jueves, 26 de agosto de 2010

La Pocha

Escribir rima con morir solía decir La Pocha, agregando un dubitativo “Eso creo” mientras hacía un bollito una hoja de papel y la dejaba junto a otros bollitos casi idénticos al que ahora apoyaba distraídamente, sin mirarlo siquiera, sobre la mesa de la cocina, donde a pocos metros se hallaba un mueblecito para planchado inútil, porque La Pocha nunca planchaba nada. Después bajaba la cabeza y comenzaba a garabatear en su cuaderno de notas, no sin antes beber un sorbito de aquel vino que tanto le gustaba y que paladeaba con los ojos entrecerrados para luego asegurar “En el vino está la verdad”, antes de sumergirse en un delirio de escritura apretada y diminuta
Lo que yo más admiraba de La Pocha era esa memoria de elefante, para ser gráfico, ya que por todos es conocida y aceptada la metáfora. Ella sabía en el revoltijo de cajas en que guardaba sus libros, cajas que que previamente forraba con géneros que compraba de oferta, que cubría con almohadones que ella misma hacía y que le daban al lugaruna sensación como de mareo con tanto color desordenado y encimado, pues bien en ese orden imposible, La Pocha siempre sabóa dónde se encontraban cada uno de sus libros y, sin dudar, abría la caja correcta.
Lo único un poco incómodo era que los que la visitábamos, los que asistíamos a los viernes de vino, teníamos que andar levantándonos de las cajas-sillones, para que ella pudiera abrirlas mientras nosotros escogíamos otra donde sentarnos, por un rato nomás, ya que La Pocha se la pasaba sacando libros de aquí y de allá, por lo que si alguien pudiese ver, sólo ver, sin oír lo que allí ocurría, habría pensado que se trataba de algún extraño juego de cambio de lugares, de esos con prendas para los perdedores, o algo por el estilo.
Si bien los temas en la casa de La Pocha eran diversos y ruidosos, acompañados por la guitarra del Guille o los viejos discos de Silvia, la literatura se llevaba las de ganar, porque La Pocha no tenía ni quería tener otro tema de conversación, excepto que se tratara de alguna vieja película europea repuesta en algún canal de cable, o el descubrimiento de un vinillo tardío con sabores a madera y pasas, que gustaba acompañar con criollitas untadas con queso roquefort, presa de un éxtasis que los que la conocíamos sabíamos que no debíamos interrumpir aunque fuese para anunciarle que la mismísima felicidad en persona se encontraba llamando a su puerta
La Pocha había enviudado de mi hermano Miguel hacía una decena de años y todavía insistía en guardar sus cenizas, porque si bien él le había pedido que las arrojara a las aguas del Salado y me había hecho jurar que yo se lo iba a hacer cumplir: “Escuchaste Gerardo, mirá que si no lo hacés vuelvo, y te tiro de las patas mientras dormís” me había dicho; pero ella decía que ni loca lo iba a tirar a ese río lleno de caca y que se acabó el tema y que después de todo, al que le iban a tirar de las patas mientras dormía era a mí y no a ella.
Fue después del cáncer que se llevó a Miguel de buenas a primeras sin darnos tiempo a nada que ya estaba muerto, acostado en su cama y con su mujer agarrándole la mano y rezando para que se vaya directo al cielo, que la Pocha se convirtió en “La Pocha”, la que ahora es esta otra Pocha, que, ni bien se lo llevaron a Miguel para la funeraria, plantó bandera y mandó al diablo el estudio contable y se dedicó a vivir encerrada en la pequeña casita donde entraban sólo los invitados de los viernes de vino y digo invitados porque La Pocha era así: un día se levantaba cruzada y ¡Guay! del que cayera sin invitación.
Fue Gloria la que me avisó. Gloria tenía una llave de la casita que usaba todos los jueves a eso de las ocho y cuarto de la mañana para entrar sin necesidad de despertar a La Pocha. Ingresaba silenciosamente para volver a salir y luego regresar con las provisiones para la semana. Después, siempre silenciosa, ordenaba y limpiaba todo lo que le era posible dadas las pilas de libros y papeles que La Pocha tenía por todos lados y que, en caso de encontrar fuera de lugar era capaz, siguiendo con los lugares comunes, de hacer arder Troy. Después de sus acostumbrados quehaceres silenciosos, Gloria se atrevió a llamar a la puerta de la pieza de La Pocha, no sin antes persignarse por las dudas y, como nadie contestó, se persignó nuevamente y entró, y no fue La Pocha recostada en su cama, que sonreía como soñando despierta abrazada a uno de sus cuadernos sobre el que podía leerse: “Finalmente lo sé, escribir rima con morir”, sino aquel olor que se le pegó a la nariz y según ella no se le fue más, lo que la hizo darse cuenta; y llorar.

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