Jueves, ocho de la mañana, corren los que
corren junto al río que corre también en procura de cumplir el mandato de
Heráclito, el de no ser siempre el mismo. “Nadie baja dos veces a las mismas
aguas”. Si fuera Borges escribiría un nuevo Heráclito, pero no soy Borges. Tan
solo al igual que él un hombre gris a la orilla de un río.
Es día de Concejo y los ediles van como quien
dice entrando a sus preocupaciones prolijamente expuestas en caracteres Times
New Roman fuente 12, después de buscar
un lugar con sobra para estacionar sus automóviles.
En frente, ajeno al tránsito, a los caminantes
mañaneros, a lo concejales y sus pasos apresurados, a las mujeres con sus
bolsas para mandados, a los niños cuyas materias escolares -matemática, cuando
no matemática- los obligan a la moda del guardapolvo hasta mediados de
diciembre, hay un hombre solo.
El lugar es, triangular, está sembrado con
césped y flores que bordean, protegidas por piedras, el pie de un busto. Al
verlo allí, con su mono gris azulado, escrutandándolo, se me figura un gigante
en una isla habitada por un único dios. No es un náufrago es más bien un
enviado. Sus herramientas de trabajo,
descansan a sus pies, prolijamente ordenadas en una caja de la que asoma un
libro, “Lisandro de la Torre” se lee en el libro, que tiene en la tapa un
retrato, que, mirando con atención, en algo se parece al busto.
Ni Sarmiento ni Iriondo, pienso, parado en la
conjunción de las calles donde el triángulo de cemento, la isla con su gigante,
se encuentran.
La luz viene desde enfrente, desde el río y, le
da la escena, un toque de irrealidad.
El gigante, atrapado en ese tiempo sin tiempo,
admira al dios antes de decidirse a tocarlo, luego lo va rozando, va
presionando la superficie rugosa como un ciego que intenta vislumbrar un rostro
amado. Hay algo de niño en esa concentración del gigante que, cuando ha
decidido dónde y cómo, toma una lija y comienza a repasar al dios. Cada tanto mira la caja, el libro que asoma
de la caja, la cara del prócer que aparece en la tapa del libro y parece dudar,
entonces se agacha y el mentón del dios se transforma por sus manos. Es el
turno de la nariz, una nariz que la lluvia y algún piedrazo tal vez, han hecho
que no fuera ya la del dios y que dentro de un rato, cuando el sol obligue a
entrecerrar los ojos al gigante mientras trabaja, copiará exactamente la del
retrato.
Maximiliano Maignien es el Director del museo
de arte, también es “el Machi”, el padre de su hija, el marido de su mujer, el hijo amoroso de la
docente, un artista inconforme –como todos los artistas-, pero hoy, parado al
sol, junto al busto de Lisandro de la Torre es esto que, estimado lector,
intento contarle, sin lograrlo, apenas pudiendo esbozarlo, sugerirlo, rondarlo, es eso que, aunque los años confundan su sombra con la de otros hombre y otros
artistas, será por siempre.