No, no
hablo de la película de la Sarli ,
aunque esté mirando un camión enorme estacionado frente a la plaza Libertad,
que la guarda y la anuncia.
Hablo del
camión que ahora, cuatro y media de la tarde del martes veinticuatro -una tarde
desapacible, lluviosa, agrisada, pero
animada por la novedad, por los comentarios de la gente que espera, que
conversa-, se prepara para expender carne, también quesos, a precios moderados,
que cuelgan escritos a mano alzada de unos improvisados carteles, atentamente observados
por los vecinos.
—¿Va a
comprar?
—No sé,
estoy mirando.
Está
mirando, espiando por encima de un hombro, evaluando ¿la calidad?
—¿Qué va a
llevar?
—Asado.
—¿Cuánto?
—¿Qué tiene
la caja cerrada? —la joven no espera su turno, los jóvenes nunca tienen tiempo
para esperar. Carga un crío de un año, más o menos.
—Ya la
atiendo, un minuto que termino con la señora.
La señora
gira la cabeza, mira y lanza una mirada de reprobación a la joven que se no la
ve, se ha ido, examina los quesos mientras le limpia los mocos al niño.
Esperaba
más gente, esperaba bullicio. Mis colegas del canal local apuran alguna opinión
de los que esperan. Un hombre se niega. La mujer que acaba de comprar dice:
—Claro, cómo no voy a aprovechar, acá enfrente —señala el supermercado que ha
cumplido cincuenta años en la ciudad— está más caro.
—Pero se
puede comer —la voz llega desde unos labios sonrientes que pertenecen a un
joven. Sus brazos de gimnasio cargan bultos en el baúl de un automóvil azul;
azul y último modelo.
—¡Cristina
va a acabar con los avivados! —la mujer se exalta, dice algo sobre “cargar” los
precios como con la yerba y algo más que no alcanzo a entender porque desde el
auto llega una carcajada.
—Porca
madonna —el viejo tose y cuenta unos billetes arrugados.
—Deberían
haber puesto el camión en otro barrio, tardé una hora en llegar y acá no les
hace falta —la queja llega desde el fondo de la cola.
—Ustedes
creen que todo tiene que ser para ustedes —la anciana levanta la cabeza, se
yergue lo que la espalda encorvada le permite.
—Si me
permiten —interrumpo, explico que el camión va a volver regularmente, que el
municipio ha previsto que recorra los distintos barrios.
—Sí, pero
primero el centro, siempre el centro.
—No se
puede conformar a todos.
—El asado
tiene grasa.
—Todos los
asados tiene grasa.
El
atardecer se anticipa y la verdad que vine medio desabrigado. Además parece que
los santotomesinos, probablemente contagiados por esta nueva forma de
tratarnos, de maltratarnos -forma aceptada y difundida, compartida y hasta
celebrada con risas desde la capital, a través de la radio, la televisión; una
fórmula repetida hasta el agotamiento- reciben la primera visita del invierno y
de la “carne para todos” con pocas pulgas.
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