domingo, 24 de marzo de 2013

El otro atardecer



 
Viene al atardecer, todos los días, aunque llueva.
Al principio la acompañaba un niño pequeño, más pequeño que ella, quiero decir, que tendrá unos ocho años, es difícil saberlo porque el cuerpo menudo hace pensar en no más de seis.
¿Tiene algo? es lo primero que siempre dice.
Al principio, yo le daba un par de frutas, entonces, enseguida, después de guardar las frutas en una bolsa de supermercado, esas que se suponen no entregan más,  venía un suspirado: ¿tiene algo para cocinar esta noche?
Al principio, yo le alcanzaba un paquete de arroz o de fideos que también iban a para a la bolsa.   
Al principio, lejos de haber terminado, lejos de poder cerrar la puerta y meterme en las noticias o volver al libro o la computadora y olvidarme o más bien no pensar en el asunto, me encontraba ante una nueva pregunta pronunciada con una imitación de último aliento: ¿tiene dos pesos para comprarle pañales a mi hermano?
Al principio, un día dije no, otro sí, otro no, otro no vengas todos los días, todos no.
Ahora viene tres veces por semana.
Ahora repite las mismas preguntas y en el mismo orden.
Ahora obviamos la cortesía, no nos saludamos, no hay un gracias, ni su consecuente de nada.
Ahora no viene el pequeño.
Ahora, el algo para cocinar, es reemplazo, ella se vuelve específica, dice harina o polenta; a veces dice fideos no, arroz.
Ahora ya no suspira las frases.
Ahora los dos pesos pasaron a ser tres.  
Entretanto llegó el otoño.     

sábado, 23 de marzo de 2013

Escritos sobre el agua



Repaso escritos viejos, escritos truncos o más bien truncados por  temor, haraganería o la respuesta a la pregunta de siempre ¿para qué, para quién?, una respuesta que no cambia, que no ha cambiado en los últimos veinte años: para nada y para nadie.
 Miró una vez más hacia el horizonte, hacia la monotonía sin grumos de la llanura que, a lo lejos, parecía juntarse con el cielo cortando la impresión de infinito.
Claro que si volteara para mirar hacia el otro lado esa impresión  de infinito se derrumbaría repentinamente tragada por la barranca que entra en el cauce salado y marrón, a veces rosado, como cuando se acerca una tormenta, como ahora que el cielo aplasta los aromitos florecidos y achaparrados que siembra el viento en la isla cercana donde las ranas aúllan como gatos formando un coro sin intermitencias que se eleva traslúcido sobre las aguas que han comenzado a encresparse como sus cabellos blancos que viran hacia un marrón amarillento como si estuviesen manchados de nicotina. Los de su padre en cambio eran azulados, blanco azulados y blandos. Los había tenido así desde muy joven, desde que ella se sentaba todavía en sus rodillas esperando un cuento o un caramelo, un caramelo o un cuento o un perro como aquel día que del bolsillo asomó una hocico negro y vulgar y adorable”
Para escribir basta un lápiz y un papel ¿es por eso que tantos escribimos? El día es gris algo acuoso, la mañana está disuelta en una especie de burbuja gruesa que me aísla de los sonidos, el tránsito, el programa matinal de radio de mi vecina que insiste en que soy su primo mientras se pasea en camisón por el pasillo que divide las hileras desparejas de casas pequeñas y simples, el lugar donde espero me encuentre, esperando sin apuro y sin dudar,  la muerte.
Volviendo a la primera opción del por qué los textos se quedan ahí abiertos para siempre escribiéndose a sí mismos –si pensamos que en un potencial lector podría disparar preguntas y las consecuentes respuestas y ser de ese modo completados-, volviendo, entonces, a la primera alternativa, la que produce la no escritura y gesta el vacío, temor, la pregunta que debería hacerme es ¿temor a qué o a quién?  y dejando que de mi mente surjan palabras sin condicionarlas, sin censurarlas, esas palabras son: a leer, a saber. Ese temor a uno mismo, a enfrentarse con lo salido o expulsado y no encontrarse con la fluidez y la tensión y la intriga y por qué no con la belleza que debe desprenderse o elevarse de toda prosa con pretensiones de literatura. Temor al encuentro con ese saber que paraliza.
Pienso que mis textos dormirán para siempre desde el momento en que salgan de mí hacia el papel o la luz del monitor. Mis textos entrarán en la nada olvidable al igual que yo algún día, entonces ¿para qué?
Regresó a la casa. Pasó junto a la mecedora. Le echó una mirada interrogadora al verla balancearse solitaria y tenaz, tal vez algún fantasma, alguno de los que ahora danzan en su cabeza o su corazón  o tal vez era tan solo el viento del sur que llegaba húmedo y cálido como un lengüetazo en plena cara, un lengüetazo pastoso con olor a río, un lengüetazo de río o tal vez un suspiro,  un suspiro venido desde muy lejos o desde muy hondo.
Regresó a la casa, pasó junto a la mecedora, pasó junto al gato y junto a la mesada de la cocina donde una mosca revoloteaba sobre los platos sin lavar. Pasó junto a la puerta del cuarto donde la cama permanecía sin tender y junto al retrato del abuelo Tomás, un cuadro oval con colores planos e irreales donde resaltaban el bigote negro y los ojos sin mirada. Pasó junto a la puerta siempre cerrada del cuarto de Luis y la escalera que conduce, siempre, al mismo tiempo antiguo y olvidado del altillo”.
Mis textos morirán sin haber nacido, sin encontrarse con su otra mitad con su complemento con su alimento vital: el lector.
“La abuela hizo todo aquello antes de entrar al cuarto de baño tomar la decisiva navaja de plata del abuelo y abrirse el cuello atormentado”.

La abuela del relato hizo lo que yo con mis textos, desgargantarlos para que no me hablen, para que no me susurren en las noches, para que no trepen por las paredes o repten sobre los mosaicos o se suban a la mesa como ahora.




domingo, 3 de marzo de 2013

Lo igual y lo desigual





Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemos
                                           Dom Adson de Melk




   Mi vecina me pidió que le mirara su hijo mientras hacía unas compras. Después mirarlo un rato ya me lo sabía de memoria y él a mí, seguramente, también. Mi vecina tardaba más de lo prometido por lo que tuve que despertar mi dormido ingenio de tío tardío y ensayar algunas sonrisas y muecas más o menos graciosas para evitar que el crío llorara como un condenado. Después tuve que correrlo por toda la casa para evitar que vaciara el contenido de todos los cajones y quitarle la cuchara con la que pretendía, a mi entender porque el querubín no habla todavía, que le arrancara un ojo al gato. Incitado por  el estímulo reconcentrado en noventa centímetros de altura y los dos dientes filosos del maxilar inferior del  chiquillo recordé que mi hermana solía pasear en auto a su hijo para que se durmiera dando vueltas a la manzana.
   Con la criatura tomada del dedo logré llegar al R12 que, me pareció, se estremeció al verme con aquel apéndice colgando de mi mano. Después de colocarle el cinturón de seguridad, operación que demandó cinco minutos durante los cuales perdí varios de los pocos pelos que me quedan, logré ponerme en marcha. En la vuelta cuatro el pequeño dejó de gritar y yo creo que comenzó a disfrutar del paisaje, o lo que alcanzara a ver por la ventanilla, porque balbuceaba encantadores monosílabos y bisílabos que incluían únicamente bes, ges, y larguísimas emes lo que hizo suponer se trataba de algún mantra, alguna letanía o algún conjuro desconocidos y altamente calmantes tanto para él como para mí. En la vuelta cuarenta y dos me convencí de que el niño no se dormiría así que tomé Centenario hasta República de Chile y de ahí a la izquierda y después de cruzar las vías ya estábamos los dos  perdidos en uno de esos paisajes santotomesinos poco transitados por turistas urbanos, a juzgar por los bólidos que me superaban a ochenta kilómetros por hora dejando una polvareda suspendida en el aire, camino a la autopista en su afán de evitar el lento reptar a Santa Fe a través del Carretero en las horas pico.
   A un lado de la calle los cascos de estancia, solo los cascos, que todavía quedan y al otro los criaderos de cerdo, mostrando a la vista pero sobre todo al olfato, una estampa que bien podría estar incluida en el infierno de Schultze. 
   Más allá de los cascos se asientan y proliferan los barrios privados con sus casas pudorosas que incluyen cercos de la más diversa índole siempre verde. Barrios con pretensiones de universo, como los cuentos. Barrios acicalados y almidonados, protegidos con porteros ceñudos e intransigentes.
   Al final del camino, la autopista: otro río, gris, con sus camalotes artificiales y coloridos navegándolo a tarifa fija.
   Me decido por el puente, lo cruzo y después del descenso transito la calle paralela a la autopista, me voy deslizando por su asfalto azul, bien pulido; liso. El niño duerme plácido, con la boca un poco abierta de la que asoman dos dientes.
   El hotel, la bandera del Colón, los jugadores, algunas palmeras inmigrantes o intrusas, el final del asfalto, el acceso al club de rugby.
   El regreso, Víctor Hugo autorreferencial en la radio, el sol comenzando a picar, otra vez el puente y abajo el río gris y sus camalotes motorizados. Del otro lado la iglesia en construcción, me distraigo y no alcanzo a leer el nombre, me he quedado prendido en la puerta de doble hoja, de madera lustrosa, adornada con crucifijos dorados. El alero en tirantes.
  Ahora la bandera de Unión, también los jugadores; los mismos movimientos, los mismos sonidos,  bajo otros colores.
   Otra vez los cascos, un basural, algunos carros, el olor…
   Santiago de Chile, Centenario
—Se portó bien Luquita, Gerardo
—Muy bien, dimos un paseo.
—Gracias. Decile chau al señor Gerardo Luquita.