sábado, 6 de diciembre de 2014

LA CIUDAD DIBUJADA…hoy, a medio borrar



Jueves, ocho de la mañana, corren los que corren junto al río que corre también en procura de cumplir el mandato de Heráclito, el de no ser siempre el mismo. “Nadie baja dos veces a las mismas aguas”. Si fuera Borges escribiría un nuevo Heráclito, pero no soy Borges. Tan solo al igual que él un hombre gris a la orilla de un río.
Es día de Concejo y los ediles van como quien dice entrando a sus preocupaciones prolijamente expuestas en caracteres Times New Roman fuente 12,  después de buscar un lugar con sobra para estacionar sus automóviles.
En frente, ajeno al tránsito, a los caminantes mañaneros, a lo concejales y sus pasos apresurados, a las mujeres con sus bolsas para mandados, a los niños cuyas materias escolares -matemática, cuando no matemática- los obligan a la moda del guardapolvo hasta mediados de diciembre,  hay un hombre solo.
El lugar es, triangular, está sembrado con césped y flores que bordean, protegidas por piedras, el pie de un busto. Al verlo allí, con su mono gris azulado, escrutandándolo, se me figura un gigante en una isla habitada por un único dios. No es un náufrago es más bien un enviado.  Sus herramientas de trabajo, descansan a sus pies, prolijamente ordenadas en una caja de la que asoma un libro, “Lisandro de la Torre” se lee en el libro, que tiene en la tapa un retrato, que, mirando con atención, en algo se parece al busto.
Ni Sarmiento ni Iriondo, pienso, parado en la conjunción de las calles donde el triángulo de cemento, la isla con su gigante, se encuentran.
La luz viene desde enfrente, desde el río y, le da la escena, un toque de irrealidad.
El gigante, atrapado en ese tiempo sin tiempo, admira al dios antes de decidirse a tocarlo, luego lo va rozando, va presionando la superficie rugosa como un ciego que intenta vislumbrar un rostro amado. Hay algo de niño en esa concentración del gigante que, cuando ha decidido dónde y cómo, toma una lija y comienza a  repasar al dios.  Cada tanto mira la caja, el libro que asoma de la caja, la cara del prócer que aparece en la tapa del libro y parece dudar, entonces se agacha y el mentón del dios se transforma por sus manos. Es el turno de la nariz, una nariz que la lluvia y algún piedrazo tal vez, han hecho que no fuera ya la del dios y que dentro de un rato, cuando el sol obligue a entrecerrar los ojos al gigante mientras trabaja, copiará exactamente la del retrato.
Maximiliano Maignien es el Director del museo de arte, también es “el Machi”, el padre de su hija,  el marido de su mujer, el hijo amoroso de la docente, un artista inconforme –como todos los artistas-, pero hoy, parado al sol, junto al busto de Lisandro de la Torre es esto que, estimado lector, intento contarle, sin lograrlo, apenas pudiendo esbozarlo,  sugerirlo, rondarlo, es eso que, aunque los años confundan su  sombra con la de otros hombre y otros artistas, será por siempre.