lunes, 28 de enero de 2013

La guerra formidable



La lumbalgia puede ser buena para la memoria. Es que después de tres días recostado sobre algunas almohadas calientes como el infierno, imposibilitado provisoriamente para mis caminatas diarias, solo tengo dos cosas para hacer, a saber: navegar la red o mirar televisión y, casualmente,  quiero decir por azar, desvelado y adolorido fui a dar con el tema del voto calificado, tema que los que caminamos desde hace rato, podemos rastrear en nuestra memoria si viene al caso, como pasa cada vez que se reflotan temas con más años encima que Matusalén.
Así, digo, por azar y luego por esas redes que el azar trenza para volverse previsible lo primero que encontré fue una serie de fragmentos de discursos de líderes tan distantes el uno del otro en kilómetros como en otras cuestiones como Obama y Correa, coincidiendo asombrosamente en un punto que, nobleza obliga por solidaridad con mis colegas y convención aceptada por la RAE llamar álgido, aunque álgido signifique frío muy frío y el tema en cuestión sea más bien una brasa caliente que ha pasado -siguiendo con su costumbre de dar saltos que le aseguran la inmortalidad, gracias a nosotros, hombres y mujeres de buena voluntad- a este siglo también. Y el punto de la coincidencia era precisamente el voto, el voto como herramienta en mano de los pobres, los débiles, dejando la herramienta de los medios de comunicación para los poderosos. Bien; débiles, poderosos, débiles, poderosos; la eterna, la única y verdadera diferencia que ha separado, que separa, ¿qué separará? a los hombres.
Poderosos, un buen sinónimo de poderosos podría ser poseedores, ¿de qué?, según las épocas y las latitudes…de ejércitos, de esclavos, de oro, o todo junto por qué no, por citar algunos ejemplos que evitan entrar en la coyuntura, ya que mi intención es otra y hay muchos y mejor calificados que yo para hacerlo, decía,  poseedores de aquello que les asegura la obtención de la posesión más valiosa, la libertad de decidir y aún más de imponer sus decisiones.
Débiles: uno de los sinónimos de débil es pobre, y si abrimos la palabra pobre, si la llevamos a una lluvia de asociaciones algunas gotas podrían ser, dependiente,   indefenso.  Dependiente de, indefenso ante, y acá lo dejo, estimado lector, completar, completarme ¿dependiente de quién? ¿Indefenso ante quién? y ya que esta, ahora que completó la frase, siga el juego y vaya más allá o más atrás y piense cuándo el mundo, este mundo nuestro, no ha andado rotando alrededor del sol, dividido o más bien partido, por estos antónimos que ahora enfrentan nuevas formas de oponerse en los conceptos de voto universal y voto calificado.
Dije al principio que la lumbalgia es buena para la memoria y debe ser nomás, porque mientras escribo estas líneas me llegan a la mente imágenes de ciencia ficción, tal vez de algún cuento o novela, tal vez de Viaje a la estrellas, que muestran una sociedad utópica, una sociedad cuya evolución humana ha resultado en una igualdad que deshace por decirlo así los antónimos en que nos encontramos empantanados y aparentemente, si se me permite, yo diría, que a gusto.








sábado, 19 de enero de 2013

Otro Enero



Cuatro y media de la mañana, desvelado. La torre babel a punto de desplomarse sobre mi mesa de luz. Miro la pila inestable de libros algunos a  medio leer, otros apenas espiados, otros esperando la relectura que no llegará nuca, algún que otro Best Sellers acumulando tiempo de espera desde hace siglos.
Por azar, Oliverio Girondo –sus poemas‒ hacen equilibrio en la cúspide de la torre. Tomo el libro y abro una página cualquiera, así se leen los libros de poesía, decía mi padre, se abren y lee un poema o un verso y se abandonan hasta el próximo insomnio o la próxima siesta agotadora de enero o alguna lluvia intensa se abril. Alta noche es el título que ofrece la hoja amarillenta, adecuado, pienso, todavía está alta la noche, y leo  



Oliverio Girondo

Alta Noche
De vértices quemados
de subsueño de cauces de preausencia de huracanados rostros que
trasmigran
de complejos de niebla de gris sangre
de soterráneas ráfagas de ratas de trasfiebre invadida
con su animal doliente cabellera de líbido
su satélite angora
y sus ramos de sombras y su aliento que entrecorre las algas del
pulso de lo inmóvil
desde otra arena oscura y otro ahora en los huesos
mientras las piedras comen su moho de anestesia y los dedos se
apagan y arrojan su ceniza
desde otra orilla prófuga y otras costas refluye a otro silencio
a otras huecas arterias
a otra grisura
refluye
y se desqueja.

Girondo murió un enero, en Buenos Aires, donde también había nacido setenta y seis años antes.

lunes, 14 de enero de 2013

Un Enero



Enero, el mes fantasma. La ciudad vacía, titulan los diarios y el noticiero local. Yo la veo ocupada, abarcada por el verano agotador. Sobre el asfalto, a unos cincuenta centímetros del suelo flota el verano; un hálito que deforma las cosas, las borronea, las vuelve irreales, desconocidas. Los sentidos también se afantasman, como el paisaje sin bordes de enero; se deforman, se embotan. Como un corolario de las fiestas como si el alcohol de las fiestas se quedara para nublarlos, los sentidos se dilatan, los recuerdos afloran merodean se instalan sobre la siesta larga y ardiente.  
La playa a pleno sol, la isla oculta por el fantasma, el olor del verano obnubilando, taladrando, buscando, encontrando ese recuerdo que cada  Enero exige su liberación, su encuentro con el presente, primero a través de mi madre, en su cama agónica y ahora cada año a través de mí, de mis ojos cerrados por el resplandor. Un recuerdo contraído una y otra vez, cada Enero:  
Miró una vez más hacia el horizonte, hacia la monotonía sin grumos de la llanura que, a lo lejos, parecía juntarse con el cielo cortando la impresión de infinito.
Claro que si volteara para mirar hacia el otro lado esa impresión  de infinito se derrumbaría repentinamente tragada por la barranca que entra en el río salado y marrón, a veces rosado, como cuando se acerca una tormenta, como ahora que el cielo aplasta los aromitos florecidos y achaparrados que siembra el viento en la isla cercana donde las ranas aúllan como gatos formando un coro sin intermitencias que se eleva traslúcido sobre las aguas que han comenzado a encresparse como sus cabellos blancos que viran hacia un marrón amarillento como si estuviesen manchados de nicotina. Los de su padre en cambio eran azulados, blanco azulados y blandos. Los había tenido así desde muy joven, desde que ella se sentaba todavía en sus rodillas esperando un cuento o un caramelo, un caramelo o un cuanto o un perro como aquel día que del bolsillo asomó una hocico negro y vulgar y adorable.
Regresó a la casa. Pasó junto a la mecedora. Le echó una mirada interrogadora al verla balancearse solitaria y tenaz, tal vez algún fantasma, alguno de los que ahora danzaban en su cabeza o su corazón  o tal vez era tan solo el viento del sur que llegaba húmedo y cálido como un lengüetazo en plena cara, un lengüetazo pastoso con olor a río, un lengüetazo de río o tal vez un suspiro,  un suspiro venido desde muy lejos o desde muy hondo.
Regresó a la casa, pasó junto a la mecedora, pasó junto al gato y junto a la mesada de la cocina donde una mosca revoloteaba sobre los platos sin lavar. Pasó junto a la puerta del cuarto donde la cama permanecía sin tender y junto al retrato del abuelo Tomás, un cuadro oval con colores planos e irreales donde resaltaban el bigote negro y los ojos sin mirada. Pasó junto a la puerta siempre cerrada del cuarto de Luis y la escalera que conduce, siempre, al mismo tiempo antiguo y olvidado del altillo.
La abuela hizo todo aquello antes de entrar al cuarto de baño tomar la decisiva navaja de plata del abuelo y abrirse el cuello atormentado.
Así me contaron la historia cuando tuve edad para entender que la gente hace lo que puede o lo que cree que puede o debe y sobre eso no hay nada que pueda hacerse o decirse. Me contaron esa historia a la que sin embargo asistí, al menos en parte porque aquel verano mamá pasaba unos días en el campo cuando al regresar, presurosa, conmigo de la mano y la tormenta sobre nuestros talones al entrar en la casa –según dijo una y mil veces después- presintió que algo andaba mal o algo fuera de lo común ocurría o por mejor decir ya había ocurrido y permanecía estancado en el aire quieto que precede a la lluvia, esperando ser descubierto. Algo que podía olfatearse y presentirse como la lluvia misma que comenzaría a caer precedida del grito del trueno interminable o fue el grito interminable de mamá que se superpuso al  otro, el del trueno, metálico y cegador.
Mamá gritó mamá; un mamá agónico y fantasmal que quedó suspendido sobre las cosas de la casa para después depositarse sobre ellas y los muebles y el piso, como una pátina pegajosa que mamá refregó durante días después del funeral.
Mamá gritó mamá y yo, que me entretenía fastidiando al gato grité a su vez mamá, también grité mamá probablemente por no saber qué más gritar.
Mamá gritó y yo grité y el gato saltó de mis brazos corrió por el pasillo entró la baño   y patinó sobre la sangre a medio coagular, de este detalle supe mucho tiempo después, claro está, porque aquel día mamá salió del baño con los ojos enormes y me sacó del brazo hasta la galería y me sentó en la mecedora y me dijo te quedás acá, ¿entendiste, Gerardo?, te quedás acá no te movés, ¿entendés? no te movés y algo en su voz y algo en sus ojos enormemente abiertos y fijos me hicieron asentir en silencio y obedecer.
 
Y el regreso, al atardecer con las sombras de los bañistas y la mía propia alargándose sobre la arena. El regreso al presente con la lengua amarga y pastosa.
—¿Gerardo una cerveza?
—Sí, claro, pará que me levante que me parece que me acalambré.
—Los años no vienen solos.
—No vienen con recuerdos.