—¡Vamos, faltan veinte para llegar a los 500! —alentaba excesivamente alegre, Luchi Trinchieri al Coni, para que continuara con la arenga.
—¿Querés que me desnude? —le sonrió él desde el sillón
—No, quiero atraerlos, no espantarlos —fue la respuesta jocosa.
Dicen las malas lenguas que el Coni no está más en la radio porque habló de más, y lo que quieren decir en realidad, es que cuestionó a quienes no debía cuestionar. ¿Los periodistas santafesinos son libres de opinar? ¿Y los santotomesinos?
La respuesta sería un sí, aunque yo le agregaría: según dónde lo hagan.
Yo ya soy libre de opinar, claro que soy viejo y pocos me escuchan y me parece que menos que esos pocos me leen, así que yo puedo decir o para ser más preciso escribir lo que se me cante porque si digo –o escribo- algo inconveniente nadie se entera, me parece que ni el director del sitio me lee y me parece también que ahí está el nudo, digo, del asunto, el asunto es que si nadie escucha o lee, según el caso, se está en libertad de no ser oído por quien pueda ofenderse y pasarte –o hacerte pasar- a trabajo administrativo.
Avenida Luján, los semáforos nuevos titilan luz amarilla, cuando estén funcionando, el conductor de esa moto que viene desde atrás en zigzag entre los automóviles, jugando carrera con el viento, queriendo llegar primero vaya uno a saber dónde, probablemente al infierno, va a tener que jugar en otro lado.
Yendo para Adelina Oeste a las siete y cuarto, lo que se ve son caras de recién me levanto, caras dentro de automóviles, de colectivos, sobre bicicletas adolescentes con carpetas y zapatillas.
Entrando al barrio, el sol delata el rocío en los pastos de las cunetas.
AHY
LOMBRICES, dice el cartel. Es un cartel negro colgado al descuido, clavado a un poste de luz. Dudo, inclino la
cabeza para acomodarla a la inclinación de las palabras blancas y cerciorarme
de lo que estoy leyendo: AHY LOMBRICES.
Unos
pasos más y ahora a mi derecha: LOMBRICES SUPER ٮ COMUNٮ COLORADA.Nuestros vecinos de Adelina Oeste venden pescado fresco, algunos; otros pasan rumbo a oficinas encorbatadas -subidos a sus camionetas negras, lustrosas, y levantan un polvillo breve de la calle mejorada-; o caminan o pedalean o empujan un Fiat –cuando no un Fiat-, que pide la jubilación.
JUANPI CELULARES. TIENDA. MODISTA ALTA COSTURA.
PESCADO FRESCO SABALO.
El Dr.
Cagnoni, abre el portón de la cochera. Va al dispensario como cada mañana. El
de la calle Cibils, al otro lado de ciudad. Me tengo que vacunar contra la
gripe, pasé hace rato los 65. Si no me vacuno me hago la ilusión de que no los
pasé de que los ando corriendo al galope, como ese potrillo moteado. Ahí va,
corre tras su madre. Ahora se detienen, bajan el pescuezo gordo y tarasquean
mendrugos de pasto.
Santino
vive en Adelina Oeste. Nació con hidrocefalia; su madre es ingeniera química,
es investigadora del CONICET. Hace una hora ya, que su madre se despidió de él mientras
todavía dormía. La niñera es una contadora cincuentona, quedó desempleada poco
después de los cuarenta. Cuando llegó a los cuarenta y cinco se resignó. Bajó
los brazos, ni ella se acuerda de que es contadora.Me viene a la cabeza Serrat, me viene a la cabeza y me canta, grita que el sur también existe. Algunos santotomesinos no saben que existe Adelina Oeste, digo, que la calle Roverano tiene una casita amarilla y enrejada con reminiscencias de museo; que hay construcciones precarias junto a micro fortalezas rodeadas de murallas –la inseguridad ha hecho volver la mirada de los arquitectos a la edad media-.