viernes, 27 de julio de 2012

En el invierno


La ola polar aflojó y los parques se llenaron de pibes,  madres y también algunos viejos, unos pocos, como Antonio, que no bien cruzás frente, a él en la plaza libertad, desde el banco donde se sienta a ver pasar la mañana, te dice sin más: ¿Usted sabe lo que es el alma? Algunos lo ignoran, otros dudan, se detienen unos segundos vacilantes para recibir un folleto con una familia sonriente y una afirmación en la portada a colores: el final está cerca; miran el folleto incrédulo y siguen su camino. A mí se me dio por contestarle: no, no sé lo que es el alma.
—¿¡Cómo no sabe!?
—Bueno, no estoy seguro.
—El alma es lo que somos.
Antonio tiene manos enormes, ochenta y nueve años y un par de sobrinos a los que no ve hace tiempo.
—El alma es de Dios —me dice y me ofrece un folleto—, y cuando morimos, si no pecamos, volvemos a Dios.
—Intentaré no pecar —le respondo y paso las páginas del folleto desde el que me sonríen rasgos en los que no me reconozco.
—Yo vengo a predicar acá todas las mañanas. Es mi misión. Yo le aviso a la gente que el final está cerca, que tienen que cambiar.
—¿Y la gente lo escucha?
—A veces, pero mi misión es avisar, no obligarlos a escuchar.
—Ya veo. ¿Vive cerca?
—En el hogar. Ya me vuelvo porque almorzamos a las once y media.
—Lo acompaño, si quiere.
Sí quiso, habló mucho, llegamos pronto al Hogar, no al hogar, al Hogar.
El aroma particular y tibio del lugar fue lo primero que me llegó de él. Después el silencio. Un murmullo de cubiertos y el trajín en la cocina era todo el ruido que podía escucharse en un sitio con más de treinta almas. Antonio me presentó como un amigo. Un par de entre los ocho sentados a una de las mesas, contestaron.
—Se tiene que ir porque ya sirven —fue el saludo de Carlos, un paranoico pasivo, de manos y mentón temblorosos.
Fermín me extendió la mano, calculé que no llegaba a los setenta. Me contó que se mudó allí al enviudar, sin  mujer y sin piernas un hombre no puede vivir solo,  me dijo. Yo no sabía que existía la diabetes, me dijo, un día me bajé del camión y al siguiente me habían cortado las piernas. Ahora escribo ¿Quiere que le lea un poema?
Advertí que algunas mujeres me miraban con curiosidad; otras, atadas a sus sillas de ruedas y sus tejidos, no supieron que estuve allí.
Mi Hogar, Mi Familia, Los Sauces y los otros: caserones acondicionados para recibir ancianos, adultos mayores, o simplemente viejos, como decíamos antes, antes de que la palabra  cayera en desgracia. Antes, cuando la palabra abrigaba y abarcaba, cuando  definía, coronaba y sabía dulce sobre la lengua.  Antes cuando los viejos cabían en las casas de todos.
Viejos más o menos amontonados, viejos sentados; esperando.
¿Qué esperan?, pues simplemente esperan, con el televisor encendido, sin mirarlo, sin escucharlo. Por la mañana, al mediodía, por la tarde y por la noche, sentados alrededor de mesas con manteles de hule y suficiente espacio para las sillas de ruedas o los andadores, esperan un familiar que pase quince minutos agitados, llenos de excusas. Esperan la comida, el baño, el anochecer, la mañana.
Inmóviles y silenciosos, como si ya no les quedasen palabras dentro, esperan la muerte que los libere.
—¿Cómo anda Antonio? 
—Acá, encerrado.


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