domingo, 9 de diciembre de 2012

Noche de viernes



Linda noche de viernes, para caminar mirando el río y  escuchando folklore. Si bien uno ha andado el Festival Paso del Salado, digo, andado a pie, durante los cuarenta años que lleva el Festival andando él a su vez por Santo Tomé, otra forma de andarlo es entrando con los ojos bien abiertos al libro Noches de Festival del Profesor Ernesto A. Grenón o, Don Tito Grenón o, Don Tito a secas nomás,  que es como todos lo conocemos acá.
Noches de Festival es una recopilación minuciosa –aunque en contratapa Don Tito diga que se trata de un recorrido somero‒ de  las treinta y nueve ediciones del encuentro, destacándose particularidades, esfuerzos, logros, reconocimientos y consagrados. Debo decir para la próxima, digo la próxima edición, ampliada, dentro de unos años y diciendo esto ya pongo en un brete al autor y al municipio, que las fotografías me supieron a poco, digo, como sugerencia de lector nomás.   

Linda noche de viernes también par andar recordando, digo, que después del festival el río se oscurece un poco más y parece  hablarle a uno, y a mí me suena, siempre que lo miro a estas horas poco usuales de andar mirándolo, a voces lejanas, esas de las que apenas me acuerdo el timbre y que sin embargo, en la noche reaparecen en la voz aguada del río, trayéndome historia viejas como esta que me contaba mi abuelo, entre otras tantas, todas ellas llenas de animales, algunos más zonzos que el mono de esta que les voy a contar, otros inteligentes como cristianos –así decía mi abuelo que se llamaba  Ramón, para más datos‒ y llenas también de esas cosas que dan para quedarse pensando, como seguro se quedó pensando el mono de la historia que el viernes en la anoche recordé mientras miraba el río negro cargado de noche, y que ahora escribo, tratando de respetar las palabras, ahora desusadas, del abuelo Ramón, así como su forma de contármela:
Un mono que entró por una ventana abierta en casa ajena y encontró colgada de un clavo una cinta elástica. La tomó de la punta, la estiró, y al soltarla sin pensar vio que pegaba fuerte en la pared. Le gustó el juego; la estiró más y más, pegando así cada vez más fuerte en la pared.
Entonce pensó en estirarla con todas sus fuerzas para ver hasta dónde podría alcanzar y quién seria más fuerte, si él o la cinta. Estiró, estiró; la cinta se iba poniendo larga y más larga pero se adelgazaba y también empezaba a resistir. El mono tiraba siempre, pero algo como un recelo íntimo le aconsejaba la prudencia, y parecía decirle no abusar, no tirar hasta el último límite. La cinta ya casi no daba; el mono se sentía a la vez, y no sin cierto deleite tentado a seguir y con cuidado; daba tirones todavía, pero pequeños y el instintivo temor de algo que, sin que supiera bien qué, le parecía poder ocurrir, exageraba su voz.
Al fin, y cediendo a ganas casi enfermizas de tentar la suerte, dio una sacudida más y ¡zaz!, recibió en un ojo, con una fuerza bárbara, el clavo sacado de la pared por la cinta elástica.
Quedó tuerto, pero un poco más juicioso…dicen. ¿Quién sabe?    

La araña dormida

Esquemático fue el último adjetivo que recibí de mis colegas. Esquemático, según la RAE: que tiende a interpretar cualquier asunto sin percibir sus matices. Admito mi poder de simplificación pero en mi defensa he de decir que mi mirada, que ha merecido en más de una discusión la calificación de calidoscópica, me ha valido el adjetivo de ubicuo en más de una ocasión. Es evidente la contradicción así que no me explayaré en ella, por el contrario he de hacerme cargo de mis atributos, intentando monologar –ya que el lugar no permite actividad menos ególatra‒ sobre el tema de la rutina, tan temida tan denostada y contrapuesta a la aventura, tan deseada tan buscada tan bien recibida y siempre avizorada.
He de decir que la rutina, lo rutinario, ensambla con mis hábitos y temperamento. No comprendo el afán de novedades que me rodea y no hablo solo de mis colegas, buscadores incansables del más sutil o leve suceso que les permita dar con la tan codiciada primicia, efímera por cierto, sino de la gente en general. Contar con lo nuevo o el chisme (que comparten las cualidades de atrapar la atención y de moverse de boca en boca, blog, twitt, o cualquier otro medio de locomoción en soporte papel o electrónico) sería, de algún modo, ser parte de la novedad o, lo que es o mismo, la aventura. Mientras que los rutinarios preferimos lo frecuente, los aventureros prefieren lo infrecuente; lo extraordinario contra lo ordinario o cotidiano.
Me declaro entonces abiertamente rutinario, prefiero cada día la misma hora para levantarme, el mismo desayuno, en el mismo bar y la misma mesa, los mismos diarios y la misma hora para comenzar mi tarea, los mismos repetidos e inacabados temas para mis columnas y la misma aventura al interior –ese movimiento sugerido‒ a contrapelo con el otro, el exterior cargado de horas al volante para arribar a un sitio desconocido que esconde lo que en mi paisaje tengo a la vista y al olfato, es decir la seguridad-inseguridad de lo conocido y abarcado.
La rutina me ordena y me deja tiempo para mirar, escuchar y pensar que es lo que la aventura permite obviar con su consecuente ocultamiento de lo obvio y primordial, bajo, para qué negarlo, la excitación que produce esa exploración externa. Externo contra interno.
La aventura me desconcierta y distrae; su premura me impide encontrar la pausa necesaria para la sensualidad del diálogo, de la meditación y las abstracciones, del fervor de la lectura prolongada y onanista, del deleite de la observación. Sobra decirlo amo la llanura inmensa y chata; su porfiada quietud.
Probablemente entre rutina y aventura, se trate de una cuestión de lograr el equilibrio, como con los adjetivos que agradezco y de los que descreo.
Y para demostrarlo, paso de la aventura de la escritura a la rutina de la cocina, que como cada sábado me espera abierta y blanca para que yo, repita el ritual del almuerzo en casa.



Río de palabras II



Lo que escuché me gustó, así que sigo con la oreja pegada a la puerta de la que brotan las palabras de los talleristas y, después de un rato, junto coraje y me mando nomás, digo buenas tardes y nada más porque parece que todos me conocen.
¿Por qué escriben? ¿Qué es escribir?, pregunto y ni bien las palabras salen de mi boca veo en los rostros una sonrisa común, con algo de cómplice y mucho de goce. Escucho y tomo nota, cuando llego a casa leo las listas que muestran las múltiples respuestas:

Como una forma de expresión; alivia el corazón. Como una manera de cristalizar pensamientos,  sentimientos y emociones. Para mostrar la sensibilidad del que escribe. Para sacar del alma lo mejor. Para decir lo que algunos callan. Como desahogo del corazón. Para descubrir. Porque cambia la vida espiritualmente. Porque oxigena el alma. Por satisfacción personal. Por el disfrute. Para permitir que los recuerdos fluyan del corazón a la mano. Porque ayuda al hombre a equilibrarse.

Es un contrato entre el lector y el que escribe. Es correr a cocoyito de las palabras -cocoyito, hacía siglos que no escuchaba esa expresión- cocoyito de las palabras manera, ¿se imagina ir a cocoyito de las palabras? Yo sí, ahora voy, justo ahora mientras intento contarle a usted o más que contarle trasmitirle, insuflarle, por qué escriben los que escriben.  
Es un mundo mágico para entrar.
Es algo celestial, la felicidad de la familia -respuesta dada por una mujercita de 28 años, una mujercita poetiza afectada por el Síndrome de Down-.
No sé, corazón –no sé, digo que no sé el tiempo que hace que nadie me llamaba así, aunque en verdad me parece que no fue dirigido a mí sino a la literatura, digo, lo de corazón.
Es un desafío ante la hoja en blanco.  Porque es un meterse en lo que escriben otros
Es sentir.
Es desnudar el alma.
Es animarse a decir.
Es venir a descubrir.

En esta tierra de ríos volubles y alucinados, hay gente que no descree de la literatura:
(Voy a cometer la herejía de escribir los poemas en forma horizontal).

Aullido de Blanca Amling
Nueva noche/ llena de luna/ vacíaaa de su luz/ din dan dun din don/ firuletes de alguna campana/ que pretende llenar la noche/ la luna dormida y/ sssooolaaa/ eco campana luna noche/ agujero de mi densa carne/ sangre que se derrama/ por el borde auxiiliiooo/ de una mordida/ exilio del perro/ hecho ovillo/ ladrido en silencio/ sueño de perro/ nostalgia de lobo/ sin estepas sin bosques sin/ búsqueda busca/ cobija de cemento/ en un umbral cerrado/ llama/ auuuuuu a la luna invisible/ llora mmmi alma/ buscando la manada/ perdida/ en la penumbra de los años iiidoooss ¡!/ esperando una luz/ o un aullido.

Esos ojos de Anahí Mangiaterra
Ojos que me miran/ pelo duro/ ojos que dicen tristeza/ cachetes paspados/ ojos que duelen/ boca lastimada/ ojos que sueñan/ orejas sucias/ ojos que esperan/ ropa raída/ ojos que increpan/ manitas ásperas/ ojos que viven crueldades/ pies descalzos./ Ojos que piden amor

Se escribe para uno
El grupo retroalimenta
El que escribe no espera recompensa
Gerardo, cuídese de los que saben escribir porque logran enamorarte sin siquiera tocarte.




sábado, 17 de noviembre de 2012

Río de palabras



En esta tierra de ríos volubles y alucinados, la gente descree de la literatura. Algunos ignoran que existe, otros la miran como si perteneciera a un lugar ajeno, remoto e indescifrable mientras que más de uno  no cabe en su asombro al considerar que es real su inutilidad y siente la necesidad de justificarla y la valida en el campo de la política, la moral, la sociología o la psicología; pero si escribo
Noviembre trae otra vez
un ramillete de raíces
ciegas
no remito a nada, escribo y no remito a nada pero no soy el único, digo que no soy el único que escribe en Santo Tomé, sin remitir a nada, a nada útil, a nada utilizable, a nada que informe, o de cuenta o enseñe o aleccione o haga historia.
En la Sociedad Italiana Cacho Agú coordina un taller literario que este año presentó en la feria del libro su primer “Cuaderno”.
Qué palabra más humilde cuaderno, lo que me pone a pensar que en otro rincón, no muy lejos de allí, otro manojo de personas se reúnen al nombre -humilde- de Palotes Literarios y también escriben.
Escriben sobre sus vidas y sus pareceres y sus miradas -únicas-; escriben palabras que unidas dan forma a cuentos a poemas u otras formas menos fáciles de clasificar -y no es esto importe en lo más mínimo-; escriben porque escribir no necesita de nada más que de escribir ni siquiera de la aprobación.
Espiemos a los Palotes Literarios;  metamos solo la oreja unos segundos, en el taller de lectura y escritura creativa del Centro de jubilados del Centro de jubilados y Pensionados de Santo Tomé.
Niño azul -fragmento- Carlos Profumati
en las manos
la súplica
llora el cielo
y en los pies
el barro

ni besos ni juguetes
solo caricias de sol

Ojitos de Escarabajo -fragmento- de Aurora Campan
Están solos
entre fantasmas y diablos
que algún alienado inventó
y como mendigo levantan
en súplica, una mano
que a nadie le importa tocar.
Duele duele duele
Me quedo triste…
más triste que nadie en el mundo ha visto

Añoranzas -fragmento- de Graciela Fiameni
Es negro
y quiero expulsarlo.
negra es la vivencia
y negro el recuerdo
para contenerlo
 para guardarlo.
Ángel de la muerte
se llevó su alma
y su cuerpo enfermo
de alcohol y de lucha
por vencer al diablo.
Ya es polvo, ya es aire
La literatura -toda ella, la de los grandes escritores, la de los pequeños aficionados- deja huella en el que escribe y en el que lee -que de algún modo completa, que de algún modo también escribe entre líneas mientras lee-.
La literatura no necesita más que mostrar. Lo que sigue, lo que deja la literatura está siempre en el interior del que lee. 
  

viernes, 9 de noviembre de 2012

Caminando bajo la lluvia



 
A veces necesito unas vacaciones, unas vacaciones no de la ciudad, ni siquiera de la gente, sino de mi cabeza. Ese tiempo se me anuncia con noches blanquísimas que duran dos o tres semanas, después, un día cualquiera, cansado de no poder dormir, aparezco tocando el timbre en La Merced donde me conocen, porque suelo vacacionar de mi cabeza allí, desde que los veintitrés, cuando un surmenage me sacó de las aulas de Ciencias Económicas y me llevó directo, como volando, para allá. 
Además de las noches blanquísimas, la necesidad de las vacaciones se me anuncia por la falta de, como quien dice, la inspiración, entonces las quinientas palabras se me hacen una pared lisa y resbalosa, imposible de escalar. Por suerte el director del diario me tiene paciencia o lástima vaya uno a saber que para el caso es lo mismo y ni pregunta por las quinientas hasta que vuelven a aparecer parejitas y certeras -eso quiero creer- un día cualquiera como el de hoy que casualmente también llueve como la última vez que se ordenaron, parejas y casi coherentes en los renglones luminosos de la columna digital.  Y lo que me dice el dire es cómo anda Gerardo y yo le contesto bien gracias y él me mira como diciendo me alegro y nada más porque el director es de pocas pulgas y de pocas palabras también.
Y como de mis vacaciones vuelvo relleno de lectura o relectura el tema no puede ser otro, ya que además el clima acompaña, digo, acompaña para tomarse unos mates mientras se lee, decía que el tema no puede ser otro que algún escritor que ande merodeando el universo medio olvidado, un escritor que también se tomó una vacaciones en una “La Merced”, solo que en la Suiza germánica y durante veintitrés años, hasta que la muerte lo encontró la navidad de 1956, en una de sus maratónicas caminatas, a los setenta y ocho años. Estoy recordando a Robert Walser, el caminante, uno de los mayores escritores de expresión alemana del siglo XX cuyo genio, a decir de Saer, había sido saludado por Kafka, Musil, Walter Benjamín y Canetti. 
Junto con su cadáver extendido a todo lo largo -era un hombre alto- sobre la nieve,  salieron a la luz sus microgramas -que aún hoy son estudiados para ser descifrados- ,  Walser llamaba a estos microgramas el método del lápiz, método que consistía en escribir en letra diminuta sin levantar nunca la punta del lápiz del papel.
Walser dejó 526 manuscritos de una caligrafía gótica microscópica, casi invisible y de prolija regularidad, cuya lectura es solo posible con gruesas lentes de aumento. 
Para dar un ejemplo diré que, de 34 hojas de microgramas se extrajeron dos libros enteros: la novela El Bandido que en la versión francesa editada por Gallimar tiene 152 páginas y la serie de escenas y textos breves -género en el que Walser alcanzó la cima de su arte- que, con el título general de Félix fueron descifrados y editados en 1972.  
Walser acostumbraba a escribir en hojas de almanaque que solía cortar por la mitad, en reverso de facturas, de volantes, de sobres ya utilizados, el dorso de alguna tarjeta postal e incluso en alguna circular impresa en la que tal o cual revista le comunicaba el rechazo de algún texto anterior enviado para la publicación.
El uso frecuente de papeles que el azar ponía a su alcance coincide con el principio poético y ético de Walser según el cual no importa qué acontecimiento, por cotidiano y banal que pueda parecer, merece ser tema para la poesía.
A propósito de Walser y aprovechando una de mis vacaciones alguna vez escribí lo que encontrarán con fecha 9 de noviembre de 2012 en
Aunque si yo fuera usted, me saltaría el link, y buscaría al mismísimo Walser en las librerías o en la Web.

Recordando a Robert Walser



El Caminante *

   Conocí a Robert Walser en julio de 1936. Él daba uno de sus  inacabables paseos por Appenzell. Yo me había acercado silencioso y le seguí el paso hasta que media hora después notó mi compañía.
—¿Es usted Seelig? —Asentí.
   Caminamos tres horas más durante las que Walser no vuelve a dirigirme la palabra. Lo dejo ante la entrada del hospicio. Él me saluda quitándose el sombrero, lo sostiene sobre su cabeza durante un momento, sonríe, y se lo calza nuevamente. Lo lleva apenas apoyado dando la impresión de que cualquier viento por leve que fuera podría volárselo. Veré repetirse aquel gesto durante las dos décadas que durará nuestra amistad. Aún puedo verlo cuando pienso en él.
   Hacía tres años que el Señor Robert, como algunos lo llamaban mofándose de sus tiempos sirviendo en un castillo de Alta Silesia, se había internado por propia voluntad en el psiquiátrico de Herisau. Según el director del hospicio, el doctor Pfister, Walser jamás muestra el menor deseo de escribir. Muy por el contrario, cuando no sale a caminar, colabora con los empleados del asilo en las tareas de limpieza. Por la tarde, durante las horas de trabajo reglamentarias, ordena lentejas, habas y castañas en tres montañitas separadas, o arma bolsas de papel.
   Ni bien supe de su estancia en Herisau intenté innumerables acercamientos durante  varios meses, pero mis visitas le pasaban inadvertidas. Walser se esforzaba por trabajar lo más posible y mascullaba insultos si alguien intentaba interrumpirlo. En los ratos de ocio se sumergía en libros de hojas amarillentas o en revistas viejas.
   Pero esta mañana, al verlo atravesar la plaza he decidido darle alcance.
   Durante los próximos veinte años,  mis paseos con Walser se sucederán con intervalos en los que él se entrega a tareas serviles con una pasión obtusa y aniquiladora. Solo cuando la mera voluntad de convertirse en un cero a la izquierda redondo como una pelota no le basta, cuando esa voluntad encarnizada de extinción, ese sueño paradójico, tal vez imposible, de no ser nadie, de ser menos que nadie,  no le alcanza, retoma sus caminatas.  
   Cuando pienso obsesivamente en él, como hoy, repaso mis diarios donde he registrado nuestras conversaciones,  mis impresiones, mis preguntas que aún aguardan respuesta.
—¿Y la escritura? —pregunto.
—Es absurdo y grosero, sabiendo que estoy en un hospicio, pedirme que siga escribiendo libros. Sólo puedo escribir en libertad, y hasta tanto no se cumpla esa condición, ni siquiera puedo considerar la posibilidad de retomar la escritura.
—Tengo la impresión de que usted no aspira en absoluto a esa libertad —observo. 
—No hay nadie que me la ofrezca, así que hay que esperar.
—Yo se la ofrezco Robert, sálgase del asilo. Permítame alojarlo en mi casa
—¿Sabe usted Carl?, a veces la literatura se convierte en una especie de traición.
—¿Traición a qué, a quien Robert?
—A la vida, a uno mismo ¿Le conté de aquella vez en que salí de Berna a las dos de la mañana? En aquella ocasión llegué a Thonon a las seis; a primera hora de la tarde me detuve a orillas del Niesen, donde me he tragado —aquí se detiene para reírse— una lata de sardinas con un trozo de pan; luego regresé. Estaba nuevamente en  Thonon al anochecer y a la medianoche otra vez en Berna.
   Walser se vanagloriaba de aquellas maratones durante las que intentaba escapar de los sueños que lo acosaban, sueños poblados de truenos, voces con eco y manos que le buscan la garganta, de los que despierta aullando de terror. Al salir de aquellos trances  camina de día y de noche, sin parar.  Otra de sus hazañas peatonales es el tramo Berna Ginebra de un tirón, con noche en Ginebra y regreso a Berna a la mañana siguiente.
   En otra ocasión, luego de varios kilómetros de caminata durante los que Walser permanece invariablemente callado, invisible a los ojos de quienes se cruzan en su camino, esa capacidad tan suya de pasar inadvertido -diríase que como su literatura, él ejercita el arte la invisibilidad-, intento convencerle de la necesidad de una reedición de sus libros.  
—He estado leyendo, releyendo, algunos de sus libros, y pienso que debería usted iniciar la corrección antes de
—Nunca corrijo Carl, nunca, debería usted saberlo —le hablo de Las composiciones de Fritz Kocher, aquella obrita maestra suya que Eudeba editó en 1904, flanqueada por once renglones indigentes de Hermann Hesse.
—Mi hermano Karl la ilustró —hace unos dibujos en el aire. Continuará haciéndolos durante el resto del paseo.
—En ese libro ha simulado usted compilar una serie de redacciones escolares —intento regresarlo.  Robert Walser no estaba en este ni en otro mundo. Iba y venía.  
   De pronto hablaba de literatura, de los paisajes, de los goces de una buena comida, de la vida en el hospicio, de la guerra.
—No entiendo su insistencia en hablar de mi trabajo. Hermann Hesse —se detiene en la doble ese, jugando con el sonido, sonríe—, ahora que lo nombra recuerdo que hace un tiempo me ha hecho llegar un ejemplar autografiado de El juego de los Abalorios —no me escucha, de todas  formas no importa, ya no me verá ni escuchará por ese día —, el problema filosófico que plantea respecto de si en la sociedad, es lícito que exista una aristocracia del espíritu que viva por encima y al margen de la sociedad más corriente no me resulta ajeno, ¿a usted Carl? —no espera mi respuesta—. Filosófica, minuciosa, áspera ¿Qué opina usted Carl?
   Al verlo alejarse atravesando el parque del hospicio me asalta la duda de si se encuentra realmente enfermo o simplemente ha encontrado allí un refugio.
   En 1929, Lisa, la hermana que Walser adora, -aquella que todos reconocen en la gentil institutriz de Jacob Von Gunter-, luego de que este intentara ahorcarse, y fallara porque no sabe hacer un nudo corredizo, lo lleva al hospicio de Waldau. Ante el portón del establecimiento, Robert le pregunta: “¿Te parece que es la solución?”. Lisa no le responde. Walser tenía cincuenta y un años, cuatro después lo transfieren al asilo de Herisau, donde permanecerá hasta su muerte, veintitrés años más tarde.
   El contacto con Walser renueva día a día mi entusiasmo por reeditar su obra, por rescatar los escritos que supongo guarda en el asilo, aquellos manuscritos casi elegibles hechos a lápiz con letra diminuta y apretada. Walser no levantaba el lápiz del papel cuando escribía, se deslizaba por la hoja con la misma lenta determinación con la que lo  hacía en sus caminatas.
—No comprendo ese empeño suyo en publicar mis garabatos.
—De todas formas lo haré, si usted me lo permite. He decidido que lo mejor sería una edición limitada, si accediera usted a ver
—No hace falta ver nada extraordinario ya es mucho lo que se ve ¿Le he hablado de mi nuevo método de escritura?
—No Robert, no lo ha hecho usted.
—Lo llamo método del lápiz. El paso de la pluma al lápiz ha sido penoso pero ciertamente liberador. Finalmente una de mis manos colgaba como un racimo de uvas.  Recuérdeme, antes de mi muerte, que le enseñe la clave para descifrar mi alfabeto.
—Se lo recordaré, no le quepa duda Robert.
—Observe Carl, vea cómo el mozo de esa cafetería carga la bandeja. Se diría que brazo y bandeja arrastran tras de sí a un mozo.
—¿Desea que nos sentemos Robert, desea un café, tal vez?
—Limpiar habitaciones, lustrar cucharas de plata, sacudir alfombras y servir vestido de frac. “Señor Robert”. “We madame”. Aquí se aprende muy poco, falta personal docente y nosotros, los muchachos del Instituto Benjamenta, jamás llegaremos a nada; es decir, que el día de mañana seremos todos gente muy modesta y subordinada —reconozco la cita inmediatamente. Le hablo de su novela.
—He oído que Jacob Von Gunter ha tenido un gran éxito en Alemania. Debería usted pensar en revisarla antes de la reedición. Me ha escrito mi entrañable amigo Max Brod, quien al igual que yo con usted, viejo amigo, no logra convencer a Kafka para que publique sus obras. Me ha contado del día en que Kafka irrumpió en su casa enarbolando su Jakob Von Gunten y se puso a leerle unos pasajes en voz alta, interrumpiendo la lectura solo una vez, definitivamente, para reírse “de un modo estrepitoso y continuo”, esas fueron sus palabras.
La naturaleza no tiene que esforzarse por ser importante. Lo es. Vea usted Carl cada esquina o perro vagabundo son un enigma tanto como mi alfabeto ¿No lo cree usted?
—Desearía conocer su alfabeto Robert. Me ha dicho usted que  le recuerde enseñármelo.
—Cuando acabe la guerra. Ni un día antes, sólo cuando acabe. Recuerdo aquella mujer judía de alta sociedad a cuyo servicio me emplee luego de mi incursión en los talleres Escher-Wyss ¿Qué habrá sido de ella? No puedo pensar en otra cosa desde esta mañana. 
—De seguro se encuentra a salvo.
—De seguro ha muerto. Hemos llegado, lo espero mañana. Lo llevaré hacia el bosque de pinos. Con frecuencia camino por él, es un bosque de pinos y abetos, cuyas bellezas y maravillosa soledad invernal parecen preservarme de una incipiente desesperación.
 
   Cuando me presenté en el asilo al día siguiente, Walser había salido hacía horas; antes del amanecer, según creían. 

“Me vino en gana dar un paseo, me planté el sombrero en la cabeza, abandoné el cuarto de los escritos o de los espíritus, y bajé la escalera para salir a buen paso a la calle. Podría añadir que en la escalera me encontré con el sereno del hospicio. Mostraba cierta pálida y marchita majestad. Sin embargo, he de prohibirme del modo más estricto detenerme aunque no sean más que dos segundos con este marroquí o lo que fuere que me ha deseado feliz navidad; porque no puedo desperdiciar ni espacio ni tiempo. Hasta donde puedo acordarme, ayer, al salir a la calle abierta, luminosa y alegre, en un estado de ánimo romántico-extravagante, que me satisfacía profundamente me he topado como de costumbre con Carl. El mundo matinal que se extendía ante mis ojos me parecía tan bello como si lo viera por primera vez. Todo lo que veía me daba la agradable impresión de cordialidad, bondad y juventud. Olvidé con rapidez que arriba en mi cuarto había estado hacía un momento incubando, sombrío, sobre una hoja de papel en blanco. Toda la tristeza, todo el dolor y todos los graves pensamientos se habían esfumado, aunque aún sentía vivamente delante y detrás de mí el eco de una cierta seriedad. Esperaba con alegre emoción todo lo que pudiera encontrarme o salirme al paso durante el paseo. Mis pasos eran medidos y tranquilos, y, por lo que sé, mostraba al caminar un semblante bastante digno. Carl intentaba convencerme para que avale cierta obsesión suya que lo asedia y que le impele a pretender reeditar mis libros. Me he disgustado con  él ante tanta insistencia, es por eso que esta mañana no lo he esperado. Me gusta ocultar mis sentimientos a los ojos de mis congéneres, sin que, no obstante, me esfuerce aprensivamente en hacerlo, lo que consideraría un gran defecto y una gran tontería. Ha nevado lo suficiente para que el paisaje aparezca ante mis ojos cubierto por una fina capa blanca que mis zapatos  rompen dejando un rastro oscuro, donde asoma la tierra negra, que me persigue. 
El frío se intensifica entre mis ropas y siento la blancura de mis huesos saliéndose de mí y fundiéndose con el paisaje. Nadie me sigue, tropiezo con las nubes que se mueven en un cielo azul y brillante, me agarro a las hojas más tiernas de un abeto monstruoso. Miro hacia abajo y el azul se aclara iluminado por el sol que asoma de las nubes caminantes. Accidente. Estoy cayendo ¿estoy cayendo? Mi cuerpo gira hasta llegar a otro cielo, blanco, que me invita. Parece que deseo la caída, aunque mis brazos se desbaratan luchando contra ella. Estoy cayendo ¿estoy cayendo? Qué extraña sensación sin  horror, sin pesadilla. He perdido mi sombrero y mi mano no lo alcanza. Oscuro mar blanco, de poder oscuro blanco, el bosque pende cabeza abajo. Pirueta lenta lentísima, mínima y pavorosa  sintiéndome liberado y feliz”.  
  
  
   Los niños que hicieron el hallazgo del cadáver describieron  a un hombre congelado a orillas de un campo cubierto de nieve, con un largo abrigo negro, botas gruesas y los ojos abiertos. Su sombrero se encontraba a un par de pasos de él y en su rostro se dibujaba una mueca terrible. No sonreía. Pero cada vez que proyecto esa imagen de tonos contrastantes en la pantalla de mi cabeza me gusta imaginar que en el momento de encontrarse con la muerte, solitario y vagaroso, Walser quiso pedirle a su corazón que se sometiera de buen grado a lo inevitable con una sonrisa, una sonrisa oblicua, al fin y al cabo también de bienvenida.


—Una vez fuera del hospicio, ¿volvería usted a escribir? Robert.

* Incluye fragmentos de los diarios de Carl Seelig y del relato “El Paseo”, de Robert Walter.

sábado, 20 de octubre de 2012

Pasajeros de la lluvia

Cuando me senté a escribir esta columna llovía; hoy que la retomo, tres días después, no llueve y me pregunto qué hacer con la introducción que tal como está, delata que, a veces, escribir quinientas palabras se me hace cuesta arriba, vaya uno a saber por qué. Podría cambiar la introducción, pero claro, está el problema de las quinientas palabras que se me figuran quinientas páginas, así que estoy considerando esperar tres días más lo cual me solucionaría el problema porque dentro de tres días parece que lloverá otra vez.  Una tercera opción sería esta: hace un sol espléndido –así decía mi tía la soltera, “hace un sol”‒, pero hace tres días llovía y dentro de tres lloverá otra vez, entonces podré escribir, sentado, hoy, que hace sol, algo como:
Llueve otra vez.
¿A ver cómo lo dice Javier?, el niño-personaje de Un Verano
“Llueve. El techo de la cocina tiene un agujero. Mamá pone una olla abollada donde caen las gotas que hacen “clinc”. Cuando la olla empieza a llenarse, las gotas hacen “clong”. Mamá lo mira a papá y él mira para abajo.
—Lo voy a arreglar —dice.
Mamá no dice nada.

Sigue lloviendo
está todo gris
el cielo está gris, también el patio
y el aula
es como si el cielo se reflejara en todo”.

Bien, llueve; para Serrat, sobre los chopos medio deshojados, sobre los pardos tejados, etc., demasiada melancolía para sumarle a un día lluvioso y pesado, bien santotomesino el día, de un lado nubarrones que anuncian que el cielo se viene abajo (por el peso del granizo); del otro lado claridad, una claridad pegajosa y demasiado brillante para mi gusto.
Bien, llueve, menos mal que no llovió para la feria, claro que algunos chaparrones cayeron, como la ausencia (por fallecimiento de la suegra, eso me dijeron y agregaron, “es que se quedó a festejar”, así que no sé si era cierto o broma y no me puse a preguntar por pasar por pavo) de   Daniel Riera, cosa que lamenté especialmente.
Llueve y mañana lloverá.
El niño-personaje de Un Verano es santotomesino, al igual que se autor/a -no soy ambiguo en este punto por falta de certeza sino por estar a tono con la moda y con la forma en que reconocemos la sexualidad asumida como género –digo, por citar el ejemplo más conocido, que Florencia de la V, ahora Florencia Trinidad hasta en la partida de nacimiento, como bien ella dice es mujer y  sus genitales, entre otras cosas, nada tienen que ver su sexo, femenino por elección y femenino por documentación‒, pero volviendo, decía que el autor/a de Un verano se quedó sin que le publicaran su trabajo –aunque una editorial reconocida se había comprometido verbalmente en hacerlo y hasta lo había publicitado como uno de sus próximos títulos‒ y ahora anda buscando blog o editorial u oreja para su novelita infanto-juvenil, como se da en llamar  a trabajos como estos,  más o menos cercano a la literatura, salga de su computadora, aunque más no sea a tomar aire un rato.
Pasajeros de un tren de juguete, estos aficionados a la literatura, tienen algo en común con sus personajes, ellos viven dentro de un libro y  miran por la ventanilla y lo que ven es  cómo pasan frente a sus ojos la que piensan será su oportunidad de llegar a la estación que buscan,  la que anhelan, la que los convertirá –como en los cuentos de hadas‒ en escritores.  Bien empleada, tal espera puede dar buenos frutos, claro que tienen  cuidarse de que el movimiento del tren no les haga hacer mala letra.
El que no hizo mala letra aunque escribía arriba de un barco, fue Herman Melville,
que me viene a la cabeza porque se cumplieron 161 años de la primera edición de Moby Dick, lo que me lleva a pensar que la venganza, al igual que la envidia, puede ser un motor constructor o destructor según las manos en las que se encuentre, digo, por quitarle algo de mala fama a tan despreciada virtud, es que se me ha dado por voltear mitos, que se le va a hacer, cosas que pasan cuando llueve y cortan la luz, lo que le da a uno tiempo para andar pensando. 
Es sábado. Llueve otra vez, es que pasaron tres días más hasta que logré completar el cupo requerido para subir la columna, cosa que me apresto hacer, mientras pienso que los muchachos del servicio meteorológico andan más que acertados en sus vaticinios acuosos. Lástima la peña de Raíces Argentinas que es esta noche a partir de las veintiuna, en la Escuela Juan Garay y no se suspende por mal tiempo. Espero que no se les mojen los ponchos (ni los choripanes).

La isla de Robinson

“¿Quién es aquel, que burlado en sus esperanzas, resentido por la ajena injusticia, labrado de pasiones o forjándose planes quimérico de ventura no ha suspirado una vez en su vida por una isla como la de Robinson?
Esta isla afortunada está allí en la de Mas-a-fuera, aunque no sea prudente asegurar que en ella se halle la felicidad apetecida. 
¡Sueño Vano!...Se nos secaría una parte del alma como un costado a los paralíticos, si no tuviésemos sobre quienes ejercitar la envidia, los celos, la ambición, la codicia, y tanta otra pasión eminentemente social, que con apariencia de egoísta ha puesto Dios en nuestros corazones, cual otros tantos vientos que inflasen las velas de la existencia para surcar estos mares llamados sociedad, pueblo, estado. ¡Santa pasión la envidia! Bien lo sabían los griegos que le levantaron altares”
El párrafo anterior pertenece a Domingo Faustino Sarmiento; a sus Viajes en Europa, África y América. Hace un buen rato que tales aventuras –físicas e intelectuales-, esperaban en la torre de babel de mi meza de luz, torre donde se acumulan en desorden de idiomas,  nacionalidades y siglos,  autores célebres o ignorados, geniales o abominables.
Me preguntaba, mientras leía –preguntarme mientras leo es una vieja costumbre, de la que, como del cigarrillo, no me puedo desprender-, acerca del ejercicio de la envidia -rasgo de carácter con tan mala prensa-, y sus manifestaciones más o menos delatoras en las llamadas redes sociales –yo las veo más bien como un ovillo de lana a merced de las garras de un gato, las llamaría por ejemplo: enredos sociales-, y  hacia allí me dirigí con un clic, que me parece es lo más cercano que uno estará –al menos yo- de esos transportes de fantasía que se activaban en la vieja serie televisiva con un Sr. Scot, transpórteme,  hacia otros sitios, sin mover un músculo.
Me bastó con leer unos pocos comentarios y otros tantos tweets, para confirmar mi sospecha de que la envidia no le escapa a convivir con los santotomesinos.
Claro que además existen otras redes u ovillos llamados: centro de; asociación de; sociedad de; lugares donde la envidia deambula rostros –no ya virtuales- y sobre todo lenguas.
Aprovechando un claro entre chaparrón y chaparrón me corrí hasta el taller de –entenderán que no lo nombre- y la grata perecedera convivencia, me ofreció  un claro ejemplo de, permítaseme el término, envidiosidad, oculta tras besos y sonrisas y aplausitos complacientes.  Excepciones habrá, eso es seguro, ya que, como todo el mundo sabe son las excepciones las que hacen las reglas.
Comprobado empíricamente, el pensamiento de Sarmiento me lleva a reivindicar la tan vapuleada envidia, que, bien utilizada, empuja los engranajes de la creatividad, hace girar la rueda del ingenio, mantiene el espíritu alerta, la mente ágil y hasta produce Adonis y Venus con los cuales deleitar la mirada.
Confirmado, como amenaza lluvia, quédese en su casa y experimente desde allí, haga clic –es decir accione- y auto transpórtese; la envidia entrará a su pantalla y bailará baguala y bailará catanga.  
Cortázar, digo,  ¿clasificaría a la envidia como cronopio o como fama? ¿Y usted?


domingo, 23 de septiembre de 2012

El mingitorio de Duchamp -el arte y la ciudad-



Aclarado el misterio de los huevos fritos confieso cierta desilusión. Si bien la ubicación de los dibujos me hicieron sospechar que podrían estar vinculados a alguna cuestión relacionada con el tránsito, envuelto, sumergido en mi helado de chocolate que en ese momento era el mundo entero, elegí desechar el pensamiento racional intuitivo y dejarme llevar por el calorcito primaveral, y guardé la esperanza de que la pintada estuviera relacionada con el arte.   Todo esto aclarando que la idea, por original en su forma y forma de uso -la creación previa del misterio- no está en tela de juicio, más bien al contrario, divertida y participativa en sí misma, es todo un acierto.
Al igual que el mingitorio de Duchamp –exhibido con el título Fuente-, los huevos fritos admiten una lectura que su ubicación les confiere -al igual que la ubicación del mingitorio en el contexto de una exposición de arte-.
Huevos fritos en la cocina: un placer que aterra a los médicos -sobre todo a mi cardiólogo, el doctor Cejas-, ocupados en los niveles de colesterol. Huevos fritos pintados en las esquinas de la ciudad por el municipio con un fin determinado: un mensaje.
Huevos fritos en el Estrada Bello: mensaje + belleza = arte
Siendo la belleza (o su contratara el horror), el soporte del arte, el mensaje cifrado invita, pregunta, dispara, abre el debate.
Ahora bien, volviendo a las esquinas de la ciudad y sus huevos fritos, la misma imagen que un museo o galería de arte despertaría fascinación,  en otro contexto, se despoja de lo artístico para volverse solo mensaje con un fin útil: ponete el casco, no seas huevón, que si no estás frito.
La pieza de Duchamp fue votada en 2004 como la creación artística más influyente de los últimos cien años ¿por qué?, por su valor figurativo, su capacidad infinita de metáfora, otorgada por el contexto. Entonces, me pregunto, nuestros huevos fritos, con todo y asfalto en el Estrada Bello o con alguno de nuestros artistas plásticos atribuyéndose la obra, ¿qué racimo de múltiples interpretaciones, qué miríada de disparates alucinados o racionales habrían despertado?
Me paro sobre uno de los tantos huevos y lo miro y pienso e imagino la ciudad sin más tema de conversación que la clara y la yema, las discusiones apasionadas, las coincidencias, las jornadas de debate, la llegada de críticos y estudiantes. Imagino la ciudad entera detenida alrededor de  los huevos fritos; la ciudad como quien dice en la luna, ocupada de no ocuparse de nada útil, y no sé por qué me río y me río y me lleno de algo así como de un estado de gracia que hace tiempo no sentía. Me parece de acá me voy directo al museo a ver qué opina el Machi Maignien.

domingo, 16 de septiembre de 2012

Lapacho, helado y huevos fritos



Caminando Centenario, de norte a sur, andando bajo la sombra protectora de los naranjos amargos que despiden el aroma dulzón de sus jazmines inmaculados, me sorprendo respirando hondo el aire dominguero del mediodía. Aunque camino hacia la avenida y de allí, doblando a la derecha iré hasta el sanatorio, no puedo quedarme en la pesadumbre que me ha dado la noticia de que mi amiga Blanca ha sufrido un ACV, la calidez del sol y el aroma de las flores me sacan de mis pensamientos agrisados y creo que sonrío.
Me vienen a la mente las voces de mi niñez, cuando la siesta no era para siestear, era para escaparse de los adultos adormilados, a hurtadillas y cruzar la ciudad al grito de  “guerra toronjas”,  envueltos en el sonido de las protestas y las risas; cruzarla hasta el río, con un mojarrero al hombro y, si había suerte, aventurarse en canoa hasta el otro lado, sentarse sobre los pastos duros de la barranca y pescar mojarras para la fritanga del atardecer. 
El lapacho inmenso de Centenario y San Martín ha florecido, o más bien estallado en un inmenso hongo rosado y palpitante, adueñándose de la calle, atrayendo las miradas, las de los que todavía miran más allá de sus narices.  El lapacho se yergue acercándose a los diez metros por encima de los naranjos verdeantes y el jardín de rosas de la esquina.
Durante la mañana del domingo el tránsito ralea, se licua,  por lo que no espero que el hombrecito blanco me autorice a cruzar.  La avenida vacía, las veredas despejadas, los negocios cerrados, parece otro Santo Tomé, el Santo Tomé de un sueño o tal vez de un delirio afiebrado.  Es otra la luz, son otros los colores, la avenida ni vibra, no palpita, no ruge, no grita.   
En el sanatorio la luz disminuye, el silencio es espeso como el aire quieto del lugar. La escalera es empinada y oscura. Me sorprende el contraste que encuentro en el pasillo, el número de personas que esperan no condice con el silencio. Una hilera de espaldas recostadas contra una pared amarilla frente a la puerta doble, en vaivén, de la terapia intensiva. Una hilera de caras alargadas y ojos inquietos. 
El resto es personal.
Regreso feliz como un niño, he caminado las cuadras me separan de la heladería y ahora, sorbiendo un helado de chocolate, mirando la bocha que transpira gotas marrones, como si el mundo entero cupiera allí y fuese un buen lugar, me siento de buen ánimo.
Dudo entre Lujan y 25 de Mayo, me decido por la última. Voy mirando sin interés las vidrieras de las tiendas, las zapaterías, el bazar, la cartelera del Centro Cultural. Las campanas del reloj de la Inmaculada me anuncian la hora. La plaza dormita bajo el sol y en la calle, sobre el asfalto, veo un huevo frito, no un huevo verdadero, sino la pintura de un perfecto huevo frito gigante, estampada en colores vivos, el blanco ondulante de la clara crujiente, los rojos, amarillos y naranjas de la yema.
Una cuadra más allá la pintura se repite. Me gusta y me hace gracia. Busco con la mirada con quién compartir la insólita obra pero la calle está, como quien dice, desierta.
Dejo al huevo frito cocinándose en el asfalto caliente de la primavera que ya está en la ciudad.

jueves, 16 de agosto de 2012

Una de remiseros, de los de antes y de los de ahora

Tristeza, de Anton Chejov


Miércoles de agua, agua y más agua, corriendo sobre las calles asfaltadas; barro y botas para lluvia en las calles de tierra, también algunas puteadas: justificadas. Calles sin suerte en el reparto de asfalto.
Roberto se levantó a las cinco y media. El primer viaje lo hizo a Santa Fe. Llevó, como cada día, una médica adormilada al hospital Cullen. Roberto intentó entablar conversación; el llamado metálico, falsamente melodioso del celular, se lo impidió. Ensimismado emprendió el regreso. En Santo Tomé lo esperaban tres cadetes del Liceo Militar, tres cadetes mudos a esa hora de la mañana, cada mañana, de lunes a viernes.  Roberto la sabe, los cadetes son monosilábicos hasta la exasperación. Pero esta mañana aguada Roberto intenta una charla.
—Ayer murió mi madre.
—¿Cuántos años tenía? —uno de ellos lo mira a los ojos a través del espejo retrovisor.
—Noventa y dos.
—Ah, era muy grande —el joven no puede evitar un gesto que muestra claramente que el hecho, por natural, predecible y hasta lógico, le parece insignificante.
—Pero era mi madre —intenta Roberto, mientras por el espejo retrovisor puede ver al cadete calzarse los auriculares; los otros dos ya los llevaban puestos cuando subieron al auto.
Igual que el cochero de Chejov, Roberto tenía algo que decir, algo que contar, algo que le quemaba en la garganta y, al igual que al viejo cochero, nadie tenía tiempo para escucharlo.
Para los que no conocen el cuento, algunos datos: un cochero, acaba de perder a su único hijo. En la noche invernal de una Rusia antigua y nevada, pasa el tiempo inmóvil esperando pasaje, esperando un ser vivo a quien contarle su desdicha. Las horas, los pasajeros y los viajes, lentos a tiro de caballo, pasan; el cochero no logra ser escuchado hasta que, sobre el final de la historia, descarga su angustia hablando con su caballo.
Roberto intentará una y otra vez –al igual que Yona-, contar los detalles de aquello que necesita decir: las últimas palabras que pronunció su madre, las últimas que él esperaba ella hubiera escuchado. Esa era su duda, esa era la llama que le quemaba.
Al mediodía el sol rompe algunas nubes, el aire se vuelve tibio y acuoso y el remisero regresa a su casa para un almuerzo frugal y solitario. 
“La tristeza”, tal el título del cuento,  fue escrito en 1897 en la Rusia anterior a la Revolución de Octubre. En el cuento –al igual que en toda su obra- Chejov no apela a las grandes situaciones ni a las grandes actitudes, es decir, no apela a lo espectacular, sino que, situando a sus personajes en un marco de vida ordinaria y las más de las veces sencilla, introduce en el proceso de la creación elementos en apariencia insignificantes, aunque en realidad henchidos de importancia: son a la manera de claves y producen efectos subliminales, que dan su justa dimensión y su profundidad al relato, logrando para él tanta intensidad como significación.
Pero, sentado en el auto blanco de Roberto, prestándole mi oreja atenta, no es en Chejov en quien pienso, aunque su historia me lo haya traído junto con el cuento a la memoria, sino en el hombre, digo, la humanidad del hombre –todos y todas- y en que, ya sea que se trate de 1897 o  de 2012, parece, que el problema que nos aqueja –uno de ellos al menos-  es el de la comunicación.  
Tendemos a creer que encontrar quién escuche, quién esté dispuesto a hacerlo, es un  problema actual, un mal de nuestra era globalizada y transitada, atravesada,  por las redes sociales –ese grotesco de la amistad, esa falsa ilusión de compañía-, pero el cuento de Anton Chejov lo desmiente -así  como lo desmiente  el nacimiento del psicoanálisis-, poniendo sobre el asfalto que lo humano, sin importar el rincón del mundo en que ocurra, ni el tiempo en que ocurre, para bien o para mal, se repite, se sostiene, perdura.
   

Cuento con recuerdos río y surubí

Para pibes –y no tanto- 


Los santotomesinos tenemos debilidad por el Salado, por la costa, por la isla. Bajo la luz verdosa de estos días lluviosos, la isla se recorta fantasmal y misteriosa. Así lejana, como saliendo de un sueño, a mí me trae recuerdos de mi niñez con barro, canoa, lombrices y mojarras. También me trae recuerdos de amigos que corrieron y nadaron a mi lado. Algunos de ellos ya no están por acá y para ellos y para los pibes que en los días de sol corren y nadan y pescan, va este cuento, mitad cuento, mitad recuerdo:
LA ISLA
Me levanto temprano, tomo todo el mate cocido, como todo el pan con manteca. Le hago un mandado a mamá. Anoche papá trajo a casa dos salvavidas y le dijo a mamá que eran para Licho y para mí. También le dijo algo que no escuché, pero fue ahí que mamá dijo: está bien, que vaya. Mamá no quería que fuera a la isla y yo estaba enojado, ahora estoy contento.
Salgo para lo del Licho. Voy corriendo a mostrarle los salvavidas.
A la tarde  estoy cansado. Mamá dice que huelo mal. Andá a bañarte que apestás, me dice y se ríe. Tengo olor a pescado. Con Licho estuvimos todo el día preparando las cosas para ir a la isla. Cargamos la canoa y juntamos carnada. 
Me voy a bañar, voy a comer todo y a dormirme temprano. Quiero que mañana llegue rápido.
El despertador no suena, no suena, no suena. Estoy despierto esperando que suene. ¡Al fin! 
A la isla llevamos solamente sal y carnadas. También tortas fritas que hizo mamá.
Nos ponemos los salvavidas y desatamos la canoa. Tengo un nudo en la panza. El Licho apoya el remo en el fondo para  empujar la canoa lejos de la orilla. Si pesco un surubí no me lo voy a comer, se lo voy a regalar a papá.  
El sol está alto detrás la isla, el agua refleja la luz pero no lastima los ojos. Todo se ve verde, la isla, la barranca el río. Hasta el cielo es verde.
El salvavidas da calor pero me aguanto. El Licho no se aguanta. Ni bien empieza a remar se lo saca. 
En la isla el Polaco anda montado al Amarillo. Va y viene. Lo hace cabalgar. El amarillo relincha. El polaco nos ve, se saca el sombrero y nos aluda, él vive en la isla. Yo levanto el brazo y lo saludo.
—¿Querés que reme un poco? —le digo al Licho que tiene la frente sudada.
—¡Cambio! —se corre de asiento y yo agarro los remos. Él saca una torta frita y se la mete entera en la boca.  Se inclina por encima de la borda para mojarse  la cara en el río. La canoa parece que va a volcarse. Me asusto pero no digo nada.
Desde la isla vemos la ciudad. Hay pocos edificios en la ciudad y son bajos. La cúpula de la Iglesia  es lo más alto. Es plateada y redonda y el sol la hace brillar.
Preparamos las cañas. Yo entierro una cimbra en la barranca, es una vara flexible para que no la quiebre el tironeo si el surubí es grande. Engancho del lomo un cascarudo en el anzuelo chico que está atado a uno más grande que es donde va a quedar enganchado el surubí cuando se acerque a comer. Al surubí le gusta la carnada viva.
No hubo suerte con el surubí así que al mediodía asamos un par de moncholos.
A la siesta nos da sueño así que nos tiramos bajo un aromito, apenas un poco más alto que el Licho. Lo cubrimos con una lona para que nos haga sombra. Me duermo.
El Licho me despertó a los gritos y yo no sabía ni dónde estaba hasta que reaccioné y lo vi tratando de que no se le escape la cimbra que se doblaba hasta tocar el agua de tanto que tironeaba el pique. Seguro es un surubí, pensé. Me empezó a saltar el corazón y corrí a ayudar al Licho. Los dos agarramos la cimbra fuerte pero los tirones nos arrastraban  hacia el borde de la barranca. Tiraba como un tren. El Licho se fue al agua con cimbra y todo y entones lo ví. Bajo el agua, cerca de la superficie, había un surubí de tres metros que debía pesar por lo menos  veinte kilos. Estuvo quieto un segundo,  después abrió la bocaza,  se sacudió y arrastró al Licho al medio del río. El Polaco escuchó mis gritos, se montó al Amarillo a pelo nomás y se tiró al agua con caballo y todo. El Licho metía y sacaba la cabeza del agua y no soltaba la cimbra. El Polaco lo agarró de los pelos y lo subió al caballo pero el Licho no quería soltar la cimbra. El surubí se puso a arrastrarlos a los tres, al Polaco, al Licho y también al Amarillo...
—¡Depertate Javier!  —sentí que me sacudían el hombro.
—¡El surubí!
—¡Qué surubí! No picó nada. Estabas soñando. Polaco, decías —Licho se reía y me dio bronca.
Me dio tanta bronca que no le conté el sueño. Yo le quería llevar un surubí a mi papá. Al final me tuve que conformar con unos moncholos, pero mi papá se puso contento igual. Hizo chupín y mamá me dijo que estaba orgullosa de mí; que ya era casi un hombrecito. Las madres siempre dicen pavadas que hacen pasar vergüenza.



viernes, 27 de julio de 2012

Los jóvenes, sus paseos, sus apropiaciones


La apropiación “simbólico-cultural” del espacio público.
El espacio valorado como un repertorio de connotaciones de significados culturales.


Lo “simbólico-cultural”, siempre tiende a ocupar de manera fragmentaria el espacio, es decir, una parte de la sociedad se manifiesta en la ocupación y el uso de un espacio, detonando ciertos comportamientos o actitudes, que van más allá de usarlo funcionalmente.
Este comportamiento está presente en toda gran ciudad y Santo Tomé, como urbe en crecimiento constante, alejada ya –aunque nostálgica- de sus orígenes pueblerinos, no se encuentra ajena a esta conducta. 
Una mirada simpática al fenómeno puede echarse sobre nuestros jóvenes, nuestros adolescentes, y un paseo repetido a la vista de todos.
De la misma manera que en el resto del mundo, en Santo Tomé y para los jóvenes, los paseos tienen un sentido puramente sociológico.  
Llevados por el ímpetu primaveral, que no los abandona ni siquiera en medio de la ola polar, puede vérselos entregados a sus idas, venidas, y coqueteos o más menos explícitos.
Para efectuar estos paseos se utilizan pretextos tales como recitales al aire libre o las ferias de artesanos, por nombrar un par. En cuanto a su fin último o único es el exhibicionismo.  Si uno los mira con un  mínimo de atención, comprueba que tienen algo de hormigas trajinando, restregándose las antenas en cada cruce.
Desprovistos de plumajes multicolores, melenas o cornamentas amenazadoras, los jóvenes apelan a lucir prendas que los distingan, que los hagan visibles –y elegibles- para el otro sexo. Tanto varones como mujeres usan implementos que en general brillan.
Las miradas se despegan del piso el tiempo necesario para encontrarse con otra mirada recién despegada del piso. A veces, una risita cómplice con el compañero de caminata, que siempre es del mismo sexo, porque los jóvenes tienden a andar en dúo, advierte y  alerta sobre la elección silenciosa que se concretará por la noche, en un boliche, o en los sueños. 
Un sitio convencional es la Avenida 7 de marzo, el día el sábado, aunque no se  desprecia el viernes; una hora convencional: pongamos las siete de la tarde.
El bar improvisado sobre la vereda de la parada de El Paso -para beneplácito de los defensores  de la apropiación del espacio público-, además de estorbar a los peatones convertidos en saltadores de matas,  llena el aire de un coro de voces que se superponen unas a otras  creando  un chillido agudo difícil de soportar para los que han pasado los cincuenta abriles hace un rato –largo-, e inunda el aire con un tifillo a cerveza, que se acumula día tras día, agriándose, hasta asquear al santafesino más cervecero y tradicional, decía, que el bar, sirve para reunir a una distancia apenas medible, desparramados sobre la vereda, los grupos o bandas o bandos preparados para, como quien dice, la guerra. Una guerra milenaria por la selección para la procreación, y con ella la supervivencia de la especie, que adquiere formas y colores que varían con el paso del tiempo, sin perder el fin único y último, renovado cada temporada por los dictadores de la moda.   
Los jóvenes departen excitados hasta el borde de recibir estímulos visuales, olfativos y táctiles –recordemos que la actualidad impone como mínimo el beso en la mejilla, aún con el más ilustre desconocido, sin contar los abrazos desaforados que hubieran escandalizado a nuestras abuelas, pasando por las poses que los retratan más o menos encimados unos sobre otros, en las fotografías-, decía que departen y también comparten un código compuesto de palabras y gestos que los llevará hasta la adultez, auque a veces, al verlos, uno podría creer que eso es imposible.
Más allá de las apreciaciones más o menos acertadas, agrias y hasta graciosas que los adultos podemos hacer –y hacemos- sobre los jóvenes, eternamente incomprendidos por las generaciones que los preceden, lo cierto, lo que se ve, lo que nos muestran y lo que ocultan, no es más que lo que han mostrado, han dejado ver y escuchar y lo que han ocultado, en cada región y en cada época, los jóvenes de todos los tiempos: algo tan simple y natural como el devenir de lo humano.