martes, 19 de junio de 2012

La de Belgrano y la de los periodistas ¿la misma bandera?


Le devolví el mate y el pregunté: vos qué opinás y Tomatis me contestó no sé, para  mí que a la sombra del algarrobo paró a mear.
Me tenté, él también se rió; su risa ronca resonó en el aire inmóvil de la siesta. Una bandada de loros levantó vuelo chillando y avanzó en dirección al puente del ferrocarril, más negro, más rígido, apoyado en el cielo endurecido de junio.
Es su nueva obsesión, dice que la historia primero se escribe y después existe y lo del algarrobo no puede quedar sin resolverse por mucho tiempo más porque se nos va a caer en la cabeza en cualquier momento.
—Al menos estamos seguros de la edad, y la cuentas cierran —le dije y me miró asombrado—, el Instituto Belgraniano –es decir Reynoso-, se ocupó de hacer estudiar la edad del algarrobo y los resultaron fueron que tiene más de doscientos años, lo cual fue un alivio, por cierto.  También sacaron clones que esperan tener el tamaño adecuado para ser trasplantados, en memoria del original que todavía resiste.
—Hay que apurarse Gerardo para que quede por escrito cómo fue el asunto del presunto descanso del General bajo la presunta sombra —concluyó, levantándose despacio, como dudando —. Dame otro mate. Sebás el peor mate que conozco Murillas pero dame otro.
No le nombré a Saer, no le recordé que era 11 de junio, que en junio de 2005 se le había muerto el autor, que sin autor se había quedado congelado en La Grande.  No se lo nombré pero no hizo falta:
—¿Te enteraste de los Cuadernos? —me miró como traspasándome, se refería a la nueva publicación de Seix Barral, los cuadernos de Saer, los escritos que el autor, en vida, decidió no publicar. Asentí—.  Dicen que me nombra, dicen que hay algunos capítulos de mi vida no publicados.
Lo miré, me parece que con misericordia. Me devolvió el mate.
—No deberían meterse las narices bajo la mortaja de un escritor. Siento como si estuvieran oliéndome los calzoncillos. Dame el del estribo.
Tomó el mate. Después se subió al auto viejo ese que tiene, y se fue saludando a lo Eva Perón o Cristina Fernández, según quien mire.
Pero eso fue el once, para el diecinueve ni el cielo ni el puente ni la copa del algarrobo eran visibles por la niebla fría y gris, como plantada o clavada a la tierra.
La ciudad irreal bajo, tras, entre la niebla; la ciudad desdibujada y en vísperas del feriado que no se corre, que corta la semana y la embandera, también la desangra.
Las banderas en las plazas y en las casas ocultas por la niebla, veladas tras la niebla que nubla la mirada, la distorsiona, como  nosotros, los que escribimos, embanderados tras la niebla del entendimiento único, de una verdad supuesta revelada: embanderada, distorsionada por otra niebla; un entendimiento que rompe, que divide, que asevera rompiendo y dividiendo y arengando e incitando a embanderarse, no como las casas, no como las plazas.
Una bandera y dos bandos -o más-. La misma bandera, una cincha tras la que se parte una sociedad, una comunidad, un país, un puñado de gente.
La misma bandera y todos esos actos y todos esos discursos y todos esos artilugios lingüísticos instigadores.
Discursos neblinosos, neblinados, embanderados.



miércoles, 13 de junio de 2012

Mandarinas al sol

                                       y al norte –el norte de todos los nortes-,  Las doradas manzanas del sol

Junio, invierno anticipado. El pasto escachado. Los árboles dulcísimos esperando en los patios.
Todavía hay patios dulces en Santo Tomé, en las orillas y en pleno centro también. Los árboles resisten, se niegan a desaparecer. Aunque ya no se ven chicos en sus ramas retorcidas y filosas; ya no destilan semillas; de sus copas ya no llueven cáscaras anaranjadas y de sus hojas, intensas, ya no se elevan las risas y los chistes verdes e inocentes.
Cuando los santotomesinos que pasamos los cincuenta –algunos hace un rato largo-, éramos chicos, quiero decir chicos de antes, no de ahora, que chico es todo el mundo: pibes, críos o mocosos, decía, que cuando éramos pibes o pibas –otra cosa que cambió que hay que andar aclarando-, andábamos dando vueltas a la siesta, trepábamos tapiales y saltábamos alambrados en plena ciudad para subirnos a los árboles y comer mandarinas.
Las semillas y las cáscaras al suelo. La risas al cielo.
Las abuelas nos mandaban a juntar las naranjas amargas que crecían en las veredas. La mitad de la cosecha se convertían en granadas que volaban de árbol a árbol, la otra mitad en mermelada; naranjas desgajadas, trituradas en ollas enormes y ennegrecidas; azucaradas.
Sol y mandarinas en Santo Tomé; en una casita con alambrado, una casita del barrio Sargento Cabral, sobreviviente entre modernas casas de prolijos jardines, un viejo detiene el tiempo sentado bajo el árbol de mandarinas, detiene la siesta, el sol de la siesta en sus ojos blanquecinos, me recuerda a otro viejo, un viejo lejano que pensaba en manzanas doradas, probablemente robadas también, como las mandarinas, que vivía muy lejos y mientras comía, soñaba con mundos inexistentes, soñaba y hablaba y escribía sobre esos mundos: Crónicas marcianas; Fantasmas de lo nuevo; no me diga nada lector, no hace falta que siga, ya sabe que hablo de Ray Douglas Bradbury, del escritor norteamericano, de ciencia  ficción, terror, pero no lo encasillemos tanto, hablo del guionista de John Huston en Moby Dick -esa película, que fue como yo, a ver al cine del barrio –esos cines que tampoco existen más-, esa película con Gregory Peck como el capitán Ahab.
Ahora que lo pienso, mientras desgajo esta mandarina -mi invierno de infancia-, para mí las mandarinas al sol son lo que para  él, para Bradbury El vino del estío, un vino con abuelos recolectores del sol, recolectores del verano, el sol y el verano encerrados en los dientes de león -un verano de infancia-. Mi invierno –tal vez su invierno, lector- y su verano se parecieron a miles de kilómetros de distancia, sin e-mail, ni Internet, con tan solo la misma luna sobre nuestras cabezas.
Se preguntará estimado lector, por qué con tres clases de dólares el Blue, el oficial y el celeste –ese invento de las inmobiliarias-; por qué, con una niña de cuatro años agonizando el en hospital de niños; por qué, si renunció Leandro Corti y la presidenta pesificará sus tres millones de dólares y murió Camila, la niña símbolo de la muerte digna y a esta hora Messi ya hizo tres goles para la selección, a mí se me da por las mandarinas, las manzanas y los viejos; es que además, el cinco de junio murió Bradbury y con él un rato de la adolescencia de muchos santotomesinos, un rato con mandarinas y al sol.

Presas y predadores


Viernes de teatro, después del teatro café con amigos o con una hermana, a la una de la mañana el regreso típicamente santotomesino -de los vecinos que viven en la zona de la costanera-, de caminar por la calle.

Laplatalaplatalaplata. El mensaje llega a los oídos pero hasta que uno comprende pasan algunos segundos: laplatalaplatalapalata, así en chorro y con una voz disfrazada, embozada como la cara del asaltante. Mi hermana lo escucha primero y me alerta, recién ahí lo escucho. Ella pica, como una gacela, la misma mirada en los ojos. La escucho gritar, un alarido que no le sale de la garganta, le viene de las tripas, es un chillido agudo. Me doy vuelta y lo veo: gorra, la cara cubierta por varias vueltas de bufanda. Una  mano en el manubrio, la otra estirada hacia delante como si empuñara algo ¿empuñaba algo? 
Me doy vuelta y lo miro un segundo o dos. Mi hermana sigue gritando mientras corre, el cuerpo se le va inclinando hacia delante, el cuerpo corre más rápido que sus pies.
No sé cómo pienso que es mi primera vez, que me entraron a la casa y me la desvalijaron pero de eso hace cinco años y ya me había olvidado, había elegido olvidarme por completo, como si nunca hubiera ocurrido; pero es la primera vez en la calle, la primera vez cara a cara, la primera vez que tengo que decidir qué hacer.
Mi hermana sigue gritando, un grito largo, agudo una A alargada y desesperada seguida de una inspiración e inmediatamente otra A  no humana: animal.

Corro, no decido correr, mi cuerpo lo decide y corro; pico.

El cuerpo de mi hermana que corre delante de ella está casi paralelo al piso; se inclina aún más y ella cae, desparramada, sin dejar de repetir esa A con la que voy a soñar esta noche. No la veo a ella, veo un conejo y percibo un águila con las garras prontas. Estiro el brazo para ayudarla pero mi cuerpo también está paralelo al piso, también se inclina un poco más hacia el piso, también cae sobre el piso.
Ella no puede levantarse, se remueve sobre el pasto. Miro hacia atrás: se asustó, lo perdimos. Miro a mi hermana, no la ayudo, estoy intentando juntar mis propios huesos; logra levantarse, sigue corriendo. Sacá la llave, me dice. Abre la verja. Abrí, abrí, me dice.
Nos lleva varios minutos recobrar el aliento. La obra de teatro, buen texto, muy buen texto; el café, caliente, amargo, la charla entre hermanos, entre desconocidos unidos por la sangre.
La miro, ha buscado un paño y limpia su saco. Me duele el codo, me dice; me raspé la rodilla, me dice mientras el saco recobra su color negro sin pasto sin tierra.
Hiciste bien en gritar así, le digo.
¿Lo viste?, me dice.
Asiento.
No puedo creer que pase en Santo Tomé, me dice.
Hace rato que pasa, le digo.

Lo escuché: lalatalaplatalalata; lo vi; corrí: una rata y una lechuza.




Fontanarrosa y los irreverentes

Viernes 21:00 hs. La puerta se abre y los santotomesinos, desordenados, entran a la sala del Centro Cultural. Me siento en primera fila. El cuento de Fontanarrosa es irreverente, la dirección de Giles es irreverente, también es irreverente la señorita, que sentada justo detrás de mí, atiende el celular que suena a cinco minutos de comenzada la función; le dice al padre que el Cacho no encuentra las llaves, que si él no sabe dónde están. Después se pone a especular en voz alta sobre los posibles lugares donde podrían haber ido a parar las irreverentes llaves.  Alguien le pide silencio. Disculpe, escucho.
Hablando de irreverentes, a mí, que siempre uso el adjetivo para elogiar, pensando en los que no se inclinan en reverencias,  me viene a la cabeza su significado literal: irrespetuoso, y se me ocurre que podría intercalar, digamos, el primer y el segundo uso del término, algo así como:
Son irreverentes los semáforos nuevos de Av. Luján, que ordenan a los desaforados. El gobierno de la ciudad no reverencia a los desaforados.  
Son irreverentes los peatones que se largan a cruzar la Av. 7 de Marzo, medio corriendo y a mitad de cuadra.
Son irreverentes los que bailan tango los jueves en el taller gratuito que se dicta bajo el ala de la Dirección de Cultura. También es irreverente la melena de nuestro Director. Irreverente y desafiante.
Son descarnadamente irreverentes las respuestas de ciertos empleados públicos (y no es que se me de por caer en eso de “deberían tratarnos bien porque le pagamos el sueldo”, hablo de convivencia, hablo de humanidad y hasta de caridad).
Son irreverentes las películas de las funciones de cine de los martes, en el Centro Cultural.
Son irreverentes  los que insisten en doblar hacia Candioti a las ocho de la mañana en medio de las interminables y, aunque nerviosas,  aletargadas colas para cruzar el puente.
Son irreverentes nuestras concejales.
Son irreverentes nuestras calles sin asfaltar y los vecinos del centro que sacan la basura fuera de hora.
Son irreverentes los niños en los semáforos, pero: ¿qué clase de irreverentes? Usted elija según su propia irreverencia.
Los santotomesinos calificamos, sea por uno u otro uso del término, como  irreverentes.
Los santotomesinos tenemos irreverente hasta el río.
  

         

No solo de pan vive el hombre


Viernes 20:45. Un manojo un racimo un cardumen de jóvenes despeinados se miran se ríen se preguntan se besan las mejillas enfriadas por los primeros aguijones de invierno.
El Centro Cultural está iluminado, dentro, ordenados, los mayores hacen cola para sacar las entradas y para ingresar a la sala. Dos culebritas movedizas y coloridas. Facundo trajina con los últimos preparativos: entra y sale de la sala empujando la puerta amplia y de madera que queda oscilando en vaivén por unos segundos. Un par de chiquillos estratégicamente ubicados aprovechan el momento para colar sus miradas en el interior.
—¿Alguna vez viste teatro? —pregunto.
—Para grandes no —me mira, me ofrece una sonrisa de dientes enormes, dientes que todavía conservan la terminación en serrucho. Automáticamente calculo: 9 o 10 años.
—Yo vi una vez; dicen malas palabras —el pibe se mueve todo el tiempo, da saltitos en el lugar, es rubio.
—¿Y eso te gustó? —le pregunto, yo siempre pregunto.
—Dan risa—me dice.
—Hoy te vas a reír pero no solo por las malas palabras —lo informo, pero Facundo empuja la puerta y el niño tiene su cabeza dentro de la sala.
En el mostrador, los programas de la obra formaron una pila prolija que ahora muestra el desorden de las manos ávidas.
Facundo gesticula algunas instrucciones. Andrea sale presurosa hacia…no importa.
Facundo se frota las manos, los ojos negrísimos le brillan y la boca es una sonrisa de dientes desordenados.
—Estoy loco, Murillas. ¡Doscientos espectadores! Damos sala en diez minutos, tengo que habilitar un sector que no pensaba usar—se detiene y me mira a los ojos, si hasta parece que no respira— no pensaba que…
—¿Contento?
—¡Qué le parece!
Se aleja;tiene un andar liviano, un tanto teatral. Va saludando y sonriendo. Se frota las manos, único signo evidente de tensión.
Hoy José Serralunga será el guapo, la semana pasada tres jóvenes pisaron el palito alentados por Griselda Gambaro y el viernes que viene sobrevolará entre telones, seguro, la risa de Fontanarrosa, la risa y esa mirada bonachona de manos aletargadas por la enfermedad; entonces soñaremos en el barrio.
Me siento en la primera fila. Escucho:
—Le dije que no.
—¿Eso le dijiste?
—¿Querés un caramelo mamá?
—Todavía no me depositaron el sueldo.
—Yo ya la vi.
—Se tuvo que volver nomás, viste cómo está España
—Divise las puertas de emergencia a los costados de escenario, en caso de emergencia siga las instrucciones del personal de la sala. Se ruega apagar los teléfonos celulares,
Cuando las luces bajan estiro las piernas y me preparo para el viaje.