piernas un hombre no puede vivir solo,  me dijo. Yo no sabía que existía la diabetes, me dijo, un día me bajé del camión y al siguiente me habían cortado las piernas. Ahora escribo ¿Quiere que le lea un poema?
Advertí que algunas mujeres me miraban con curiosidad; otras, atadas a sus sillas de ruedas y sus tejidos, no supieron que estuve allí.
Mi Hogar, Mi Familia, Los Sauces y los otros: caserones acondicionados para recibir ancianos, adultos mayores, o simplemente viejos, como decíamos antes, antes de que la palabra  cayera en desgracia. Antes, cuando la palabra abrigaba y abarcaba, cuando  definía, coronaba y sabía dulce sobre la lengua.  Antes cuando los viejos cabían en las casas de todos.
Viejos más o menos amontonados, viejos sentados; esperando.
¿Qué esperan?, pues simplemente esperan, con el televisor encendido, sin mirarlo, sin escucharlo. Por la mañana, al mediodía, por la tarde y por la noche, sentados alrededor de mesas con manteles de hule y suficiente espacio para las sillas de ruedas o los andadores, esperan un familiar que pase quince minutos agitados, llenos de excusas. Esperan la comida, el baño, el anochecer, la mañana.
Inmóviles y silenciosos, como si ya no les quedasen palabras dentro, esperan la muerte que los libere.
—¿Cómo anda Antonio? 
—Acá, encerrado.


Al oeste, por San Martín


Por San Martín, arriba del R12, después de haber estado en el desfile del 9 de julio y más tarde en el anfiteatro, al sol del 9 de julio, con el Salado creciendo, escuchando La Charranga, escuchando y viendo a los jóvenes danzar  al son de un Negro José  murguero y caliente, tocado por cuatro buenos locos de mameluco verde y caras pintadas.  Andrea trabaja en la dirección de cultura municipal, Andrea también toca el bandó en La Charranga; la veo sobre el escenario, de negro, con su cabellera pelirroja mecida por la brisa; vaya sorpresa.
Los trasgresores Tonolec no me convencieron y es todo lo que voy a decir sobre eso.
Al oeste por San Martín, con el velocímetro marcando treinta kilómetros por hora, rodando despacio y solo, después de haber estado sentado en las gradas del anfiteatro, rodeado de santotomesinos multicolores y parlachines; de mate y pastelitos y torta y manzanas con caramelo y pochochos pintando la boca de los niños.
Al oeste por San Martín, más y más al oeste, cuando se vuelve de doble mano y cuando se vuelve de mejorado y cuando, después de pasar el vaciadero de basura, se vuelve de tierra, hasta convertirse en  huella.
Al oeste por San Martín después de las vías, después de J. Paso, después de Mosconi, cuando los nombres de las calles no figuran en carteles que tampoco existen. Al oeste por San martín después de los cementerios con sus panteones lúgubres y sus tumbas de tierra, idénticas una  a la otra. Y  más al oeste, después del puente que pasa sobre la autopista, sobre la que ruedan, indiferentes automóviles, ignorantes de que existe San Martín, que hasta allí llega, impúdica, habitada por el silencio y los silenciados, cortada aquí y allá por el parloteo de los loros.
San Martín de tierra y monte, cercado de alambre y pisingallo dulce.
San martín de cactus y árboles espinosos. De hornos de ladrillo y eucaliptos apretados y enormes: centenarios.
San Martín de cuís y m´burucuyá y teros y una que otra perdiz.
San Martín de carros tirados por caballos, de perros callejeros y niños callejeros.
Dos adolescentes pasan armados: cazadores de cuís y perdices. Aflojo un poco más el acelerador para no enfundarlos en tierra. Los saludo y me responden.      
San Martín al oeste, muy lejos de los bancos y las líneas de colectivos: veo un padre, o no, es demasiado joven para ser el padre; un hermano mayor entonces, que enseña a un pibe a manejar un carro. A la derecha un puñado de vacas pastan o más bien tarasquean el pasto mezquino del invierno.
Desde el camino angosto diviso herrumbradas  casas que fueron señoriales;  ranchos de chapa donde ondea la sabalera, y alguna que otra tranquera. Saludo y me responden: santotomesinos entre la ropa tendida, entre la basura, entre yuyos, entre sueños.
Un carro huye con varios rollos de alambre oxidada y robada. Un ciclista que sale de entre la montaña de basura con un pucho en la boca, mira el carro pasar y se ríe sin soltar el pucho que pende entre los dientes. Después pedalea y se aleja, siempre hacia el oeste.
Alguien corta leña; alguien, como yo, explora; alguien ha montado una pared de ladrillos recién horneados. Son hileras prolijas y anaranjadas secándose al sol, solo eso.
Sigo hacia el oeste y a mi izquierda el monte se aprieta, marrón y gris;  a mi derecha un campito arado escupe alfalfa.
Aunque es temprano, son apenas las dieciocho treinta, el sol se va poniendo y por un camino aún más angosto doy la vuelta, regreso al este, desando la Santo Tomé oculta, la Santo Tomé campiña, la Santo Tomé polvo y barro, la Santo Tomé monte, la Santo Tomé desconocida.



domingo, 1 de julio de 2012

La cuna de 7 de marzo y Centenario


El de la cuatro por cuatro viene por Almirante Brown, viene de oeste a este, sin mirar, no ve mi Renault 12 del ´85. Viene como a 60 y por lo que se ve sigue de largo, pero  no, al llegar a la esquina dobla. Parece que hacen los automóviles nuevos sin luces de giro o que las nuevas generaciones de santotomesinos aprendieron a manejar sin saber que existen, o no las encuentran en esos enormes tableros repletos de chirimbolos; así que el de la cuatro por cuatro, sin avisar, se manda por Centenario hacia la 7 de marzo, abriéndose bien porque quiere para él, el carril de la izquierda. Atrás frenamos tres pobres tipos porque los techos de nuestros automóviles apenas pasan la altura de las ruedas prepotentes de la cuatro por cuatro. El más joven intenta una protesta con la bocina, pero el de la camioneta  no lo escucha, no lo registra, porque va hablando por celular, sentado desaprensivo y orgulloso, a kilómetros por encima de nosotros, simples mortales.
En la vereda del oeste el canillita de siempre con el diario desplegado en la mano derecha y un atadito de diarios en la izquierda, no vocea, se limita a desplegar bien el que lleva en la derecha para que los automovilistas se tienten con el título de la portada. Algunos se tientan y rebuscan las monedas necesarias mientras el semáforo se pone en verde y los motores de los automóviles se ponen nerviosos. 
Otra vez el rojo y el de la cuatro por cuatro le lanza al diariero una mirada de desprecio, acompañada de unos movimientos de títere con la cabeza,  porque no alcanzó a cruzar y ahora tendrá que esperar dos minutos completos ahí parado con lo importante que es el tiempo para él.
Desde mi Renaul 12, picado en el guardabarros trasero izquierdo, lo veo. Lo veo y lo reconozco. Ha crecido. Tendrá unos ocho años. Se para frente al de la camioneta y le estira la mano. Dentro una cabeza niega. Fuera, el niño se toma los testículos y camina hacia mí. Se para junto a la ventanilla.
—Una moneda don.
Sí, balbuceo, mientras busco con torpeza en los bolsillos e intento bajar el vidrio todo a la vez.
Lo miro bien, estoy seguro, es él, ha crecido, solo eso, ha crecido sentado en el cordón de la vereda este. Ahora anda solo. Antes no, antes tenía tres o cuatro años y andaba en patas para dar más lástima. Si uno miraba atento, las zapatillas lo esperaban en la vereda. Antes lo acompañaba un pibe que lo agarraba del cogote y le sacaba las monedas. Un pibe de no más de diez años que se reía mientras le daba cocazos. Él se revolvía tratando de zafar del abrazo terrible;  él lloraba como lloran los niños pequeños, con esos berridos  que desgarran a las madres, a algunas madres, las que no dejan que sus hijos reciban cocazos en las esquinas de los semáforos.
Es él, el pibito de los cocazos y los llantos y los mocos, estoy seguro.
Gracias amigo, me dice y sigue hacia el auto de atrás que lo recibe con un bocinazo porque el semáforo ha vuelto a dar paso y yo me demoré en salir huyendo.