lunes, 26 de octubre de 2015

Carlos Tomatis y Gerardo Murillas: claveles del aire




Reconocí a Tomatis ni bien levanté la vista de las baldosas de la vereda. Iba con la mirada ahí abajo por precaución, por el temor de no ser entendido que me asaltó la semana pasada y me dura. La literatura se nos muestra como un universo irreal hasta que uno levanta la mirada de las baldosas, entonces la literatura ocupa su lugar llenando los intersticios que va dejando el mirar para los costados. Eso me dijo Tomatis hace algunos años y entonces creí que estaba loco o que había tomado demás. Apuro el paso y digo Tomatis lo suficientemente alto para que pueda escucharme.
La posición positivista veda el creer en el demonio, lo que da al demonio muchas ventajas, me dice mientras me tiende la mano. Gide, me dice después, evidentemente indicando que es una cita aquello en lo que venía pensando mientras caminaba y me ha lanzado a modo de saludo.
Y a Dios, le contesto, porque si hablamos del demonio necesariamente hablamos de Dios. Él asiente y me invita un café. Es temprano para otra cosa me dice y doblamos hacia la derecha para andar las dos cuadras que nos separan de Bizarro.
La avenida está, como quien dice, desierta. Un colectivo traquetea, vacío. Pasamos frente a las vidrieras oscuras y monótonas. Me paro frente a una. Qué mirás me dice Tomatis. No sé algo para comprarle a Bea si yo no le compro nadie le compra nada para el día de la madre. Tomatis me mira y se ríe. Edipo por traslación me dice. A lo mejor, le contesto, pero ante la duda le compro igual. Tu hermana no entra en nada de lo que hay ahí colgado, regalale una planta, me dice, o una plancha. Las mujeres ya no planchan, le contesto. Mi hermana todavía plancha, si mi hermana plancha, Beatriz también plancha, haceme caso una planta una plancha una batidora, esas cosas nunca fallan. Seguimos caminando. Saer decía que la literatura se muestra irreal en un mundo donde los hombres estamos volviéndonos irreales, me dice. Puede ser hace un tiempo que me quedé de este lado de la irrealidad y no puedo salir, le digo. Hacés mal, me contesta mientras nos estamos sentando y el mozo ya se viene hacia la mesa mientras él, Tomatis, Carlos Alberto Tomatis, mi colega, termina la frase empujando con el dedo una miga que escapó a la limpieza matutina:  el contorno borroso de la literatura te libera.
—Saer decía que la primera cosa que tenemos que hacer los escritores es reconocer nuestra derrota. Es lo estoy haciendo, más bien poniendo en práctica.
—La nuestra es una profesión sórdida.
—Eso también decía, sórdida pero no como la de las prostitutas sino como la de las niñas casaderas de clase media del siglo pasado, es decir una profesión basada en la idea  de predestinación, de identidad, de necesidad.
—Las niñas casaderas ya no existen.
—Eso es lo que vos te creés Murillas, las niñas casaderas son como las brujas, en estos tiempos nadie cree en ellas pero que las hay las hay.
—En la escritura hay una especie de heroísmo derivado de la fe, de la esperanza.
—Nada más sórdido que la esperanza. Tu autora por ejemplo, es cobarde.
—Cierto, si Saer no hubiera muerto no estaríamos acá ni habríamos estado en ningún lado antes.  
—Sobre todo porque lo inédito seguiría inédito. Según recuerdo tu autora juró no husmear.
—Entre otras cosas eso hacen los cobardes: jurar en vano.
—Cito —me dice y se lleva la mano al mentón—: en nuestro tiempo la narración no puede expresar otra cosa que la negatividad. Un visionario el hombre; una de las ventajas de morirse.
—Seguís resentido.
—Un  poco nomás. Debería haberme matado, bastaba con hacerme cruzar Urquiza un día con corte de luz. Andá pidiendo tumba desde ahora, si te engolosinás a lo mejor te quedás boyando como yo. Boyando y a merced de autores inescrupulosos o con poca imaginación.
—A mí no hay necesidad de matarme porque solo hay necesidad de matar un personaje cuando se ha tenido la habilidad de hacerlo nacer.
—Ahora el resentido sos vos. Nacer lo que se dice nacer no nace nadie, Murillas. Uno más bien es como… —revolea la mano donde tiene la taza;  como batiendo el aire. Después bebe, traga y frunce los labios.
—Ahora me vas a salir con que somos como los mosquitos de Washington.
—De existencia dudosa, sí, y traslúcida también, como la de los claveles del aire.
—¿También los viste?, empezaba a creer que eran un producto de mi imaginación o la de ella.
—No, a tu autora no le gustan los apocalipsis. Los claveles del aire son reales, están por toda la ciudad y se están chupando a los árboles, los van agrisando. Son como vampiros. Cuando menos se lo esperen los árboles se les empiezan a caer sobre las cabezas. Me tiene intrigado el proceso, el color empieza por las ramas y se va extendiendo. Al final parecen una aparición, como un fantasma de árbol. Además desde los árboles, las parásitas esas saltan a los cables de electricidad. A lo mejor tenemos suerte y también se chupan la energía. Las señales de internet, las de los teléfonos celulares y las radios, las de cable y las de los satélites —hizo una pausa para terminar el café—, y la de los telépatas y los médiums.
—Y sin telépatas ni médiums solo nos quedaría el lado más real de la irrealidad: la literatura.
—¡Diste con la madre del borrego! Filosóficamente hablando, la ficción es la última verosimilitud que nos queda, y probablemente también la última ética del conocimiento.
Miré a través de la ventana. Ahí estaban los claveles del aire, simulando no existir, diminutos, aferrados y feroces, blanquecinos, recortados contra el cielo de septiembre. Van a dar, dentro de pocos segundos, sin que Tomatis haya reparado en ello, las doce.