Miércoles
de agua, agua y más agua, corriendo sobre las calles asfaltadas; barro y botas
para lluvia en las calles de tierra, también algunas puteadas: justificadas.
Calles sin suerte en el reparto de asfalto.
Roberto se
levantó a las cinco y media. El primer viaje lo hizo a Santa Fe. Llevó, como
cada día, una médica adormilada al hospital Cullen. Roberto intentó entablar
conversación; el llamado metálico, falsamente melodioso del celular, se lo impidió.
Ensimismado emprendió el regreso. En Santo Tomé lo esperaban tres cadetes del
Liceo Militar, tres cadetes mudos a esa hora de la mañana, cada mañana, de
lunes a viernes. Roberto la sabe, los
cadetes son monosilábicos hasta la exasperación. Pero esta mañana aguada
Roberto intenta una charla.
—Ayer murió
mi madre.
—¿Cuántos
años tenía? —uno de ellos lo mira a los ojos a través del espejo retrovisor.
—Noventa y
dos.
—Ah, era
muy grande —el joven no puede evitar un gesto que muestra claramente que el hecho,
por natural, predecible y hasta lógico, le parece insignificante.
—Pero era
mi madre —intenta Roberto, mientras por el espejo retrovisor puede ver al cadete
calzarse los auriculares; los otros dos ya los llevaban puestos cuando subieron
al auto.
Igual que el
cochero de Chejov, Roberto tenía algo que decir, algo que contar, algo que le
quemaba en la garganta y, al igual que al viejo cochero, nadie tenía tiempo
para escucharlo.
Para los
que no conocen el cuento, algunos datos: un cochero, acaba de perder a su único
hijo. En la noche invernal de una Rusia antigua y nevada, pasa el tiempo
inmóvil esperando pasaje, esperando un ser vivo a quien contarle su desdicha.
Las horas, los pasajeros y los viajes, lentos a tiro de caballo, pasan; el
cochero no logra ser escuchado hasta que, sobre el final de la historia, descarga
su angustia hablando con su caballo.
Roberto
intentará una y otra vez –al igual que Yona-, contar los detalles de aquello
que necesita decir: las últimas palabras que pronunció su madre, las últimas
que él esperaba ella hubiera escuchado. Esa era su duda, esa era la llama que
le quemaba.
Al mediodía
el sol rompe algunas nubes, el aire se vuelve tibio y acuoso y el remisero
regresa a su casa para un almuerzo frugal y solitario.
“La
tristeza”, tal el título del cuento, fue
escrito en 1897 en la Rusia
anterior a la Revolución
de Octubre. En el cuento –al igual que en toda su obra- Chejov no apela
a las grandes situaciones ni a las grandes actitudes, es decir, no apela a lo
espectacular, sino que, situando a sus personajes en un marco de vida ordinaria
y las más de las veces sencilla, introduce en el proceso de la creación
elementos en apariencia insignificantes, aunque en realidad henchidos de
importancia: son a la manera de claves y producen efectos subliminales, que dan
su justa dimensión y su profundidad al relato, logrando para él tanta
intensidad como significación.
Pero,
sentado en el auto blanco de Roberto, prestándole mi oreja atenta, no es en
Chejov en quien pienso, aunque su historia me lo haya traído junto con el
cuento a la memoria, sino en el hombre, digo, la humanidad del hombre –todos y
todas- y en que, ya sea que se trate de 1897 o
de 2012, parece, que el problema que nos aqueja –uno de ellos al menos- es el de la comunicación.
Tendemos a
creer que encontrar quién escuche, quién esté dispuesto a hacerlo, es un problema actual, un mal de nuestra era
globalizada y transitada, atravesada,
por las redes sociales –ese grotesco de la amistad, esa falsa ilusión de
compañía-, pero el cuento de Anton Chejov lo desmiente -así como lo desmiente el nacimiento del psicoanálisis-, poniendo
sobre el asfalto que lo humano, sin importar el rincón del mundo en que ocurra,
ni el tiempo en que ocurre, para bien o para mal, se repite, se sostiene,
perdura.