La ola
polar aflojó y los parques se llenaron de pibes, madres y también algunos viejos, unos pocos,
como Antonio, que no bien cruzás frente, a él en la plaza libertad, desde el
banco donde se sienta a ver pasar la mañana, te dice sin más: ¿Usted sabe lo
que es el alma? Algunos lo ignoran, otros dudan, se detienen unos segundos
vacilantes para recibir un folleto con una familia sonriente y una afirmación
en la portada a colores: el final está cerca; miran el folleto incrédulo y
siguen su camino. A mí se me dio por contestarle: no, no sé lo que es el alma.
—¿¡Cómo no
sabe!?
—Bueno, no
estoy seguro.
—El alma es
lo que somos.
Antonio
tiene manos enormes, ochenta y nueve años y un par de sobrinos a los que no ve
hace tiempo.
—El alma es
de Dios —me dice y me ofrece un folleto—, y cuando morimos, si no pecamos,
volvemos a Dios.
—Intentaré
no pecar —le respondo y paso las páginas del folleto desde el que me sonríen
rasgos en los que no me reconozco.
—Yo vengo a
predicar acá todas las mañanas. Es mi misión. Yo le aviso a la gente que el
final está cerca, que tienen que cambiar.
—¿Y la
gente lo escucha?
—A veces,
pero mi misión es avisar, no obligarlos a escuchar.
—Ya veo. ¿Vive
cerca?
—En el
hogar. Ya me vuelvo porque almorzamos a las once y media.
—Lo
acompaño, si quiere.
Sí quiso,
habló mucho, llegamos pronto al Hogar, no al hogar, al Hogar.
El aroma
particular y tibio del lugar fue lo primero que me llegó de él. Después el
silencio. Un murmullo de cubiertos y el trajín en la cocina era todo el ruido que
podía escucharse en un sitio con más de treinta almas. Antonio me presentó como
un amigo. Un par de entre los ocho sentados a una de las mesas, contestaron.
—Se tiene
que ir porque ya sirven —fue el saludo de Carlos, un paranoico pasivo, de manos
y mentón temblorosos.
Fermín me
extendió la mano, calculé que no llegaba a los setenta. Me contó que se mudó
allí al enviudar, sin mujer y sin
piernas un hombre no puede vivir solo,
me dijo. Yo no sabía que existía la diabetes, me dijo, un día me bajé
del camión y al siguiente me habían cortado las piernas. Ahora escribo ¿Quiere
que le lea un poema?
Advertí que
algunas mujeres me miraban con curiosidad; otras, atadas a sus sillas de ruedas
y sus tejidos, no supieron que estuve allí.
Mi Hogar,
Mi Familia, Los Sauces y los otros: caserones acondicionados para recibir
ancianos, adultos mayores, o simplemente viejos, como decíamos antes, antes de
que la palabra cayera en desgracia.
Antes, cuando la palabra abrigaba y abarcaba, cuando definía, coronaba y sabía dulce sobre la
lengua. Antes cuando los viejos cabían
en las casas de todos.
Viejos más
o menos amontonados, viejos sentados; esperando.
¿Qué
esperan?, pues simplemente esperan, con el televisor encendido, sin mirarlo,
sin escucharlo. Por la mañana, al mediodía, por la tarde y por la noche,
sentados alrededor de mesas con manteles de hule y suficiente espacio para las
sillas de ruedas o los andadores, esperan un familiar que pase quince minutos
agitados, llenos de excusas. Esperan la comida, el baño, el anochecer, la
mañana.
Inmóviles y
silenciosos, como si ya no les quedasen palabras dentro, esperan la muerte que
los libere.
—¿Cómo anda
Antonio?
—Acá,
encerrado.
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