María Rosario Feuillet, arqueóloga, antropóloga,
directora del Museo Arqueológico de Santo Tomé.
La rótula
—Encontré la rodilla.
Encontré la rodilla, fue lo primero que escuché
cuando llegué al sitio de la excavación. Me había levantado temprano y después
de renegar un rato había logrado arrancar el R12. Había desayunado en la
cocina. Café con leche y algunos medicamentos necesarios, aparentemente al
menos. Había subido al auto, había recorrido la Av. Luján desde Sargento Cabral
hasta Roverano; había doblado a la izquierda y había pasado las cuadras hasta
el Museo Arqueológico, pensado en el agua de lluvia escurriéndose hacia el
zanjón inmenso y hacia el río. Hace alguno años la misma agua inmortal había
lavado la calle y descubierto el cementerio, que ahora, otra vez cementerio, no
ya calle, la calle Roverano al fondo y contra el río, aparece cubierto por una
tapa de bolsas de nylon que protege, oculta y hace a la vez de sudario de los
restos de los indígenas que eligieron ese lugar para su descanso eterno, eterno
hasta ahora al menos.
—Así se recibe a un amigo —Facundo me estira la
mano con un mate, lo recibo—, primero se le da un mate y después se le dice
buen día.
Facundo me sonríe y viendo su tez y sus ojos y
sus rasgos, me pregunto cuán cerca se sentirá de algún antepasado remoto que
caminó por el mismo lugar que ahora piso. Abajo, literalmente, dentro de lo que
había comenzado a ser e indefectiblemente terminará siendo un pozo negro,
Rosario y Fernando.
Ella tiene la mano estirada con la palma hacia
arriba y en la palma una pelota del tamaño de un huevo grande de gallina,
achatada por un lado y oscura como la tierra de la que ha emergido incólume
después de más de dos mil años, una bola (vista desde arriba) perfecta y porosa
que ha suscitado las palabras que he escuchado al acercarme al lugar -“encontré
la rodilla”- y que luego, ya libre de la capa de tierra que la recubrió y de
algún modo se convirtió en la máquina del tiempo que la trajo intacta hasta mis
ojos que la ven descansar en la mano
blanca de la arqueóloga mientras declara “la rótula”, ha descubierto con su
aparición y para los expertos, la forma en que descansaba el cuerpo completo,
que venía siendo motivo de asombro y de especulaciones desde la tarde anterior,
momento en que unos obreros que habrían el pozo, tuvieron la fortuna de ser los
primeros en ver y reconocer el hallazgo.
—Espere —, digo a modo de presentación de
saludo.
Saco la cámara y fotografío la mano, y decido,
en ese momento, que esa será la imagen que llevaré para usted, estimado lector.
Gerardo Murillas es de Santo Tomé al día, dice Facundo y Rosario me dice pregunte nomás y
yo le digo yo no pregunto, yo miro.
Así que miro, levanto la vista y veo en frente,
cruzando Roverano, la excavación principal con su tapa de nylon, y unos
cincuenta metros más atrás, el flamante edifico MAST (Museo Arqueológico Santo
Tomé). Es un edificio de líneas geométricas, de rectas y más rectas, de paredes revestidas en
gris con un acabado rústico. Más tarde conoceré el laboratorio y pintaré mi
dedo índice derecho con un pigmento que algún hombre o mujer preparó antes que
Cristo naciera y sentiré algo para lo que no encontraré palabras, lector, así
que disculpe, solo puedo decirle sobre la experiencia “nada” o más bien
“silencio”.
Si estuviera húmedo no podrías sacártelo ni
fregándolo un rato largo, me dirá Facundo y yo, con un fragmento de cerámica
decorada en la palma de la mano pensaré qué pena que no me lo dijo antes, le
habría pedido agua, solo para llevarme ese silencio lleno de palabras que no
puedo encontrar, llevármelo a casa.
Al fondo el río, la calle que va descendiendo
hasta perderse en el río.
—Este está en la misma posición que los otros
respecto de la salida del sol, mirando cada amanecer.
Aunque mis rodillas se quejan me acuclillo y me
asomo al hueco de un metro y medio de profundidad. La arqueóloga se ha
recostado sobre la tierra y trata de imitar la posición del cuerpo para el
registro fotográfico.
—Esta foto no —me dice—, la gente puede
malinterpretar el gesto, pensar que nos burlamos o algo peor.
No voy a decir que me asombró el comentario
porque soy difícil de asombrar y la verdad que hay que reconocer que hay gente,
como quien dice, para todo; pero sí tengo que decir que lamento no poder mostrarle la bella
fotografía de esa mujer recostada sobre la tierra húmeda de ese círculo de uno
metro veinte de diámetro, imitando o más bien tratando de establecer la postura
del cuerpo. De lado con la cara mirando a la tierra, el brazo derecho en ángulo
sobre el pecho sujetando el hombro izquierdo y las piernas en descanso, cadera
rodillas pies formando una línea en zigzag. Otra vez tengo que decirle que solo
puedo hacerle llegar sobre eso la inacabada descripción y la palabra
“silencio”.
Fernando toma la fotografía; después, elige un
elemento, una pequeña espátula y continúa con la constante y paciente tarea de
remover la tierra.
—¿No sentís ansiedad o la controlás? —pregunto.
—Me dan ganas de que venga una pala gigante y
agarre todo desde abajo y poder llevarlo sin tocar nada —me contesta, mientras
alza un bolita diminuta que para mí no es más que un terroncito de tierra
mojada de un par de milímetros de diámetro, pero para su ojo experto es
material fácilmente distinguible: “cerámica”, dice y la pasa a Facundo que se
apura en buscar la bolsa plástica con el rótulo “cerámica” y la guarda.
Me voy, hace calor mucho calor, aún no lo sé pero
mañana cuando vuelva al lugar, las costillas estarán removidas, también los
pies o lo que queda de ellos, solo los brazos que parecen contar algo por su
extraña postura y el cráneo levemente aplastado por el peso de la tierra y los
siglos quedarán en el hueco esperando ser sacados mientras el viento polar
enfría las manos de los tres, ahora solos, Rosario, Fernando y Facundo, solos, asomándose
buscando espiando develando nombrando…
…continuará