domingo, 21 de septiembre de 2014

LA CIUDAD DIBUJADA…hoy, las moras de Septiembre


La Iglesia Inmaculada allá al fondo, como una estampa, como un decorado de película de las de antes, esas que tenían los paisajes del set de filmación pintados en yeso o en cartón, nunca supe. Al fondo, si uno se para en la vereda de la escuela Juan de Garay o, si uno se coloca ahí, como dibujado o para una foto de turista frente a la gran fachada centenaria y amarilla o marrón o beige, según el ojo del que mire, si es hombre, porque si es mujer seguro encuentra otro nombre para el color, seguro una mujer diría cremita o café con leche o algún otro que no se me ocurre pero a una mujer sí se le ocurriría tratando de mostrar de describir el color lo más exactamente posible.
En frente, digo, en frente de donde estoy parado ahora, de espaldas a la fachada de color, indefinido entonces, entre el marrón y el beige, la plaza y en plaza los juegos nuevos o modernos, esos que han reemplazado en muchas plazas las hamacas anchas de madera gruesa y dura donde las madres podían sentarse y cargar a sus críos para mecerse junto con ellos canturreando o dando grititos de alegría o gritando volamos volamos, avión avión, más fuerte más fuerte…
En frente entonces, la plaza, a mis espaldas, la escuela dando la bienvenida con un cartel donde puede leerse en letras de varios colores: Maratón Nacional de Lectura 2014; la escuela donde, hasta hace un rato nomás un grupo de jubilados volvieron por un rato a las aulas. Viéndolos desde una ventana o puerta indiscreta asistí a una de esas transformaciones invisibles para algunos espíritus poco atentos. El viejo, la profesora retirada hace largo rato, la reciente jubilada, la mujer gorda, todos, comenzaron, ni bien se pararon frente a los niños a desdibujarse dentro de sus cuerpos que hace rato pasaron los cincuenta y hasta los setenta y mientras su voces se elevaban junto con sus manos sobre las cabezas inquietas, se irguieron y estilizaron, se redujeron hasta la altura de los pupitres, se blanquearon se abrillantaron y comenzaron a flotar. Al hechizo, cada vez y en todas las aulas, lo disolvió el aplauso o la voz de la maestra, la maestra y sus palmas llamando al orden y su sonrisa de anfitriona experta.
Al frente, entonces, La Inmaculada, la plaza, los juegos, un manojos de críos, algunas madres, un par de abuelas.
Miro a derecha e izquierda antes de cruzar y al mirar a la izquierda leo el cartel del supermercado, “Petrelli”, leo; repentinamente me parece un tanto extraño, digo, repentinamente, después de treinta años de mirarlo y saberlo ahí como parte del paisaje. La mente tiene, como quien dice, esa costumbre de volver ajeno, desconocido y lejano lo que antes, antes de la muerte, había sido cercano, cotidiano, certero. La muerte de Petrelli me ha vuelto desconocido el apellido del hombre que lo portó, lo ha vuelto un dibujo sobre una fachada, solo un cartel, una serie de signos que irán perdiendo su significado, el que tenían hasta la muerte del dueño, el que todavía tiene para algunos, que como yo, lo conocieron; el tiempo, digamos que eso, el tiempo, hará lo que hizo a las hamacas de la plaza; hará lo suyo.
Cruzo; apuro el paso a causa de un automovilista que aunque me ve lanzarme a la calle no aminora en nada la marcha, más bien me da la impresión de que eleva la velocidad.
Camino.
Atravieso la plaza, la plazaparque, la plazaparquejuegocanción, despacio la voy atravesando, y al levantar la mirada veo, rosadas aún, las primeras moras que anuncia septiembre.

sábado, 13 de septiembre de 2014

LA CIUDAD DIBUJADA…hoy, ensayo sobre la luz




El cielo encapotado, el cielo liso y cercano y la luz filtrándose a duras penas con ese color sucio ni gris ni blanco sin poder abrirse paso, empujando, empujando como un deseo increíble, como un preso, como un tigre o una mujer que a veces pienso es lo mismo, como esa mujer que se asoma a la puerta.
La veo está descalza y tiene el pelo sujeto, está descalza y se refriega las manos. La casa tiene piso de cemento y es cuadrada; un cubo en medio del pasto que ha comenzado a crecer. Un cubo gris como la luz, un cubo bajo aplastado sobre el pasto, un cubo que se recalienta en verano y se hiela en invierno. Un tejido de alambre la rodea -a la casa, al cubo-, un tejido un tanto derrumbado por el peso de sostener  la ropa tendida a la luz cansada de hacer fuerza, una luz que no calienta nada, que parece que enfriara, una luz que no seca nada, que parece que mojara.
El R12 rueda por la calle a la que la luz no alcanza a llegar, no alcanza a iluminar y por esa razón parece invisible, parece que no existiera y da la impresión de que el R12 flota más que rueda.
La Avenida Luján de asfalto, de semáforos, de comercios, de autos acelerados, ha dado paso a la calle de tierra que la luz del amanecer se niega a iluminar; la luz de este falso amanecer de sábado que recién empieza y que durará todo el día, falso y alargado sobre la mañana, esta luz de amanecer corrompido que se quedará hasta la tarde, hasta la noche, hasta que la noche se la trague, no ilumina la calle ni las cunetas ni los perros todavía dormidos sobre las veredas abandonadas.
Más allá, adelante, a unas seis o siete u ocho cuadras idénticas está Roverano con su anchura bordeada de zanja, su dureza inmune a la lluvia, ese ripio insultante para, por ejemplo, 4 de Enero, que se angosta desde la esquina curvándose también un poco y después se va como derritiendo, se va como hundiendo y alzándose con cada pie con cada bici con cada auto o carro o chatarra que la pisa y la moldea como un dios cualquiera y mal parido inmune a la queja y al llanto, un dios burlón, sin sentido y sin conciencia de la formas.
Asentado aquí y allá el crédito para la vivienda alza carteles y casas que se elevan apuradas en un intento de ganar tiempo al tiempo. Ese tiempo durante el cual fueron pensadas y planeadas o tan solo soñadas; ese tiempo que sube los precios y las amenaza con dejarlas a medio hacer, a medio formar, a medio cubrir cabezas y anhelos.
De los colores gastados del motel, colores porosos e inmunes a la luz obscena de la mañana en ciernes emerge un automóvil cuyos ocupantes ya no se miran: ella conduce él ve por la ventanilla. Un par de kilómetros al sur el falso bosque del vivero ensaya una amenaza de sombras inquietantes.
El asfalto es un espejo del cielo: caminos rectos sin un grumo donde la luz pueda aferrarse.
Regreso; he atravesado la ciudad hasta Sarmiento y pasan de las nueve. Una mujer empuja lo que primero creo es un cochecito pero al verle flanqueada por una llama y un poni vuelvo al cochecito con la mirada, no es -rojo y vivo- el transporte de un niño es tan solo un carrito de trastos.
Regreso; la llovizna ha comenzado asentarse sobre el asfalto.
Regreso; la llovizna va empapando la fachada de la escuela Juan de Garay, va abrillantando los toboganes de la plaza, va silenciando la mañana.
En la casa, la luz que entra por la ventana, como quien dice, dura, lo que un su
spiro; apenas alcanza a iluminar veinte centímetros de alacena dejando la heladera en la penumbra, la cocina en la oscuridad. Pienso en la mujer que refregaba sus manos una contra la otra, me pregunto sobre su espera, barajo dos, tres alternativas que considero lógicas para llevarla a plantarse en el último de los tres escalones que llevaban desde los pastos al cubo -a la casacubo-, y frotarse las manos mirando hacia a la avenida. En otro tiempo hubiera barajado una sola: se levantó porque le gusta mirar cómo llega la luz, aunque sea una luz de brasa apagada, fría y cenicienta. Hoy, ahora, sentado y escuchando una tanda de noticias que la radio parlotea una tras otra sin comas ni puntos ni emoción alguna, pienso en otras alternativas menos poéticas, menos humanas, más miserables, las pienso mientras recuerdo pequeños detalles sobre la mujer: las manos grandes, el cuerpo ancho, el pelo negro y la luz abrazándola, formando una aureolita blanquecina alrededor, remarcando el contorno de su figura en medio del paisaje, resaltándola, extrayéndola de la mañana desteñida y quieta alterada apenas por algún perro flaco o rengo, un pájaro solo, un tero, el sonido monótono de un tero llamando desde un patio viejo.

sábado, 6 de septiembre de 2014

LA CIUDAD DIBUJADA….hoy, botón antipánico en el municipio



Entonces la veo pasar corriendo, casi me lleva por delante mientras yo, con la mano en alto, saludo, porque ni bien entro al municipio los saludos van y vienen; decía que entonces la veo, lleva tacos, calculo que cumplirá pronto cincuenta, no se esmera en disimularlos, solo en llevarlos con gracia, con kilos extra y alguna que otra cana rebelde a la tintura; ella pasa corriendo hacia mayordomía, no puedo evitar, estimado lector, seguirla, escuchar.
—Julio tengo una señora que aterrizó ni sé bien cómo en mi oficina tiene una orden para que le demos un botón antipánico y se me está cayendo a pedazos. Parecería que le han pegado.
Afuera llueve, es jueves. La mujer probablemente no ha cumplido los cuarenta años y está empapada. También está blanca como un papel, para decirlo de alguna forma. Sentada en una silla a la entrada de la pequeña oficina, una oficina un tanto asfixiante por su tamaño, por la acumulación de papeles, por la cercanía en que se encuentran los dos escritorios que contiene. La miro con atención, busco indicios que me confirmen la frase en condicial . 
—¿Julio sería posible un té o un café para la señora?, póngale mucha azúcar
—Sí, ya se lo mando.
La empleada municipal, ahora, mientras miro a la mujer que chorrea lentamente agua que va formando sobre el piso un pequeño charco que dentro de quince minutos será un gran charco, corre, digo, que la empleada corre por las escaleras hacia la Secretaría de Gobierno para bajar siempre corriendo, con un papelito en la mano y diciendo Kolev no está Kolev no está.
La empleada entra en su oficina, pisa el charco y toma el teléfono. Mira a la mujer, mira los papeles que ha traído que, húmedos, están sobre uno de los escritorios
—Señora póngale toda el azúcar que le traje al té —le dice la empleada a la mujer y la mujer obedece. Toma el sobre de azúcar lo abre lo vierte en la taza y revuelve mientras tiembla o por mejor decir sigue temblando o tal vez no tiembla solo tirita porque está empapada.
“Vengo del juzgado dice la mujer” y la empleada corta porque el tono en el teléfono es de ocupado, se queda unos segundos mirando el papelito donde el número al que ha marcado dos veces porque la primera se ha equivocado, está escrito en letra apurada y después mira a la mujer que se va como derritiendo sobre la silla.
No ha pasado ni un minuto cuando Kolev llega presuroso y la empleada le dice que la mujer ha venido desde Santa Fe en  moto, bajo la lluvia y, señalando con el dedo, que tiene esas órdenes del juzgado -esas que, húmedas y un tanto arrugadas esperan sobre el escritorio- le dice también que el teléfono da ocupado y Kolev saca el celular, llama y se lo lleva a la oreja mientras toma los papeles y posa por un instante los ojos sobre ellos, luego, sacude la cabeza: “Leeme por favor que vine corriendo y me dejé los anteojos”
La empleada lee, lentamente. “Voy a necesitar fotocopias”, dice Kolev más para sí que para alguien más, pero la empleada ya hecho un sí con la cabeza; y otra vez la carrera por las escaleras, arriba y abajo.
Quince minutos de lluvia morosa sobre la ciudad y el trámite, por llamarlo de algún modo, había terminado. Después  la empleada ha vuelto hasta mayordomía -ahora caminando; presto atención  al ruido que llega a mis oídos, viene de los tacos de los zapatos de la empleada,  sus pasos resuenan sobre los mosaicos, son pasos de mujer,  pienso que a diferencia de otros tacos que me he detenido a escuchar estos suenan seguros y tranquilos. Mientras me entretengo mirando su cabello recogido en un rodete a la antigua, la empleada ha preguntado dónde hay un escurridor y un trapo, después ha caminado hasta su oficina ha limpiado el piso y ha vuelto a mayordomía a devolverlo todo. Antes de regresar para sentarse a su escritorio ha cruzado una mirada profunda con Julio que le ha preguntado ¿Ya está? Ella ha contestado sí con la cabeza y ha dicho gracias.  
Al otro día, a media mañana Kolev entrará en la oficina, la empleada tendrá las narices dentro de alguna ordenanza que estará leyendo, o estará “sumando restando multiplicando y dividiendo” como le gusta contestar cuando alguien le pregunta cuál es su trabajo. Los que la conocen y conocen de su sarcasmo saben que también suele contestar “nada soy empleada municipal no hago nada tomo mate nomás”, entonces, cuando Kolev le hable, ella levantará la cabeza y Kolev le dirá gracias por lo de ayer y ella dirá de nada.