Sarmiento y Centenario, ahí, justo ahí, sobre la bicicleta, un pie
descansando sobre el pedal, el otro apoyado sobre el asfalto, las manos
cerradas sobre el manubrio, la cabeza apretando el cuello torcido para
mirar hacia atrás, hacia Belgrano, hacia Libertad, hacia Iriondo, el río
la isla, el tallerista comienza su jornada. Después la cabeza gira y
el cuello parece desenroscarse para volver a retorcerse, ahora para
mirar hacia 25 de Mayo, Castelli, hacia la Sarmiento agrumada en el
calor de la mañana. Es sábado, hace calor, Sarmiento es una calle gris y
agitada; demasiado angosta. Uno siente que lo ajusta, lo aprieta. Él
mira a ambos lado de la calle y decide que puede, como quien dice,
lanzarse y, lo hace; levanta el pie que ha estado, de punta, asentado en
el asfalto y, apoyándolo en el pedal, se da impuso irguiendo un poco el
cuerpo, haciendo un movimiento hacia delante hacia la dirección en la
que se encamina o mejor dicho bicicletea. Es media mañana así que el
tránsito es regular, automóviles, motos, el colectivo, otras bicicletas,
se alinean de mala gana, obligadamente ordenados por la estrechez de la
calzada. Él pedalea despacio reconcentrado en lo que podríamos llamar
el horizonte, ese lugar donde Sarmiento engañosamente parece terminar,
pero no ese el sitio al que se dirige.
Va sentado un poco encorvado y en el canasto de la bicicleta carga un
cuaderno, uno común y corriente que guarda una birome que se sujeta por
el capuchón a la tapa blanda.
Fidela Valdez atraviesa Sarmiento a la altura del 3900, a la izquierda,
justo antes de doblar para entrar por la calle hacia el sur, hay una
casa. Él se detiene unos segundo a observarla, como cada semana, algo en
las paredes agrisadas -que alguna tal vez fueron blancas, piensa-; algo
en el amplísimo jardín del frente que parece abrazar la casa para
continuar en el fondo, lo retiene cada vez, durante unos segundos.
Ha estado internado así que su mente está un poco más lenta que de
costumbre, él lo sabe, pero ya no piensa en esas cosas. Alguna vez lo
hizo, alguna vez no quiso someterse a la medicación que a la vez que le
permitía insertarse en su mundo su micromundo, lo arrancaba de algún
modo también de él, digo, del mundo pero también de él mismo.
Absorto en la casa no escucha el bocinazo que le reclama por la inmovilidad en medio de la calle, en medio de la mañana.
Ahora ha doblado definitivamente hacia el sur, se ha bamboleado sobre la
bicicleta al, como quien dice, “bajar” del asfalto hacia la calle de
tierra; ha rebotado sobre el asiento y el cuaderno se ha sobresaltado
dentro del canasto perdiendo su pasajera que se ha soltado de la tapa
para caer y rodar, inadvertida, hacia los pastos que bordean la calle y
que enjutos, se meten en el cordón cuneta.
Al llegar a la primera esquina ha “subido”, por una rampa de tierra
hacia el predio donde se extiende el playón deportivo, ha echado una
mirada a la construcción que algún día, probablemente lejano, será un
baño y que está detenida desde hace tiempo a la altura del techo, ha
visto que el pasto ha comenzado a crecer dentro; ha pedaleado sobre la
vereda y se ha enfrentado al doble portón verde, abierto por una hoja,
se ha bajado y ha ingresado a la Vecinal Oeste.
Ahora dejará la bicicleta mientras murmura un hola quedo y corto y se
sentará a la mesa larga -la mesa y el tablón- que tiene a los lados un
banco deslucido que pudo hacer sido de iglesia, o al otro lado, sobre
otro banco sin respaldo, verde y nuevo, hecho con jirones de madera.
Dejará la bicicleta entonces, y se sentará con la cabeza un poco
inclinada, tirada hacia adelante, como queriendo meter la mirada en los
intersticios de la madera; alguien le alcanzará una birome y él dirá
gracias; alguien le preguntará por qué estuvo ausente las semanas
aquellas de las que él tiene vagos recuerdos de enfermeras, inyecciones
primero, píldoras después; alguien le preguntará si escribió. Él
sonreirá, levantando un poco la cabeza, solo un poco, contestará me
raptaron los extraterrestres y abrirá el cuaderno; después leerá unos
veros cerrados oscuros.