sábado, 7 de marzo de 2015

LA CIUDAD DIBUJADA…hoy, no se lo dejé a los pájaros



El río, siempre el río; ahora corriendo como si lo siguiera el diablo, como si tuviera un lugar al cual llegar para ser querido finalmente y por siempre.
El río siempre el río, con grumos de camalotes, con más ganas de irse que nunca, hastiado de la ciudad, de las islas, del puente ensordecedor.
El río, y arriba, desde la defensa que antecede a la playa, el aliento del diablo, un aliento caliente y húmedo, pegajoso y ancestral. Mordedor.
El río yéndose sin mirar atrás, las nubes amenazando, los camalotes anunciando: Mirá los camalotes, viene mucho agua, escucho y miro los camalotes que van augurando la inundación mientras la ciudad tiembla en los titulares de  los diarios,  las editoriales de de la emisoras de radio, los noticiero apresurados del mediodía.
El río anunciado en metros, registrado en centímetros de crecida: cinco ayer, uno hoy; en metros, en centímetros y en pronósticos.
El gimnasio frente al río va como quien dice, abriendo sus puertas. Alguien camina con la mirada en el agua. Sus pies andan sobre una cinta y sus ojos sobre la correntada, la cinta, como el agua se mueven, el caminante no. Erguido y ausente tal vez piense en lo afortunado que es el río que puede irse, que siempre se está yendo.
El paseo peatonal libre, a estas horas, las primeras de la mañana del verano extendido, las casuarinas susurrando. La escalinata de cemento ha perdido cierto encanto desde el asfaltado de la callejuela en la que desemboca. Sobre el tejido vencido que rodea la vieja casa donde las plantas han cobrado dimensiones asombrosas, un tanto irreales, ha dado fruto el mburucuyá. Las flores ya no están y los frutos cuelgan desprevenidos. Los pájaros dan cuenta de los que han madurado por lo que algunas frutas cuelgan destripadas, otras perforadas y abandonadas. Las observo, las fotografío. La lente de la cámara es un túnel donde el tiempo se deforma. Extiendo la mano y toco la fruta, está fresca, está entera, no es mi mano, no ésta la que sostiene la cámara, la que la arranca, es otra mano, una mano de otro tiempo en el que prefiero no pensar. Presiono con la uña y la fruta cede, dentro, la diminutas semillas pulposas y púrpura, huelen a cosas simples. Muerdo, mastico para que el sabor salvaje se me adentre en la lengua, me llegue a la cabeza y la pueble de imágenes en blanco y negro. A mi lado un pirincho se atreve y picotea, lo veo mirarme desafiante o eso quiero creer. Ambos tragamos las semillas, él para sobrevivir, yo para recordar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario