lunes, 26 de octubre de 2015

Carlos Tomatis y Gerardo Murillas: claveles del aire




Reconocí a Tomatis ni bien levanté la vista de las baldosas de la vereda. Iba con la mirada ahí abajo por precaución, por el temor de no ser entendido que me asaltó la semana pasada y me dura. La literatura se nos muestra como un universo irreal hasta que uno levanta la mirada de las baldosas, entonces la literatura ocupa su lugar llenando los intersticios que va dejando el mirar para los costados. Eso me dijo Tomatis hace algunos años y entonces creí que estaba loco o que había tomado demás. Apuro el paso y digo Tomatis lo suficientemente alto para que pueda escucharme.
La posición positivista veda el creer en el demonio, lo que da al demonio muchas ventajas, me dice mientras me tiende la mano. Gide, me dice después, evidentemente indicando que es una cita aquello en lo que venía pensando mientras caminaba y me ha lanzado a modo de saludo.
Y a Dios, le contesto, porque si hablamos del demonio necesariamente hablamos de Dios. Él asiente y me invita un café. Es temprano para otra cosa me dice y doblamos hacia la derecha para andar las dos cuadras que nos separan de Bizarro.
La avenida está, como quien dice, desierta. Un colectivo traquetea, vacío. Pasamos frente a las vidrieras oscuras y monótonas. Me paro frente a una. Qué mirás me dice Tomatis. No sé algo para comprarle a Bea si yo no le compro nadie le compra nada para el día de la madre. Tomatis me mira y se ríe. Edipo por traslación me dice. A lo mejor, le contesto, pero ante la duda le compro igual. Tu hermana no entra en nada de lo que hay ahí colgado, regalale una planta, me dice, o una plancha. Las mujeres ya no planchan, le contesto. Mi hermana todavía plancha, si mi hermana plancha, Beatriz también plancha, haceme caso una planta una plancha una batidora, esas cosas nunca fallan. Seguimos caminando. Saer decía que la literatura se muestra irreal en un mundo donde los hombres estamos volviéndonos irreales, me dice. Puede ser hace un tiempo que me quedé de este lado de la irrealidad y no puedo salir, le digo. Hacés mal, me contesta mientras nos estamos sentando y el mozo ya se viene hacia la mesa mientras él, Tomatis, Carlos Alberto Tomatis, mi colega, termina la frase empujando con el dedo una miga que escapó a la limpieza matutina:  el contorno borroso de la literatura te libera.
—Saer decía que la primera cosa que tenemos que hacer los escritores es reconocer nuestra derrota. Es lo estoy haciendo, más bien poniendo en práctica.
—La nuestra es una profesión sórdida.
—Eso también decía, sórdida pero no como la de las prostitutas sino como la de las niñas casaderas de clase media del siglo pasado, es decir una profesión basada en la idea  de predestinación, de identidad, de necesidad.
—Las niñas casaderas ya no existen.
—Eso es lo que vos te creés Murillas, las niñas casaderas son como las brujas, en estos tiempos nadie cree en ellas pero que las hay las hay.
—En la escritura hay una especie de heroísmo derivado de la fe, de la esperanza.
—Nada más sórdido que la esperanza. Tu autora por ejemplo, es cobarde.
—Cierto, si Saer no hubiera muerto no estaríamos acá ni habríamos estado en ningún lado antes.  
—Sobre todo porque lo inédito seguiría inédito. Según recuerdo tu autora juró no husmear.
—Entre otras cosas eso hacen los cobardes: jurar en vano.
—Cito —me dice y se lleva la mano al mentón—: en nuestro tiempo la narración no puede expresar otra cosa que la negatividad. Un visionario el hombre; una de las ventajas de morirse.
—Seguís resentido.
—Un  poco nomás. Debería haberme matado, bastaba con hacerme cruzar Urquiza un día con corte de luz. Andá pidiendo tumba desde ahora, si te engolosinás a lo mejor te quedás boyando como yo. Boyando y a merced de autores inescrupulosos o con poca imaginación.
—A mí no hay necesidad de matarme porque solo hay necesidad de matar un personaje cuando se ha tenido la habilidad de hacerlo nacer.
—Ahora el resentido sos vos. Nacer lo que se dice nacer no nace nadie, Murillas. Uno más bien es como… —revolea la mano donde tiene la taza;  como batiendo el aire. Después bebe, traga y frunce los labios.
—Ahora me vas a salir con que somos como los mosquitos de Washington.
—De existencia dudosa, sí, y traslúcida también, como la de los claveles del aire.
—¿También los viste?, empezaba a creer que eran un producto de mi imaginación o la de ella.
—No, a tu autora no le gustan los apocalipsis. Los claveles del aire son reales, están por toda la ciudad y se están chupando a los árboles, los van agrisando. Son como vampiros. Cuando menos se lo esperen los árboles se les empiezan a caer sobre las cabezas. Me tiene intrigado el proceso, el color empieza por las ramas y se va extendiendo. Al final parecen una aparición, como un fantasma de árbol. Además desde los árboles, las parásitas esas saltan a los cables de electricidad. A lo mejor tenemos suerte y también se chupan la energía. Las señales de internet, las de los teléfonos celulares y las radios, las de cable y las de los satélites —hizo una pausa para terminar el café—, y la de los telépatas y los médiums.
—Y sin telépatas ni médiums solo nos quedaría el lado más real de la irrealidad: la literatura.
—¡Diste con la madre del borrego! Filosóficamente hablando, la ficción es la última verosimilitud que nos queda, y probablemente también la última ética del conocimiento.
Miré a través de la ventana. Ahí estaban los claveles del aire, simulando no existir, diminutos, aferrados y feroces, blanquecinos, recortados contra el cielo de septiembre. Van a dar, dentro de pocos segundos, sin que Tomatis haya reparado en ello, las doce.

martes, 10 de marzo de 2015

LA CIUDAD DIBUJADA, hoy…otro relato salvaje



La violencia, ese pecado capital: progenitor, clonador, multiplicador, difusor...que enceguece


Seis menos cuarto, no ha amanecido y esa es, probablemente, la única concesión del verano sobre la ciudad. En un rato comenzará el sonido uniforme de los despertadores digitales con alguna que otra alteración producida por la campanilla metálica de algún reloj viejo, como el mío, a cuerda y que me niego a desechar.
El chillido de la pava, el mate humeando aroma a menta recién cortada, una manía, no es que me guste particularmente es que me recuerda la casa de mis abuelos, ese silencio parecido al de las seis menos cuarto, ese silencio fresco que el canto de los pájaros no alcanza a alterar, que antecede a los despertadores, a la radio del vecino, al motor del automóvil de la maestra de la esquina y la bicicleta de la chica de enfrente que debería engrasar los goznes de la verja. Tal vez me ofrezca a hacerlo, tal vez.
La PC desperezándose mientras la luz empieza a deslizarse hacia las cosas para hacerlas visibles. Los titulares de los diarios brillando en la pantalla y los muros, qué nombre ese: los muros. Hablo de los ciudadanos de ciudad Facebook, una ciudad bulliciosa, como todas. Un mirada rápida, fisgona, sobre el último crimen, el último acto de los gobernantes, el último gol, la última frase de autoayuda, la última alegría, la última lágrima, el último poema, la última foto, la última noticia el último diente de leche el último acto solidario, el últimoinsultolaúltimaamenazaelúltimosaludodecumpleaños...
y por azar solo por azar en medio de tanto, de tanto, una publicación, en apariencia como tantas ¿por qué me detuve justo allí?, no lo sé, solo lo hice. Leerla ha borrado, como quien dice, mi estado de beatitud matinal. Por razones más que comprensibles no informo el barrio, no informo sobre la identidad del/la propietaria del muro.
La publicación: (me permito una transcripción sin enmiendas, excepto por los acentos o tildes, por considerar que, cuando no están, dificultan la lectura)
“No se puede dormir. Los choros en la puerta de mi casa queriéndose robar las ruedas de la camioneta . Salieron disparando mierda que se cagaron de los tiros. Esto es un aviso, la próxima en la cabeza se la damos. Ya que la policía no hace nada.

Y los comentarios:
“Si deja pero los hicimos correr la próxima le va a la frente no a las patas”
“Q mierda van a keres robar choros de mierda nosotros no le vamos a regalar las cosas”
“Sí. Y el que pegó un grito desgarrador ja ja mañana nos vamos a enterar si sigue vivo”. Buena puntería!!
“Los cazás los mete adentro de t casa y los acusás de pitoduro ja”

Se me ocurren reflexiones, metáforas. Las convierto en caracteres deleznables que no me convencen. Los borro. El teléfono ha sonado y me ha interrumpido la voz de un candidato que osa llamar a cualquier hora aunque insito en cortar ni bien levanto el tubo. Me refiero a las grabaciones violadoras de domicilio. Insisto en escribir, me esfuerzo. El lavarropas de la vecina también insiste: en romper la aparente calma de la mañana. Alguien considera que su canto al unísono con el tango que suena por la radio es bienvenido en la cuadra. No logro, estimado lector, cerrar estas líneas, tal vez sea por el asombro o por el asombro sobre el asombro; es que me creía a salvo del asombro, y mientras cebo un mate, desde algún lugar, desde algún archivo involuntario en mi cabeza, me llega la letra de una canción, no la letra en realidad sino la idea de la letra, acompañada de una melodía que no logro atrapar del todo. Parafraseando: Mi vecino se levantó, encendió la radio, se preparó unos amargos mientras abría la ventana. Mi vecino nunca supo que esa misma noche -de la que despertó con el recuerdo de los bailes del club Independiente, motivo probable de su canto al compás de un tango que habla de amores inocentes-, violaron a una adolescente, asaltaron a un viejo, quemaron una panadería y un grito, desgarrador, fue motivo de festejo y se convirtió en graffiti.

sábado, 7 de marzo de 2015

LA CIUDAD DIBUJADA…hoy, no se lo dejé a los pájaros



El río, siempre el río; ahora corriendo como si lo siguiera el diablo, como si tuviera un lugar al cual llegar para ser querido finalmente y por siempre.
El río siempre el río, con grumos de camalotes, con más ganas de irse que nunca, hastiado de la ciudad, de las islas, del puente ensordecedor.
El río, y arriba, desde la defensa que antecede a la playa, el aliento del diablo, un aliento caliente y húmedo, pegajoso y ancestral. Mordedor.
El río yéndose sin mirar atrás, las nubes amenazando, los camalotes anunciando: Mirá los camalotes, viene mucho agua, escucho y miro los camalotes que van augurando la inundación mientras la ciudad tiembla en los titulares de  los diarios,  las editoriales de de la emisoras de radio, los noticiero apresurados del mediodía.
El río anunciado en metros, registrado en centímetros de crecida: cinco ayer, uno hoy; en metros, en centímetros y en pronósticos.
El gimnasio frente al río va como quien dice, abriendo sus puertas. Alguien camina con la mirada en el agua. Sus pies andan sobre una cinta y sus ojos sobre la correntada, la cinta, como el agua se mueven, el caminante no. Erguido y ausente tal vez piense en lo afortunado que es el río que puede irse, que siempre se está yendo.
El paseo peatonal libre, a estas horas, las primeras de la mañana del verano extendido, las casuarinas susurrando. La escalinata de cemento ha perdido cierto encanto desde el asfaltado de la callejuela en la que desemboca. Sobre el tejido vencido que rodea la vieja casa donde las plantas han cobrado dimensiones asombrosas, un tanto irreales, ha dado fruto el mburucuyá. Las flores ya no están y los frutos cuelgan desprevenidos. Los pájaros dan cuenta de los que han madurado por lo que algunas frutas cuelgan destripadas, otras perforadas y abandonadas. Las observo, las fotografío. La lente de la cámara es un túnel donde el tiempo se deforma. Extiendo la mano y toco la fruta, está fresca, está entera, no es mi mano, no ésta la que sostiene la cámara, la que la arranca, es otra mano, una mano de otro tiempo en el que prefiero no pensar. Presiono con la uña y la fruta cede, dentro, la diminutas semillas pulposas y púrpura, huelen a cosas simples. Muerdo, mastico para que el sabor salvaje se me adentre en la lengua, me llegue a la cabeza y la pueble de imágenes en blanco y negro. A mi lado un pirincho se atreve y picotea, lo veo mirarme desafiante o eso quiero creer. Ambos tragamos las semillas, él para sobrevivir, yo para recordar.

sábado, 24 de enero de 2015

LA CIUDAD DIBUJADA…hoy, de besos y de diálogos



La tarde cayendo, metiéndose en el río despacio, pasándole la lengua a los pastos de la costa,  succionando despacito los colores del día, tragándoselos.
El beso de los adolescentes ajenos al calor, a la luz que va cansándose y se deja morir entre las ramas de las casuarinas repletas de brisa.

No comprendo esta manía de la caminata circular u ovoide según se la mire -desde la metáfora o desde la forma-; no comprendo este andar inquieto como de hormigas yendo y viniendo por el mismo caminito; no comprendo este entrechocar de antenitas -es metáfora en realidad se sonríen o alzan una mano para saludarse y lo hacen en cada encuentro de cada vuelta-; no comprendo esos auriculares ni esos aparatitos aferrados a los brazos. Ahí viene una mujer, es joven, camina precedida por un cochecito que va empujando y donde dormita un bebé acunado por  el vaivén que produce la marcha rápida.
Si levanto la vista los ruidos que me llegan de enfrente se aclaran: unas diez mujeres se agachan y levantan sosteniendo una barra con pesas sobre lo hombros al compás de la música que se va desparramando por la vereda hacia el río.
Tres mujeres toman mate, sus risas me llegan claras: escucho
—El lunes voy a la ginecóloga.
—¿Puedo ir con vos?
—¿Por qué no te pedís tu propio turno?
—No seas así Tuly.
—¿Así cómo? ¿Por qué no te buscás tu propia ginecóloga, mejor?
—Para ciertas aperturas necesito apoyo moral. También para ciertas presiones intensas.
—No me hice nunca una mamografía ¿realmente duele?
—Sos una irresponsable, Ebe.
—Sí ya sé pero ¿duele?
—A mí sí.
—No duele.
—A vos no te duele porque tenés las tetas vacías yo las tengo llenas de quistes.
—Problemas en las mamas es igual a problemas en la pareja, según la Pínkola.
—Eso de correr con los lobos no sé si me termina de convencer,  al final ser una infeliz debería agradarte y hacerte sentir orgullosa, según Pínkola.
—La Pínkola no hace esas asociaciones eso es de libro de autoayuda.
—El de Pínkola es un libro de autoayuda: “Dentro de toda mujer alienta una vida secreta, una fuerza poderosa llena de buenos instintos, creatividad y sabiduría”
—No te lo permito.
—Igual es, me lo permitas o no.
—Esa es una interpretación feminista.
—No, esa es una interpretación machista.
—No, esa es una interpretación freudiana: el inconsciente tras el mensaje de Pínkola.
—La Pínkola tiene clarísimo el tema del inconsciente.
—Pínkola manipula perfectamente el tema del inconsciente querrás decir, querida.
—No me digas querida que no estamos casadas.
—Sí querida.
—¿Y? ¿Puedo o no puedo ir con vos?
—Bueno, dale.
—Yo también voy, pero de espectadora. Nunca vi una teta por dentro ni un útero en vivo y en directo.
—Ni lo vas a ver.
—Yo sí te dejo ver, Ebe.
—Gracias querida.
—Qué asco.
—Dale Gabi dejale ver el tuyo a lo mejor encuentra la causa por la que no te teñís las canas y ya que estamos te la extirpan.
—Muy graciosa.  
—Florecieron los camotes, le saqué una foto
—A ver
—Mirá

El beso, el beso e los adolescentes, el beso en la frente entre los rulos rojos entre las cejas entre los ojos cerrados en la nariz las mejillas; el beso cayendo sobre la boca como la tarde sobre el río.



sábado, 6 de diciembre de 2014

LA CIUDAD DIBUJADA…hoy, a medio borrar



Jueves, ocho de la mañana, corren los que corren junto al río que corre también en procura de cumplir el mandato de Heráclito, el de no ser siempre el mismo. “Nadie baja dos veces a las mismas aguas”. Si fuera Borges escribiría un nuevo Heráclito, pero no soy Borges. Tan solo al igual que él un hombre gris a la orilla de un río.
Es día de Concejo y los ediles van como quien dice entrando a sus preocupaciones prolijamente expuestas en caracteres Times New Roman fuente 12,  después de buscar un lugar con sobra para estacionar sus automóviles.
En frente, ajeno al tránsito, a los caminantes mañaneros, a lo concejales y sus pasos apresurados, a las mujeres con sus bolsas para mandados, a los niños cuyas materias escolares -matemática, cuando no matemática- los obligan a la moda del guardapolvo hasta mediados de diciembre,  hay un hombre solo.
El lugar es, triangular, está sembrado con césped y flores que bordean, protegidas por piedras, el pie de un busto. Al verlo allí, con su mono gris azulado, escrutandándolo, se me figura un gigante en una isla habitada por un único dios. No es un náufrago es más bien un enviado.  Sus herramientas de trabajo, descansan a sus pies, prolijamente ordenadas en una caja de la que asoma un libro, “Lisandro de la Torre” se lee en el libro, que tiene en la tapa un retrato, que, mirando con atención, en algo se parece al busto.
Ni Sarmiento ni Iriondo, pienso, parado en la conjunción de las calles donde el triángulo de cemento, la isla con su gigante, se encuentran.
La luz viene desde enfrente, desde el río y, le da la escena, un toque de irrealidad.
El gigante, atrapado en ese tiempo sin tiempo, admira al dios antes de decidirse a tocarlo, luego lo va rozando, va presionando la superficie rugosa como un ciego que intenta vislumbrar un rostro amado. Hay algo de niño en esa concentración del gigante que, cuando ha decidido dónde y cómo, toma una lija y comienza a  repasar al dios.  Cada tanto mira la caja, el libro que asoma de la caja, la cara del prócer que aparece en la tapa del libro y parece dudar, entonces se agacha y el mentón del dios se transforma por sus manos. Es el turno de la nariz, una nariz que la lluvia y algún piedrazo tal vez, han hecho que no fuera ya la del dios y que dentro de un rato, cuando el sol obligue a entrecerrar los ojos al gigante mientras trabaja, copiará exactamente la del retrato.
Maximiliano Maignien es el Director del museo de arte, también es “el Machi”, el padre de su hija,  el marido de su mujer, el hijo amoroso de la docente, un artista inconforme –como todos los artistas-, pero hoy, parado al sol, junto al busto de Lisandro de la Torre es esto que, estimado lector, intento contarle, sin lograrlo, apenas pudiendo esbozarlo,  sugerirlo, rondarlo, es eso que, aunque los años confundan su  sombra con la de otros hombre y otros artistas, será por siempre.





domingo, 21 de septiembre de 2014

LA CIUDAD DIBUJADA…hoy, las moras de Septiembre


La Iglesia Inmaculada allá al fondo, como una estampa, como un decorado de película de las de antes, esas que tenían los paisajes del set de filmación pintados en yeso o en cartón, nunca supe. Al fondo, si uno se para en la vereda de la escuela Juan de Garay o, si uno se coloca ahí, como dibujado o para una foto de turista frente a la gran fachada centenaria y amarilla o marrón o beige, según el ojo del que mire, si es hombre, porque si es mujer seguro encuentra otro nombre para el color, seguro una mujer diría cremita o café con leche o algún otro que no se me ocurre pero a una mujer sí se le ocurriría tratando de mostrar de describir el color lo más exactamente posible.
En frente, digo, en frente de donde estoy parado ahora, de espaldas a la fachada de color, indefinido entonces, entre el marrón y el beige, la plaza y en plaza los juegos nuevos o modernos, esos que han reemplazado en muchas plazas las hamacas anchas de madera gruesa y dura donde las madres podían sentarse y cargar a sus críos para mecerse junto con ellos canturreando o dando grititos de alegría o gritando volamos volamos, avión avión, más fuerte más fuerte…
En frente entonces, la plaza, a mis espaldas, la escuela dando la bienvenida con un cartel donde puede leerse en letras de varios colores: Maratón Nacional de Lectura 2014; la escuela donde, hasta hace un rato nomás un grupo de jubilados volvieron por un rato a las aulas. Viéndolos desde una ventana o puerta indiscreta asistí a una de esas transformaciones invisibles para algunos espíritus poco atentos. El viejo, la profesora retirada hace largo rato, la reciente jubilada, la mujer gorda, todos, comenzaron, ni bien se pararon frente a los niños a desdibujarse dentro de sus cuerpos que hace rato pasaron los cincuenta y hasta los setenta y mientras su voces se elevaban junto con sus manos sobre las cabezas inquietas, se irguieron y estilizaron, se redujeron hasta la altura de los pupitres, se blanquearon se abrillantaron y comenzaron a flotar. Al hechizo, cada vez y en todas las aulas, lo disolvió el aplauso o la voz de la maestra, la maestra y sus palmas llamando al orden y su sonrisa de anfitriona experta.
Al frente, entonces, La Inmaculada, la plaza, los juegos, un manojos de críos, algunas madres, un par de abuelas.
Miro a derecha e izquierda antes de cruzar y al mirar a la izquierda leo el cartel del supermercado, “Petrelli”, leo; repentinamente me parece un tanto extraño, digo, repentinamente, después de treinta años de mirarlo y saberlo ahí como parte del paisaje. La mente tiene, como quien dice, esa costumbre de volver ajeno, desconocido y lejano lo que antes, antes de la muerte, había sido cercano, cotidiano, certero. La muerte de Petrelli me ha vuelto desconocido el apellido del hombre que lo portó, lo ha vuelto un dibujo sobre una fachada, solo un cartel, una serie de signos que irán perdiendo su significado, el que tenían hasta la muerte del dueño, el que todavía tiene para algunos, que como yo, lo conocieron; el tiempo, digamos que eso, el tiempo, hará lo que hizo a las hamacas de la plaza; hará lo suyo.
Cruzo; apuro el paso a causa de un automovilista que aunque me ve lanzarme a la calle no aminora en nada la marcha, más bien me da la impresión de que eleva la velocidad.
Camino.
Atravieso la plaza, la plazaparque, la plazaparquejuegocanción, despacio la voy atravesando, y al levantar la mirada veo, rosadas aún, las primeras moras que anuncia septiembre.

sábado, 13 de septiembre de 2014

LA CIUDAD DIBUJADA…hoy, ensayo sobre la luz




El cielo encapotado, el cielo liso y cercano y la luz filtrándose a duras penas con ese color sucio ni gris ni blanco sin poder abrirse paso, empujando, empujando como un deseo increíble, como un preso, como un tigre o una mujer que a veces pienso es lo mismo, como esa mujer que se asoma a la puerta.
La veo está descalza y tiene el pelo sujeto, está descalza y se refriega las manos. La casa tiene piso de cemento y es cuadrada; un cubo en medio del pasto que ha comenzado a crecer. Un cubo gris como la luz, un cubo bajo aplastado sobre el pasto, un cubo que se recalienta en verano y se hiela en invierno. Un tejido de alambre la rodea -a la casa, al cubo-, un tejido un tanto derrumbado por el peso de sostener  la ropa tendida a la luz cansada de hacer fuerza, una luz que no calienta nada, que parece que enfriara, una luz que no seca nada, que parece que mojara.
El R12 rueda por la calle a la que la luz no alcanza a llegar, no alcanza a iluminar y por esa razón parece invisible, parece que no existiera y da la impresión de que el R12 flota más que rueda.
La Avenida Luján de asfalto, de semáforos, de comercios, de autos acelerados, ha dado paso a la calle de tierra que la luz del amanecer se niega a iluminar; la luz de este falso amanecer de sábado que recién empieza y que durará todo el día, falso y alargado sobre la mañana, esta luz de amanecer corrompido que se quedará hasta la tarde, hasta la noche, hasta que la noche se la trague, no ilumina la calle ni las cunetas ni los perros todavía dormidos sobre las veredas abandonadas.
Más allá, adelante, a unas seis o siete u ocho cuadras idénticas está Roverano con su anchura bordeada de zanja, su dureza inmune a la lluvia, ese ripio insultante para, por ejemplo, 4 de Enero, que se angosta desde la esquina curvándose también un poco y después se va como derritiendo, se va como hundiendo y alzándose con cada pie con cada bici con cada auto o carro o chatarra que la pisa y la moldea como un dios cualquiera y mal parido inmune a la queja y al llanto, un dios burlón, sin sentido y sin conciencia de la formas.
Asentado aquí y allá el crédito para la vivienda alza carteles y casas que se elevan apuradas en un intento de ganar tiempo al tiempo. Ese tiempo durante el cual fueron pensadas y planeadas o tan solo soñadas; ese tiempo que sube los precios y las amenaza con dejarlas a medio hacer, a medio formar, a medio cubrir cabezas y anhelos.
De los colores gastados del motel, colores porosos e inmunes a la luz obscena de la mañana en ciernes emerge un automóvil cuyos ocupantes ya no se miran: ella conduce él ve por la ventanilla. Un par de kilómetros al sur el falso bosque del vivero ensaya una amenaza de sombras inquietantes.
El asfalto es un espejo del cielo: caminos rectos sin un grumo donde la luz pueda aferrarse.
Regreso; he atravesado la ciudad hasta Sarmiento y pasan de las nueve. Una mujer empuja lo que primero creo es un cochecito pero al verle flanqueada por una llama y un poni vuelvo al cochecito con la mirada, no es -rojo y vivo- el transporte de un niño es tan solo un carrito de trastos.
Regreso; la llovizna ha comenzado asentarse sobre el asfalto.
Regreso; la llovizna va empapando la fachada de la escuela Juan de Garay, va abrillantando los toboganes de la plaza, va silenciando la mañana.
En la casa, la luz que entra por la ventana, como quien dice, dura, lo que un su
spiro; apenas alcanza a iluminar veinte centímetros de alacena dejando la heladera en la penumbra, la cocina en la oscuridad. Pienso en la mujer que refregaba sus manos una contra la otra, me pregunto sobre su espera, barajo dos, tres alternativas que considero lógicas para llevarla a plantarse en el último de los tres escalones que llevaban desde los pastos al cubo -a la casacubo-, y frotarse las manos mirando hacia a la avenida. En otro tiempo hubiera barajado una sola: se levantó porque le gusta mirar cómo llega la luz, aunque sea una luz de brasa apagada, fría y cenicienta. Hoy, ahora, sentado y escuchando una tanda de noticias que la radio parlotea una tras otra sin comas ni puntos ni emoción alguna, pienso en otras alternativas menos poéticas, menos humanas, más miserables, las pienso mientras recuerdo pequeños detalles sobre la mujer: las manos grandes, el cuerpo ancho, el pelo negro y la luz abrazándola, formando una aureolita blanquecina alrededor, remarcando el contorno de su figura en medio del paisaje, resaltándola, extrayéndola de la mañana desteñida y quieta alterada apenas por algún perro flaco o rengo, un pájaro solo, un tero, el sonido monótono de un tero llamando desde un patio viejo.