Reconocí a Tomatis ni bien levanté la vista de
las baldosas de la vereda. Iba con la mirada ahí abajo por precaución, por el
temor de no ser entendido que me asaltó la semana pasada y me dura. La
literatura se nos muestra como un universo irreal hasta que uno levanta la
mirada de las baldosas, entonces la literatura ocupa su lugar llenando los
intersticios que va dejando el mirar para los costados. Eso me dijo Tomatis
hace algunos años y entonces creí que estaba loco o que había tomado demás.
Apuro el paso y digo Tomatis lo suficientemente alto para que pueda escucharme.
La posición positivista veda el creer en el
demonio, lo que da al demonio muchas ventajas, me dice mientras me tiende la
mano. Gide, me dice después, evidentemente indicando que es una cita aquello en
lo que venía pensando mientras caminaba y me ha lanzado a modo de saludo.
Y a Dios, le contesto, porque si hablamos del
demonio necesariamente hablamos de Dios. Él asiente y me invita un café. Es
temprano para otra cosa me dice y doblamos hacia la derecha para andar las dos
cuadras que nos separan de Bizarro.
La avenida está, como quien dice, desierta. Un
colectivo traquetea, vacío. Pasamos frente a las vidrieras oscuras y monótonas.
Me paro frente a una. Qué mirás me dice Tomatis. No sé algo para comprarle a
Bea si yo no le compro nadie le compra nada para el día de la madre. Tomatis me
mira y se ríe. Edipo por traslación me dice. A lo mejor, le contesto, pero ante
la duda le compro igual. Tu hermana no entra en nada de lo que hay ahí colgado,
regalale una planta, me dice, o una plancha. Las mujeres ya no planchan, le
contesto. Mi hermana todavía plancha, si mi hermana plancha, Beatriz también
plancha, haceme caso una planta una plancha una batidora, esas cosas nunca
fallan. Seguimos caminando. Saer decía que la literatura se muestra irreal en
un mundo donde los hombres estamos volviéndonos irreales, me dice. Puede ser
hace un tiempo que me quedé de este lado de la irrealidad y no puedo salir, le
digo. Hacés mal, me contesta mientras nos estamos sentando y el mozo ya se
viene hacia la mesa mientras él, Tomatis, Carlos Alberto Tomatis, mi colega,
termina la frase empujando con el dedo una miga que escapó a la limpieza
matutina: el contorno borroso de la
literatura te libera.
—Saer decía que la primera cosa que tenemos que
hacer los escritores es reconocer nuestra derrota. Es lo estoy haciendo, más
bien poniendo en práctica.
—La nuestra es una profesión sórdida.
—Eso también decía, sórdida pero no como la de
las prostitutas sino como la de las niñas casaderas de clase media del siglo
pasado, es decir una profesión basada en la idea de predestinación, de identidad, de
necesidad.
—Las niñas casaderas ya no existen.
—Eso es lo que vos te creés Murillas, las niñas
casaderas son como las brujas, en estos tiempos nadie cree en ellas pero que
las hay las hay.
—En la escritura hay una especie de heroísmo
derivado de la fe, de la esperanza.
—Nada más sórdido que la esperanza. Tu autora
por ejemplo, es cobarde.
—Cierto, si Saer no hubiera muerto no
estaríamos acá ni habríamos estado en ningún lado antes.
—Sobre todo porque lo inédito seguiría inédito.
Según recuerdo tu autora juró no husmear.
—Entre otras cosas eso hacen los cobardes:
jurar en vano.
—Cito —me dice y se lleva la mano al mentón—:
en nuestro tiempo la narración no puede expresar otra cosa que la negatividad.
Un visionario el hombre; una de las ventajas de morirse.
—Seguís resentido.
—Un poco
nomás. Debería haberme matado, bastaba con hacerme cruzar Urquiza un día con
corte de luz. Andá pidiendo tumba desde ahora, si te engolosinás a lo mejor te
quedás boyando como yo. Boyando y a merced de autores inescrupulosos o con poca
imaginación.
—A mí no hay necesidad de matarme porque solo
hay necesidad de matar un personaje cuando se ha tenido la habilidad de hacerlo
nacer.
—Ahora el resentido sos vos. Nacer lo que se
dice nacer no nace nadie, Murillas. Uno más bien es como… —revolea la mano
donde tiene la taza; como batiendo el
aire. Después bebe, traga y frunce los labios.
—Ahora me vas a salir con que somos como los
mosquitos de Washington.
—De existencia dudosa, sí, y traslúcida también,
como la de los claveles del aire.
—¿También los viste?, empezaba a creer que eran
un producto de mi imaginación o la de ella.
—No, a tu autora no le gustan los apocalipsis. Los
claveles del aire son reales, están por toda la ciudad y se están chupando a
los árboles, los van agrisando. Son como vampiros. Cuando menos se lo esperen
los árboles se les empiezan a caer sobre las cabezas. Me tiene intrigado el proceso,
el color empieza por las ramas y se va extendiendo. Al final parecen una
aparición, como un fantasma de árbol. Además desde los árboles, las parásitas
esas saltan a los cables de electricidad. A lo mejor tenemos suerte y también
se chupan la energía. Las señales de internet, las de los teléfonos celulares y
las radios, las de cable y las de los satélites —hizo una pausa para terminar
el café—, y la de los telépatas y los médiums.
—Y sin telépatas ni médiums solo nos quedaría
el lado más real de la irrealidad: la literatura.
—¡Diste con la madre del borrego!
Filosóficamente hablando, la ficción es la última verosimilitud que nos queda,
y probablemente también la última ética del conocimiento.
Miré a través de la ventana. Ahí estaban los
claveles del aire, simulando no existir, diminutos, aferrados y feroces,
blanquecinos, recortados contra el cielo de septiembre. Van a dar, dentro de
pocos segundos, sin que Tomatis haya reparado en ello, las doce.
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