—Ojalá quede nuboso, por lo menos ¿Qué te trae tan temprano, Murillas?
—Duraznos criollos.
—¿Cuánto?
—Un kilo; no dos.
—¿Dos duraznos?
—Dos kilos.
—Pensé que te había traído el humo.
—También.
—Tomatis te ganó de mano; anduvo ayer preguntando y tiznándose porque
apareció todo de blanco como cuando lo de los caballos que también fue
en febrero.
—Me acuerdo, ese año desapareció el Gato.
—Y la mujer ¿No? ¿Cómo se llamaba?
—Elisa.
—Sí, elisa, linda mujer, joven.
—¿Y averiguó algo Tamatis?
—Va uno de yapa. Poco, algo relacionado con unos Cepeda o Cebella no
entendí, no sé, de pronto se acordó de los mosquitos y de un tal
Washington. Me dijo que los que iniciaron el fuergo en la isla eran como
los mosquitos de Washington.
—De existencia dudosa.
—Eso, sí algo así. Son trece pesos.
—¿Los puedo dejar acá un rato?, voy a dar una vuelta.
Asintió. Elvio asintió; se dio vuelta, caminó hasta el cajón de los
tomates. Lo vi tomarlos entre sus dedos callosos uno a uno. Después de
mirarlos con atención comenzó a clasificarlos apartando algunos en un
segundo cajón: acá un tomate, otro tomate allá. Después haría lo mismo
con las manzanas, el procedimiento incluiría un golpe seco con el dedo
medio, ayudándose con el pulgar para darle fuerza. Elvio escucharía el
sonido que le devolvería la fruta: seco, cajón uno; crujiente, cajón
dos; por último colocaría los carteles con el precio rebajado para
aquellos productos que no hubieran pasado la inspección.
Cruzando el río la isla, la isla negra, chamuscada.
La isla es una mujer. Ahora queman a las mujeres, no como antes, no en una pira como a Juana; ahora las queman sus amantes.
La isla es una mujer que muestra sus cicatrices oscuras lamidas por la
llovizna invisible, perceptible solo por el olor que levanta de los
pastos achicharrados, de los cuerpos oscurecidos de los aromos.
La isla es una mujer sobreviviente. Más allá la ciudad inmutable. A la izquierda el Carretero indiferente.
La isla es una mujer por eso sanará, porque las mujeres siempre sanan,
siempre reverdecen aunque por fuera se vean secas como aquel tronco
alcanzado por las llamas, donde mañana volverá a asentarse un biguá para
acechar a las mojarras.
La isla es una mujer quemada, llorada por Dios, el demonio, o ambos.
domingo, 17 de febrero de 2013
sábado, 16 de febrero de 2013
Boca de ceniza
Inútil intentar huir, el verano se aferra a la
tierra al cielo y al aire; se ensaña. No existe aire acondicionado que valga,
no porque no aligeren la carga del sol sino porque crean simplemente
escudos, escudos invisibles aunque oscuros, de ventanas cerradas y cortinas
dobles corridas. Una jaula o mejor una cuerva, una mazmorra o una isla. Mi
dormitorio es una isla en mi casa. Oscuro y frío y seco es impermeable al calor
que se azota contra las paredes y las persianas, araña los vidrios y lanza su
aliento sobre las cortinas.
Inútil
intentar huir, el acondicionador es una ilusión como lo es el sueño, respirando el
mismo aire una y otra vez hasta ahogarse.
Probablemente
sean las cuatro treinta o cinco de la mañana. Recostado boca arriba con los
brazos cruzados bajo la cabeza miro la braza del cigarrillo oscilar adelante y
atrás, adelante y atrás, a pocos centímetros de mi nariz. Aspiro, y de la braza
se desprenden pequeñas luces anaranjadas y rojas.
Me levanto y me acerco a la ventana y la abro. La luna está sobre el
sauce. Iluminada por esa luz irreal, la tierra reseca del patio, sin una brizna
de pasto, se parece a un recuerdo resquebrajado y confuso.
Corro la tela metálica que frena la entrada de los mosquitos; tiro la colilla que al golpear sobre la
tierra, rueda y va dejando luces en el aire detenido. Finalmente la colilla se detiene donde la
luna no ilumina y arde un rato antes de extinguirse.
Regreso a la cama. Las sábanas están arrugadas. Iluminados por la luna,
los pliegues parecen dunas y cráteres de otro mundo, esponjoso y blanco.
Inútil intentar huir, pronto darán las seis, media hora después el director del
diario enviará el primer mensaje del día que probablemente diga lo que dice
siempre “baje a Santo Tomé”, cómo no bajar a la ciudad cuando uno es parte de
la ciudad, del color, del olor, del calor de la ciudad; de la desventuras de la
ciudad.
“Baje a Santo Tomé” significa que no
me ande por los aires, que busque y encuentre personas extraordinarias,
rincones extraordinarios, hachos extraordinarios.
Apago el acondicionador para ir aclimatándome, a eso de las nueve la
calle empieza a derretirse, las caras de los santotomesinos empiezan a
derretirse, el cabello se pega a las sienes y las bocas se chorrean hasta los
pies dejando un charquito pestilente.
Para las diez, mi R12 se calienta como el infierno; es un horno de
ladrillos y yo soy el ladrillo cociéndose a fuego lento; secándose. La calle me exprime y la
camisa se me pega a la espalda y una mancha de sudor comienza a formarse; un
óvalo oscuro en el centro y diminutos puntitos de humedad esparcidos en toda la
superficie del género. Entretanto la ciudad dice no. La ciudad me expulsa, me niega sus
historias y su gente me da vuelta la cara, la cara de agua, la cara de sal.
La ciudad es ciega y sorda, es un pulpo resbaloso que huye de mi
grabadora, que se oculta de mi cámara. La ciudad me muestra el polvo y el
rielar de paredes blancas que me enceguecen. La ciudad se ríe a mis espaldas
tras las puestas cerradas, tras las bocas cerradas. Solo el río sigue murmurándome,
susurrándome historias.
“Una franja húmeda
y barrosa, en la que las huellas del bayo amarillo son todavía visibles, separa
la playa seca del agua. Sobre esa franja húmeda, el Gato alza la cabeza y
contempla la isla: chata, compacta, la vegetación polvorienta y la barranca rojiza,
irregular, que baja al agua. Casi cincuenta metros separan las dos orillas.
La isla enfrente, con su barranca suave, la
vegetación enana y sus flores irrisorias, todo desierto, polvoriento y calcinado,
y el agua tibia, oscura […]
[…] La isla baja, polvorienta, en
pleno sol, su barranca rojiza cayendo suave, medio comida por el agua, está
inmóvil, sin que ni siquiera pájaros, mariposas, se levanten de entre los
árboles enanos a los que ninguna brisa sacude, de entre las flores rojas,
amarillas, blancas, desperdigadas entre las ramas y entre la maleza que se
calcinan a la luz de febrero, el mes irreal, sin que en la orilla irregular se
perciban, en ningún momento, las sacudidas suaves de la estela que va dejando
la canoa verde al avanzar, con enviones bruscos, en el medio del agua, río
arriba, dejando atrás los bordes visibles de la estela que van separándose
imperceptibles y que rayan el agua caramelo sobre la que la luz caliente
destella múltiple y arbitraria”. Nadie
Nada Nunca. Juan José Saer.
sábado, 9 de febrero de 2013
Palabras politizadas en el mes irreal
Muy politizado esta
semana, fue lo que
decía el correo que recibí, referido a mi entrada titulada La guerra formidable así que me vuelvo a la literatura no por
cobardía sino porque la extraño, además, pensándolo bien, la entrada pretendía
recordar que la humanidad avanza dividida entre poderosos y débiles desde que
el mundo es mundo como quien dice; no es nueva es solo diferente la forma en
que se manifiesta el fenómeno, cambiando los actores, la forma del discurso y los
escenarios, así que sí, estimada y fiel
lectora, tiene usted razón, ha acertado con el adjetivo y también con el pedido
implícito de que no ande caminando por esos riscos.
Y sabedor (ya que sus correos son habituales)
de sus gustos literarios, he escogido para usted las palabras siguientes ya que
el mes me obliga o por mejor decir me las recuerda.
“No hay, al principio
nada. Nada. El río liso, dorado, sin una sola arruga, y detrás, baja,
polvorienta, en pleno sol, su barranca cayendo suave, medio comida por el agua,
la isla. El Gato se retira
de la ventana, que queda vacía, y busca, de sobre las baldosas coloradas, los
cigarrillos y los fósforos. Acuclillado enciende un cigarrillo, y, sin
sacudirlo, entre el tumulto de humo de la primera bocanada, deja caer el fósforo
que, al tocar las baldosas, de un modo súbito, se apaga. Vuelve a acodarse en
la ventana: ahora ve al Ladeado, montado precario en el bayo amarillo, con las
piernas cruzadas sobre el lomo para no mojarse los pantalones. El agua se arremolina
contra el pecho del caballo. Va emergiendo, gradual, del agua, como con
sacudones levísimos, discontinuos, hasta que las patas finas tocan la orilla.
[…]El piso duro y
frío de baldosas coloradas lo hace estremecer cuando apoya en él la espalda
desnuda. Deja los cigarrillos [el Gato] y los fósforos sobre su pecho. Mira el
cielorraso. No piensa en nada. Su piel entibia casi en seguida las baldosas.
Cierra los ojos y respira lento, inmóvil, haciendo crujir ligeramente el
celofán del paquete de cigarrillos depositado sobre su pecho. Llega, hasta sus
oídos, sin estridencias, el rumor de febrero, el mes irreal, concentrado, como
en un grumo, en la siesta”.
El primer párrafo abre la novela Nadie Nada Nunca de Juan José Saer,
aquellos que aprecian su prosa, que sienten como propia la música que de ella
se desprende, son capaces de recitarlo sin error, respetando la respiración del
autor, la respiración de la mirada del autor que mira e indaga y recrea al
ritmo del agua del río y del pasar de los minutos soporíferos de febrero.
Nada, nada; quiero decir por nada en
particular, solo recordar, una vez más
recordar, que Febrero da vida a Nadie
Nada Nunca y Nadie Nada Nunca
califica a febrero, lo define, de alguna forma lo corporiza y cito: “febrero, el mes irreal, concentrado, como en
un grumo, en la siesta”.
Para los que no conocen a Saer, un dato: Saer
nació en Santa Fe en 1937. Su febrero es nuestro febrero, su isla es nuestra
isla y su río es nuestro río.
Un autor, un adjetivo singular, como solo los
auténticos escritores saben descubrir e
instalar.
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