miércoles, 13 de junio de 2012

Mandarinas al sol

                                       y al norte –el norte de todos los nortes-,  Las doradas manzanas del sol

Junio, invierno anticipado. El pasto escachado. Los árboles dulcísimos esperando en los patios.
Todavía hay patios dulces en Santo Tomé, en las orillas y en pleno centro también. Los árboles resisten, se niegan a desaparecer. Aunque ya no se ven chicos en sus ramas retorcidas y filosas; ya no destilan semillas; de sus copas ya no llueven cáscaras anaranjadas y de sus hojas, intensas, ya no se elevan las risas y los chistes verdes e inocentes.
Cuando los santotomesinos que pasamos los cincuenta –algunos hace un rato largo-, éramos chicos, quiero decir chicos de antes, no de ahora, que chico es todo el mundo: pibes, críos o mocosos, decía, que cuando éramos pibes o pibas –otra cosa que cambió que hay que andar aclarando-, andábamos dando vueltas a la siesta, trepábamos tapiales y saltábamos alambrados en plena ciudad para subirnos a los árboles y comer mandarinas.
Las semillas y las cáscaras al suelo. La risas al cielo.
Las abuelas nos mandaban a juntar las naranjas amargas que crecían en las veredas. La mitad de la cosecha se convertían en granadas que volaban de árbol a árbol, la otra mitad en mermelada; naranjas desgajadas, trituradas en ollas enormes y ennegrecidas; azucaradas.
Sol y mandarinas en Santo Tomé; en una casita con alambrado, una casita del barrio Sargento Cabral, sobreviviente entre modernas casas de prolijos jardines, un viejo detiene el tiempo sentado bajo el árbol de mandarinas, detiene la siesta, el sol de la siesta en sus ojos blanquecinos, me recuerda a otro viejo, un viejo lejano que pensaba en manzanas doradas, probablemente robadas también, como las mandarinas, que vivía muy lejos y mientras comía, soñaba con mundos inexistentes, soñaba y hablaba y escribía sobre esos mundos: Crónicas marcianas; Fantasmas de lo nuevo; no me diga nada lector, no hace falta que siga, ya sabe que hablo de Ray Douglas Bradbury, del escritor norteamericano, de ciencia  ficción, terror, pero no lo encasillemos tanto, hablo del guionista de John Huston en Moby Dick -esa película, que fue como yo, a ver al cine del barrio –esos cines que tampoco existen más-, esa película con Gregory Peck como el capitán Ahab.
Ahora que lo pienso, mientras desgajo esta mandarina -mi invierno de infancia-, para mí las mandarinas al sol son lo que para  él, para Bradbury El vino del estío, un vino con abuelos recolectores del sol, recolectores del verano, el sol y el verano encerrados en los dientes de león -un verano de infancia-. Mi invierno –tal vez su invierno, lector- y su verano se parecieron a miles de kilómetros de distancia, sin e-mail, ni Internet, con tan solo la misma luna sobre nuestras cabezas.
Se preguntará estimado lector, por qué con tres clases de dólares el Blue, el oficial y el celeste –ese invento de las inmobiliarias-; por qué, con una niña de cuatro años agonizando el en hospital de niños; por qué, si renunció Leandro Corti y la presidenta pesificará sus tres millones de dólares y murió Camila, la niña símbolo de la muerte digna y a esta hora Messi ya hizo tres goles para la selección, a mí se me da por las mandarinas, las manzanas y los viejos; es que además, el cinco de junio murió Bradbury y con él un rato de la adolescencia de muchos santotomesinos, un rato con mandarinas y al sol.

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