viernes, 22 de noviembre de 2013

LA CIUDAD DIBUJADA …hoy, lejos de las bicicletas de la costanera

Barrio Las Vegas, tierra, sol, cunetas, sol, agua servida, sol, algunas madres, niños, sol y más sol.
El Centro comunitario se levanta, blanco, al sol, paredes blancas, piso de mosaicos, esos que llamamos de granito, con pintas negras y blancas. Destaco el piso porque las casas que conozco en Las Vegas, no tienen piso, algunas ningún tipo de piso, sólo tierra apisonada, otras lo tienen de cemento, un cemento que se va rajando y oscureciendo como los pies que lo pisan sin calzado, porque es verano o porque no hay calzado con qué pisar el cemento, o la tierra apretada, como los dientes y como el deseo.
A las cuatro de la tarde las puertas del Centro Comunitario están abiertas, allí, los días de semana funcionan diferentes talleres municipales del programa “Viví tu barrio”. Es el día de la muestra anual y coordinadores y asistentes exponen el producido durante el año; también dan testimonio sobre la experiencia.
Estaciono el R12 a unos metros del lugar bajo un árbol único.
Entro, saludo, me siento.
Érica Firbeda coordina los talleres, la veo serena y sonriente, mirando con atención, alentando, felicitando, agradeciendo.
Escucho una grabación imprecisa del taller de radio. Veo la imprecisa coreografía de un gato y una chacarera. Los alumnos no pueden asistir de forma continua a los talleres y los coordinadores, lejos de sentarse a esperar, militan su trabajo, andan el barrio, buscan los chicos, los alientan, los contienen; en estas consideraciones los testimonios de los coordinadores se repiten.
Salimos del salón a escuchar al taller de murga, por el calor y para no quedarnos sordos. Encuentro la foto, eso creo, me sé pésimo fotógrafo así que cuando llego a casa y enciendo la computadora la foto no está o por mejor decir está pero no dice, estimado lector, lo que quería decirle con ella, así que elijo otra, pero no me resigno a no mostrársela así que se la cuento: yo miraba una niña con el pelo color zanahoria y pecas en las mejillas y cuando creí que allí estaba mi foto para usted, lector, entonces, por azar nomás, porque giré un poco la cabeza, lo veo, o más bien le veo los ojos al niño, la mirada, esa que no capté con la cámara, esa que seguramente hace que para cada uno de los coordinadores el trabajo valga la pena. Azota el tambor reconcentrado en no perder el ritmo y los ojos, negros los ojos, como quien dice, le van brillando por toda la cara hasta bajar a las manos que saltan al ritmo de los palillos del tambor.
“No, no vino, los otros días le pegaron delante mío” no alcanzo a saber quién le ha hablado a quién entre las mujeres que coordinan los tallers donde los asistentes se repiten, según pude entender, así que de algún modo los comparten, a los niños y a sus realidades elajadas de las bicicletas de la costanera. Las mujeres se vienen acercando al círculo de tambores rojos y amarillos que han formado los pequeños murgueros. Decido no indagar. Estoy disfrutando, hace calor y no quiero saber demasiado.
Un par de minutos de ruido intenso, desacompasado preceden al logro, de pronto la murga suena en la tarde, repiquetea bajo el sol y las sonrisas aparecen.
Después de los aplausos regresamos al salón. Alguien comenta sobre los que no entienden nada y han roto cosas en el Centro Comunitario, vandalismo dicen, a pesar del vandalismo dicen, acá estamos y muestran.
Sobre un tablón los puntos equidistantes del crochet y sobre una mesa la madera lijada, pintada, dominada por los chicos del taller de carpintería. Detrás, sobre una pared, los dibujos del taller de artes plásticas. No conozco el nombre del coordinador, Tincho lo llaman. Edisto Hernández, me apuntan.
Algunas consideraciones sobre los trabajos, algunas precisiones sobre la obtención de colores y cosas que escucho a medias hasta que una frase que va a repetir para los distraídos capta mi atención: ellos no son todo el tiempo niños.
"Ellos a veces son hombres, no sé si me entienden, no sé si entienden lo que quiero decir", más que aclarar, inquiere el coordinador, creo que la voz se corta un poco, solo un poco y solo una fracción de segundo en mitad de la frase, “ellos no son chicos todo el tiempo”, los señala, los abarca con los brazos.
"Yo busco que las dos horas que pasan acá sean chicos, jueguen, sean felices esas dos horas nada más".

Los papeles en la bolsa, va gritando Firbeda y los niños se acercan y van llenando la bolsa con los envoltorios de los alfajores de chocolate que son su premio al esfuerzo. Un nena de rosa está parada junto mí y junto a ella, sobre el suelo, el papel dorado y arrugado por el apretón.
Ese papel es tuyo, me parece, le digo porque la he visto tirarlo al suelo.
No, me contesta.
Me voy riendo.

 

viernes, 8 de noviembre de 2013

LA CIUDAD DIBUJA....hoy, las siete de la tarde



 
La costanera... la ando, como una oruga anda el tronco de un árbol entre músculos exigidos, la ando, entre caderas y caras enrojecidas, la ando. La ando, la voy mirando.
Diáfana, relumbra bajo el sol, se estirada, bosteza sudores y patines con trenzas mientras la ando.
Una jovencita corre aferrada a la correa de un perro que corre; corre o vuela y va dejando un halo de perfume a vainilla donde flota una cabellera imposible.
Las mujeres prefieren la compañía, combinan el bamboleo de sus caderas con la charla animada.
Los hombres prefieren trotar concentrados en la respiración agitada, algo como un bufido que los precede y los excede, una burbuja dentro la cual van sudando y golpeando rítmicamente el suelo.
Un niño levanta el boguero y el anzuelo aletea peligroso hasta enredarse en una mata de pelo cano que vigila el pie del niño, que asoma más allá del borde de cemento como espiando la correntada donde un pez salta haciéndose visible fuera del agua.
—¡Abuelo abuelo! —el niño señala el agua, el movimiento huidizo del pez.
El viento costero alza la voz y el niño alza la caña y la línea liviana y el anzuelo liviano que planean unos segundos antes de caer al agua.
El hombre del bastón, el que antes trotaba y cruzaba el río, el que trotó y cruzó el río  a nado y en zigzag por años, siempre a la misma hora, esquiva las miradas por timidez o tal vez exilio al interior.
Choco, como quien dice, contra los pilares del puente y como esos autitos a pila, cuando topan con una pared, reboto y doy la vuelta y sigo caminando.
Una mujer me ofrece pan casero -recién hecho, me dice- y la voz de un niño asciende desde mis rodillas
—¿No quiere un perrito señor?
Digo no y el niño se aleja. Lo veo aferrarse a la falda de su madre, señalarme y abrazar con fuerza al cachorro.
Desciendo las escaleras y me siento frente al río, extrañamente no puedo verlo, lo escucho pasar rumoroso, como siempre, pero no puedo verlo, solo veo un carro que dejé atrás, pudriéndose al sol, un carro y sobre él un hombre oscuro, oscuro el pelo, la piel, oscura la remera, los ojos oscuros y el mirar y a su lado veo un niño que apenas ha dejado de ser un bebé, un niño blanco, blanca las mejillas, las manos tan blancas; blanca la remera la sonrisa la boca, la mirada.