jueves, 30 de mayo de 2013

De puño y letra








Diego Reynoso Mántaras, presidente del Instituto Belgraniano del Litoral, ha buscado, encontrado y publicado, el documento que prueba de puño y letra de Manuel Belgrano que el patriota descansó en Santo Tomé camino al Paraguay, tal como lo relata la tradición oral santotomesina.

"Dejé al teniente Coronel Balcarce la comisión del embargo de la artillería, las municiones, plata y demás en el paso de Santo Tomé, porque se me acabó la paciencia para espe
rar más tiempo esas pesadas carretas, a que daría fuego de la mejor gana. Sólo esos útiles faltan para ponerme en marcha". Manuel Belgrano




Es martes. Amaneció con alerta meteorológico y una humedad bien santotomesina y otoñal; esa humedad bien conocida por las camisas de los hombres y el pelo de las mujeres; esa humedad que lame las veredas y los ánimos. Mi vecino amaneció con ganas de barrer así que ató una caña a continuación de otra y le entró a dar al fresno del frente de su casa y no paró hasta dejarlo limpio de hojas y ya que estaba de alguna que otra rama joven.
Yo me encaminé para el río en busca de algo de brisa y soledad. Subí por la calle asfaltada hasta la barranca y me disponía a bajar a la playa cuando escucho una voz familiar
—¡Murillas!
Era Tomatis, lo supe de inmediato, me di vuelta y lo vi sentado debajo del Algarrobo Histórico. Tenía las piernas abiertas, los codos apoyados en las rodillas y las manos le colgaban en medio; de una pendía el mate, de la otra el termo. De los labios un cigarrillo.
Qué hacés Tomatis, digo además de tomar mate.
—Me lamento.
—¿Ya te enteraste?
—Sí.
—Al final era cierto nomás, Tomatis.
—Sí.
—Te ganaron de mano.
—Sí.
—Estás caliente.
—Sí.
La última vez que vi a Tomatis fue en la costanera, bajo la sombra del algarrobo oralmente histórico, solo que el que mateaba yo. Ahora lo encuentro, monosilábico y ceñudo bajo la misma sombra del mismo algarrobo certificadamente histórico de puño y letra por el mismísimo Manuel Belgrano. En aquella ocasión, las cosas habían ocurrido más o menos así:  Yo explicaba que lo del algarrobo histórico era  nueva obsesión, que Tomatis andaba diciendo que la historia primero se escribe y después existe y lo del algarrobo no podía quedar sin resolverse por mucho tiempo más porque se nos iba a caer en la cabeza en cualquier momento.  Reuerdo parte de la conversación, yo le había dicho que al menos estábamos seguros de la edad del árbol, y la cuentas cerraban. Él me había mirado asombrado y yo dándole un mate le aclaré que Instituto Belgraniano de Santo Tomé se ocupó de hacer estudiar la edad del algarrobo y los resultaron fueron que tiene más de doscientos años, lo cual era un alivio, por cierto.  También le comenté de los brotes que esperan tener el tamaño adecuado para ser trasplantados, en memoria del original que todavía resiste.
Entonces Tomatis me dijo que había que apurarse para que quedara por escrito cómo fue el asunto del presunto descanso del General bajo la presunta sombra. Después se levantó como dudando, pidió otro mate y me dijo: sebás el peor mate que conozco Murillas, pero dame otro.
En aquella ocasión, como tampoco lo haré ahora, le nombré a Saer, no le recordé que en junio de 2005 se le había muerto el autor, que sin autor se había quedado congelado en La Grande.  No se lo nombré entonces pero no hizo falta, como no hace falta ahora.
Ya por entonces Tomatis andaba tras el documento que prueba nuestra afirmación histórica incluida en la tradición oral, a saber: el General, camino al Paraguay,  descansó en Santo Tomé  a la sobra del algarrobo según pudimos conocer en el cuarto grado de la escuela primaria, cualquiera fuera la primaria a la que asistiéramos siempre que fuese santotomesina, claro está, porque en ninguna otra ciudad ni siquiera la más cercana, la ciudad a una piedra bien tirada sobre el río, se hablaba de nuestro afamado y beneficiado árbol. Reynoso, al igual que todos, escuchó a su maestra repetir la historia una vez más, pero a diferencia de todos, quedó prendado de la anécdota. 
El documento no era desconocido por los historiadores, tan solo yacía olvidado, sin que se difundiera como corresponde o como dice Tomatis, como los dioses mandan.    
Pues bien, según Tomatis, un tal Reynoso Mántaras le ganó de mano encontrando en el Instituto Nacional Belgraniano el documento que prueba e inscribe en la historia el paso de Belgrano por nuestra ciudad, quitándole la gloria que mi viejo amigo creía merecer y tras la que había andado durante un tiempo.
—Documentos para la Historia del General Don Manuel Belgrano, tomo III, volumen I, 1998, página 281, para ser más preciso –me aclara Tomatis, pisando el pucho y después juntándolo y guardándoselo en el bolsillo—. Una ciudad más limpia —me dice con una mueca.
Cosas de Tomatis, como el asunto de Las Nubes, aquel manuscrito encontrado en casa de Washington Noriega, que lo tuvo desvelado hasta que concluyó que debió haber sido una novela, nada más.  
—Reynoso Mántaras preside el Instituto Belgraniano del Litoral.  
—Ya sé —me dice Tomatis y me pasa un mate lavado o como él dice: camaloteado—, no es que los historiadores no supieran del oficio que Belgrano mandó a la Junta, es que por acá nadie lo había visto y menos hecho leer por todos.
—Estás viejo para andar envidiando ché —le gruño mientras el agua hervida me quema el gañote.
—No hay caso Murillas, no me va a queda otra que escribir la novela en verso.
—En eso pensaba.
 

martes, 21 de mayo de 2013

Rastros en la niebla




La agrupación HIJOS en Santo Tomé, en el marco del segundo encuentro “Lunes con la memoria”
Foto: Jorgelina Urrutia  


Son las diez de la noche y al menos, en las inmediaciones de la plaza Libertad, la ciudad se encoge de frío. Hay niebla, la misma niebla que debió cubrir los rostros y las manos de los desaparecidos santotomesinos. La misma que ahogó sus gritos que hoy, hace un par de hora atrás, en la sede de la Dirección de Cultura y Educación, hicieron escuchar miembros de la agrupación HIJOS.
Tric, tric. Había olvidado este sonido. Lo escucho de los labios de una mujer joven, hija de desaparecidos. Lo escuché antes, también en los labios de una mujer, hace algunos años, una mujer que declaraba en el juicio a los genocidas. Ahora otra mujer me lo recordaba. Tric tric, risotadas; tric tric. La anécdota fue reproducida ante unas cincuenta personas que ocupaban la sede, muchos de ellos eran jóvenes, muy jóvenes.
Tric, tric, gritaban los asesinos; le gritaban a la madre de una víctima santotomesina de la dictadura, de una asesinada, de alguien que la agrupación HIJOS hace que no sea olvidada, la nombran y asocian su nombre y sus dieciséis años al ruido. Tric tric, un ruido inocente convertido en aterrador por bocas asesinas y no conformes, no conformes, también burlonas, que ríen, que gritan tric tric.
Una madre barría bien temprano la vereda, una vereda santotomesina, no importa cuál. A esa hora su hija yacía muerta en una vereda santafesina, tampoco importa cual, en una vereda la madre en una vereda la hija. Tric tric, los asesinos se sabían asesinos, los asesinos sabían de la madre, de la escoba y de la vereda limpia y de la otra vereda, sucia por la sangre de la hja; la madre se sabía madre, la madre no sabía que ya no ya no tenía una hija.
De eso se trata, de no olvidar. Eso dicen los panelistas, esos hijos sin padres.
Pero hay más, no se trata solo de no olvidar.
Los rostros importan los nombres importan, ciertamente, usted, estimado lector, puede encontrarlos en cualquier artículo aparecido seguramente hoy o tal vez mañana o en alguno aparecido ayer y que anunciaba el encuentro: el segundo lunes santotomesino por la memoria. Decía que los nombres y los caras en el panel, esas caras jóvenes cuentan, pero ellos se encargan de aseverar que más aún cuenta que haya más caras, que haya más nombres, que haya más manos contando y comienzan a contar. Cuentan para que otros también cuenten, cuentan con pasión y cuentan con calma; la de ellos es una pasión exenta de exaltaciones reales, o impostadas. Cuentan lo que los jóvenes que ocupan las primeras filas de sillas no saben o saben de oídas. Les cuentan y les muestran caras, otras caras, caras que niegan la culpa y el arrepentimiento como la del Juez Víctor Brusa; son caras que no piden; que no pedirán perdón.
—Mamá dejó el bebé en la cuna y abrió la puerta. Entraron muchos hombres y tenían medias en la cara, no se les veía la cara y le decían algo no sé qué le decían. Yo la seguí a mi mamá porque la llevaron al patio y le pusieron las manos así atrás y con un palo le pegaban en la espalda y después se la llevaron.
El sobreimpreso en el video informaba el año de aquella inusual entrevista a una niña, era 1985
—¿Y no la viste más a tu mamá? —el acento español delata la nacionalidad del entrevistador y entiendo que también el lugar, el país donde ocurre la entrevista.
—No.
—¿Y tus abuelos te dijeron por qué, qué te contaron?
—Sí, me dijeron —aquí, la niña de unos diez u once años, simplemente llora. Se pasa la mano por la cara para sacarse, para arrojar las lágrimas que ruedan por sus mejillas, y continúa hablando, pero su voz no es la misma y mira el suelo—. Mi mamá quería algo mejor para todos.
Escucho un removerse de cuerpos sobre las sillas plásticas que llevan escrito a fibrón negro “cultura” en la parte de atrás del respaldo, miro el respaldo, miro cualquier cosa para no mirar los ojos de la niña del video.
El estado de los juicios en Reconquista, la causa por la muerte de la testigo Rafaelina Silvia Suppo, asesinada en un episodio, al menos, sospechoso, etcétera, etcétera, etcétera. La anécdota importa, los datos importan, pero más importan las voces y las manos alzadas de los jóvenes. Escucho preguntas; escucho respuestas.
—¿Qué sintieron con la muerte de Videla?
—¿Cómo se protege a los testigos en Santa Fe?
Etcétera, etcétera; una reflección, un par de denuncias. No espero los aplausos finales, salgo a la niebla y me pierdo en la niebla camino a casa, me fundo en la niebla camino a casa. Una niebla que nunca más podrá ocultar a los genocidas.
 

sábado, 18 de mayo de 2013

Los puros -una noche de amor-



La noche es cálida. Como cada viernes camino hacia el Centro Cultural. El reloj de la torre de la Inmaculada me empuja así que a diferencia de otros viernes miro por dónde piso, ignorando el paisaje cotidiano y a los santotomesinos. Me concentro en el piso que pasa bajo mis pies como una cinta que cambia de textura y colores. También veo mis zapatos. Debería comprar unos nuevos. Comienzo a sentir los efectos de la caminata atlética en el cuello de la camisa ajustado por la corbata y en la espalda excesivamente protegida por el saco.
La cola para ingresar a la sala se extiende ansiosa sobre la vereda, ondea, se retuerce, vuelve a ondear. Esta semana llenarán otra vez.
—Gerardo, va a ver una obra hermosa —Romina Brea, subdirectora de cultura pasa rauda y el comentario que me lanza ha sido su modo de saludarme.
Compro mi entrada, me paro en la cola en el momento en que abren la doble puerta de la sala.
—Gerardo, justo hablábamos de usted, decíamos que qué raro que no hubiera venido.
Soy el último en entrar, la tardanza imprevista e inoportuna me obliga a resignarme a encontrar una butaca cualquiera lejos de mi preferida en el centro de la tercera fila. Cometo el error de sentarme adelante, en la última butaca de la derecha. Un gran error que pagarán mis cervicales.
El escenario está abajo, muy cerca del público, a escasos cuarenta centímetros del piso, como la semana pasada; es como un extendido escalón delante del escenario principal.
Por única escenografía un marco que cuelga, no detrás sino delante, sobre el proscenio. No puede ser un cuadro o ¿si? El tiempo irreal de la obra me develará que no es un cuadro; es un espejo.
El primer personaje hace su ingreso, va vestido de negro y nos cuenta un sueño que ha tenido, es sombrío, aterrador; evito intentar descifrar su significado, quiero escuchar. El texto es poético, imposible improvisarlo ante un olvido. Fluye desde el tablado como una cascada o más bien como la corriente oscura de nuestro río cuando amenaza salirse de su cauce.
El personaje se retira por una de las patas para regresar arrastrando una cama ortopédica donde una mujer anciana yace postrada. El personaje -encarnado en Marcos Martínez- más que caminar se arrastra trabajosamente por el escenario. El actor con su cuerpo, con su voz, sus ojos, nos hará sentir el esfuerzo de moverse, de hablar, de vivir, que acompañan a la vejez y a la enfermedad, pero no habrá pesar ni esfuerzo en la risa, ni en la complicidad en el amor, ni el juego al que se presta esa pareja.
La hora siguiente se percibe como un instante -se fuga-, un sopor del que nos rescata las campanadas del reloj de la Inmaculada que irrumpen en el silencio de la sala, inundada por la voz de María Victoria Dávila, una voz que se interna y desgarra; las mismas campanadas que no logran deshacer la energía de las miradas de los actores que, aunque están perdidas una en la otra, desprenden una luminosidad intensa.
Durante toda la hora he sospechado el final de la obra pero no me importa, quiero decir, que aunque no me sorprenderá no me importa, no es la sorpresa lo que vine a buscar en guión de Serruya. Alertado por un amigo de aquello que precede a un dramaturgo, de aquello que hace que recordemos su nombre, la habilidad dramática -permítaseme el término-, decía que alertado vine a buscar lo que encontré y más porque los diálogos y los breves monólogos de los personajes fueron -son, ya que a diferencia de los reales, existen y existirán por siempre- un manjar para saborear más de una vez, si fuera posible.
No me incomodó ganarme el dolor cervical, ni haber escogido un ángulo desfavorable para apreciar las actuaciones, sobre todo la de ella, la de Adriana Rodríguez, que con la cabeza que se erguía sobre una almohada, como única herramienta, la cabeza y esos ojos, y esa boca pintarrajeada, deslumbró y, al menos a mí, me asombró.
La historia no se la cuento, ni la deshojo, ni nada, porque Los Puros, de Alberto Serruya, es una historia y más y es ese más lo que intento contarle, estimado lector de mi columna aislada.