viernes, 27 de julio de 2012

Al oeste, por San Martín


Por San Martín, arriba del R12, después de haber estado en el desfile del 9 de julio y más tarde en el anfiteatro, al sol del 9 de julio, con el Salado creciendo, escuchando La Charranga, escuchando y viendo a los jóvenes danzar  al son de un Negro José  murguero y caliente, tocado por cuatro buenos locos de mameluco verde y caras pintadas.  Andrea trabaja en la dirección de cultura municipal, Andrea también toca el bandó en La Charranga; la veo sobre el escenario, de negro, con su cabellera pelirroja mecida por la brisa; vaya sorpresa.
Los trasgresores Tonolec no me convencieron y es todo lo que voy a decir sobre eso.
Al oeste por San Martín, con el velocímetro marcando treinta kilómetros por hora, rodando despacio y solo, después de haber estado sentado en las gradas del anfiteatro, rodeado de santotomesinos multicolores y parlachines; de mate y pastelitos y torta y manzanas con caramelo y pochochos pintando la boca de los niños.
Al oeste por San Martín, más y más al oeste, cuando se vuelve de doble mano y cuando se vuelve de mejorado y cuando, después de pasar el vaciadero de basura, se vuelve de tierra, hasta convertirse en  huella.
Al oeste por San Martín después de las vías, después de J. Paso, después de Mosconi, cuando los nombres de las calles no figuran en carteles que tampoco existen. Al oeste por San martín después de los cementerios con sus panteones lúgubres y sus tumbas de tierra, idénticas una  a la otra. Y  más al oeste, después del puente que pasa sobre la autopista, sobre la que ruedan, indiferentes automóviles, ignorantes de que existe San Martín, que hasta allí llega, impúdica, habitada por el silencio y los silenciados, cortada aquí y allá por el parloteo de los loros.
San Martín de tierra y monte, cercado de alambre y pisingallo dulce.
San martín de cactus y árboles espinosos. De hornos de ladrillo y eucaliptos apretados y enormes: centenarios.
San Martín de cuís y m´burucuyá y teros y una que otra perdiz.
San Martín de carros tirados por caballos, de perros callejeros y niños callejeros.
Dos adolescentes pasan armados: cazadores de cuís y perdices. Aflojo un poco más el acelerador para no enfundarlos en tierra. Los saludo y me responden.      
San Martín al oeste, muy lejos de los bancos y las líneas de colectivos: veo un padre, o no, es demasiado joven para ser el padre; un hermano mayor entonces, que enseña a un pibe a manejar un carro. A la derecha un puñado de vacas pastan o más bien tarasquean el pasto mezquino del invierno.
Desde el camino angosto diviso herrumbradas  casas que fueron señoriales;  ranchos de chapa donde ondea la sabalera, y alguna que otra tranquera. Saludo y me responden: santotomesinos entre la ropa tendida, entre la basura, entre yuyos, entre sueños.
Un carro huye con varios rollos de alambre oxidada y robada. Un ciclista que sale de entre la montaña de basura con un pucho en la boca, mira el carro pasar y se ríe sin soltar el pucho que pende entre los dientes. Después pedalea y se aleja, siempre hacia el oeste.
Alguien corta leña; alguien, como yo, explora; alguien ha montado una pared de ladrillos recién horneados. Son hileras prolijas y anaranjadas secándose al sol, solo eso.
Sigo hacia el oeste y a mi izquierda el monte se aprieta, marrón y gris;  a mi derecha un campito arado escupe alfalfa.
Aunque es temprano, son apenas las dieciocho treinta, el sol se va poniendo y por un camino aún más angosto doy la vuelta, regreso al este, desando la Santo Tomé oculta, la Santo Tomé campiña, la Santo Tomé polvo y barro, la Santo Tomé monte, la Santo Tomé desconocida.



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