domingo, 17 de febrero de 2013

Lluvia y fuego en la isla

—Ojalá quede nuboso, por lo menos ¿Qué te trae tan temprano, Murillas?
—Duraznos criollos.
—¿Cuánto?
—Un kilo; no dos.
—¿Dos duraznos?
—Dos kilos.
—Pensé que te había traído el humo.
—También.
—Tomatis te ganó de mano; anduvo ayer preguntando y tiznándose porque apareció todo de blanco como cuando lo de los caballos que también fue en febrero.
—Me acuerdo, ese año desapareció el Gato.
—Y la mujer ¿No? ¿Cómo se llamaba?
—Elisa.
—Sí, elisa, linda mujer, joven.
—¿Y averiguó algo Tamatis?
—Va uno de yapa. Poco, algo relacionado con unos Cepeda o Cebella no entendí, no sé, de pronto se acordó de los mosquitos y de un tal Washington. Me dijo que los que iniciaron el fuergo en la isla eran como los mosquitos de Washington.
—De existencia dudosa.
—Eso, sí algo así. Son trece pesos.
—¿Los puedo dejar acá un rato?, voy a dar una vuelta.
Asintió. Elvio asintió; se dio vuelta, caminó hasta el cajón de los tomates. Lo vi tomarlos entre sus dedos callosos uno a uno. Después de mirarlos con atención comenzó a clasificarlos apartando algunos en un segundo cajón: acá un tomate, otro tomate allá. Después haría lo mismo con las manzanas, el procedimiento incluiría un golpe seco con el dedo medio, ayudándose con el pulgar para darle fuerza. Elvio escucharía el sonido que le devolvería la fruta: seco, cajón uno; crujiente, cajón dos; por último colocaría los carteles con el precio rebajado para aquellos productos que no hubieran pasado la inspección.

Cruzando el río la isla, la isla negra, chamuscada.
La isla es una mujer. Ahora queman a las mujeres, no como antes, no en una pira como a Juana; ahora las queman sus amantes.
La isla es una mujer que muestra sus cicatrices oscuras lamidas por la llovizna invisible, perceptible solo por el olor que  levanta de los pastos achicharrados, de los cuerpos oscurecidos de los aromos.
La isla es una mujer sobreviviente. Más allá la ciudad inmutable. A la izquierda el Carretero indiferente.
La isla es una mujer por eso sanará, porque las mujeres siempre sanan, siempre reverdecen aunque por fuera se vean secas como aquel tronco alcanzado por las llamas, donde mañana volverá a asentarse un biguá para acechar a las mojarras.
La isla es una mujer quemada, llorada por Dios, el demonio, o ambos.

sábado, 16 de febrero de 2013

Boca de ceniza



Inútil intentar huir, el verano se aferra a la tierra al cielo y al aire; se ensaña. No existe aire acondicionado que valga, no porque no aligeren la carga del sol sino porque crean simplemente escudos, escudos invisibles aunque oscuros, de ventanas cerradas y cortinas dobles corridas. Una jaula o mejor una cuerva, una mazmorra o una isla. Mi dormitorio es una isla en mi casa. Oscuro y frío y seco es impermeable al calor que se azota contra las paredes y las persianas, araña los vidrios y lanza su aliento sobre las cortinas.
   Inútil intentar huir, el acondicionador es una ilusión como lo es el sueño, respirando el mismo aire una y otra vez hasta ahogarse. 
   Probablemente sean las cuatro treinta o cinco de la mañana. Recostado boca arriba con los brazos cruzados bajo la cabeza miro la braza del cigarrillo oscilar adelante y atrás, adelante y atrás, a pocos centímetros de mi nariz. Aspiro, y de la braza se desprenden pequeñas luces anaranjadas y rojas.
   Me levanto y me acerco a la ventana y la abro. La luna está sobre el sauce. Iluminada por esa luz irreal, la tierra reseca del patio, sin una brizna de pasto, se parece a un recuerdo resquebrajado y confuso.
   Corro la tela metálica que frena la entrada de los mosquitos;  tiro la colilla que al golpear sobre la tierra, rueda y va dejando luces en el aire detenido.  Finalmente la colilla se detiene donde la luna no ilumina y arde un rato antes de extinguirse.
   Regreso a la cama. Las sábanas están arrugadas. Iluminados por la luna, los pliegues parecen dunas y cráteres de otro mundo, esponjoso y blanco.
   Inútil intentar huir, pronto darán las seis, media hora después el director del diario enviará el primer mensaje del día que probablemente diga lo que dice siempre “baje a Santo Tomé”, cómo no bajar a la ciudad cuando uno es parte de la ciudad, del color, del olor, del calor de la ciudad; de la desventuras de la ciudad.
“Baje a Santo Tomé” significa que no me ande por los aires, que busque y encuentre personas extraordinarias, rincones extraordinarios, hachos extraordinarios.
   Apago el acondicionador para ir aclimatándome, a eso de las nueve la calle empieza a derretirse, las caras de los santotomesinos empiezan a derretirse, el cabello se pega a las sienes y las bocas se chorrean hasta los pies dejando un charquito pestilente.
   Para las diez, mi R12 se calienta como el infierno; es un horno de ladrillos y yo soy el ladrillo cociéndose a fuego lento; secándose. La calle me exprime y la camisa se me pega a la espalda y una mancha de sudor comienza a formarse; un óvalo oscuro en el centro y diminutos puntitos de humedad esparcidos en toda la superficie del género. Entretanto la ciudad dice no. La ciudad me expulsa, me niega sus historias y su gente me da vuelta la cara, la cara de agua, la cara de sal.
   La ciudad es ciega y sorda, es un pulpo resbaloso que huye de mi grabadora, que se oculta de mi cámara.  La ciudad me muestra el polvo y el rielar de paredes blancas que me enceguecen. La ciudad se ríe a mis espaldas tras las puestas cerradas, tras las bocas cerradas. Solo el río sigue murmurándome, susurrándome historias.    
“Una franja húmeda y barrosa, en la que las huellas del bayo amarillo son todavía visibles, separa la playa seca del agua. Sobre esa franja húmeda, el Gato alza la cabeza y contempla la isla: chata, compacta, la vegetación polvorienta y la barranca ro­jiza, irregular, que baja al agua. Casi cincuenta metros sepa­ran las dos orillas.
   La isla enfrente, con su barranca suave, la vegetación enana y sus flores irrisorias, todo desierto, polvoriento y cal­cinado, y el agua tibia, oscura […]
  […] La isla baja, polvorienta, en pleno sol, su barranca ro­jiza cayendo suave, medio comida por el agua, está inmó­vil, sin que ni siquiera pájaros, mariposas, se levanten de en­tre los árboles enanos a los que ninguna brisa sacude, de entre las flores rojas, amarillas, blancas, desperdigadas en­tre las ramas y entre la maleza que se calcinan a la luz de fe­brero, el mes irreal, sin que en la orilla irregular se perciban, en ningún momento, las sacudidas suaves de la estela que va dejando la canoa verde al avanzar, con enviones bruscos, en el medio del agua, río arriba, dejando atrás los bordes vi­sibles de la estela que van separándose imperceptibles y que rayan el agua caramelo sobre la que la luz caliente destella múltiple y arbitraria”. Nadie Nada Nunca. Juan José Saer.
           

sábado, 9 de febrero de 2013

Palabras politizadas en el mes irreal



Muy politizado esta semana, fue lo que decía el correo que recibí, referido a mi entrada titulada La guerra formidable así que me vuelvo a la literatura no por cobardía sino porque la extraño, además, pensándolo bien, la entrada pretendía recordar que la humanidad avanza dividida entre poderosos y débiles desde que el mundo es mundo como quien dice; no es nueva es solo diferente la forma en que se manifiesta el fenómeno, cambiando los actores, la forma del discurso y los escenarios,  así que sí, estimada y fiel lectora, tiene usted razón, ha acertado con el adjetivo y también con el pedido implícito de que no ande caminando por esos riscos.
Y sabedor (ya que sus correos son habituales) de sus gustos literarios, he escogido para usted las palabras siguientes ya que el mes me obliga o por mejor decir me las recuerda.

“No hay, al principio nada. Nada. El río liso, dorado, sin una sola arruga, y detrás, baja, polvorienta, en pleno sol, su barranca cayendo suave, medio comida por el agua, la isla. El Gato se retira de la ventana, que queda vacía, y busca, de sobre las baldosas coloradas, los cigarrillos y los fósforos. Acuclillado enciende un cigarrillo, y, sin sacudirlo, entre el tumulto de humo de la primera bocanada, deja caer el fós­foro que, al tocar las baldosas, de un modo súbito, se apa­ga. Vuelve a acodarse en la ventana: ahora ve al Ladeado, montado precario en el bayo amarillo, con las piernas cru­zadas sobre el lomo para no mojarse los pantalones. El agua se arremolina contra el pecho del caballo. Va emergiendo, gradual, del agua, como con sacudones levísimos, disconti­nuos, hasta que las patas finas tocan la orilla.
[…]El piso duro y frío de baldosas coloradas lo hace estre­mecer cuando apoya en él la espalda desnuda. Deja los ci­garrillos [el Gato] y los fósforos sobre su pecho. Mira el cielorraso. No piensa en nada. Su piel entibia casi en seguida las baldo­sas. Cierra los ojos y respira lento, inmóvil, haciendo crujir ligeramente el celofán del paquete de cigarrillos depositado sobre su pecho. Llega, hasta sus oídos, sin estridencias, el ru­mor de febrero, el mes irreal, concentrado, como en un gru­mo, en la siesta”.

El primer párrafo abre la novela Nadie Nada Nunca de Juan José Saer, aquellos que aprecian su prosa, que sienten como propia la música que de ella se desprende, son capaces de recitarlo sin error, respetando la respiración del autor, la respiración de la mirada del autor que mira e indaga y recrea al ritmo del agua del río y del pasar de los minutos soporíferos de febrero.
Nada, nada; quiero decir por nada en particular,  solo recordar, una vez más recordar, que Febrero da vida a Nadie Nada Nunca y Nadie Nada Nunca califica a febrero, lo define, de alguna forma lo corporiza y cito: “febrero, el mes irreal, concentrado, como en un gru­mo, en la siesta”.
Para los que no conocen a Saer, un dato: Saer nació en Santa Fe en 1937. Su febrero es nuestro febrero, su isla es nuestra isla y su río es nuestro río.
Un autor, un adjetivo singular, como solo los auténticos  escritores saben descubrir e instalar.