Por San Martín, arriba del R12, después de haber estado en el desfile del 9 de julio y más tarde en el anfiteatro, al sol del 9 de julio, con el Salado creciendo, escuchando La Charranga, escuchando y viendo a los jóvenes danzar al son de un Negro José murguero y caliente, tocado por cuatro buenos locos de mameluco verde y caras pintadas. Andrea trabaja en la dirección de cultura municipal, Andrea también toca el bandó en La Charranga; la veo sobre el escenario, de negro, con su cabellera pelirroja mecida por la brisa; vaya sorpresa.
Los trasgresores Tonolec no me convencieron y
es todo lo que voy a decir sobre eso.
Al oeste por San Martín, con el velocímetro
marcando treinta kilómetros por hora, rodando despacio y solo, después de haber
estado sentado en las gradas del anfiteatro, rodeado de santotomesinos
multicolores y parlachines; de mate y pastelitos y torta y manzanas con
caramelo y pochochos pintando la boca de los niños.
Al oeste por San Martín, más y más al oeste,
cuando se vuelve de doble mano y cuando se vuelve de mejorado y cuando, después
de pasar el vaciadero de basura, se vuelve de tierra, hasta convertirse en huella.
Al oeste por San Martín después de las vías,
después de J. Paso, después de Mosconi, cuando los nombres de las calles no
figuran en carteles que tampoco existen. Al oeste por San martín después de los
cementerios con sus panteones lúgubres y sus tumbas de tierra, idénticas
una a la otra. Y más al oeste, después del puente que pasa
sobre la autopista, sobre la que ruedan, indiferentes automóviles, ignorantes
de que existe San Martín, que hasta allí llega, impúdica, habitada por el
silencio y los silenciados, cortada aquí y allá por el parloteo de los loros.
San Martín de tierra y monte, cercado de alambre
y pisingallo dulce.
San martín de cactus y árboles espinosos. De
hornos de ladrillo y eucaliptos apretados y enormes: centenarios.
San Martín de cuís y m´burucuyá y teros y una
que otra perdiz.
San Martín de carros tirados por caballos, de
perros callejeros y niños callejeros.
Dos adolescentes pasan armados: cazadores de
cuís y perdices. Aflojo un poco más el acelerador para no enfundarlos en
tierra. Los saludo y me responden.
San Martín al oeste, muy lejos de los bancos y
las líneas de colectivos: veo un padre, o no, es demasiado joven para ser el
padre; un hermano mayor entonces, que enseña a un pibe a manejar un carro. A la
derecha un puñado de vacas pastan o más bien tarasquean el pasto mezquino del
invierno.
Desde el camino angosto diviso herrumbradas casas que fueron señoriales; ranchos de chapa donde ondea la sabalera, y
alguna que otra tranquera. Saludo y me responden: santotomesinos entre la ropa
tendida, entre la basura, entre yuyos, entre sueños.
Un carro huye con varios rollos de alambre
oxidada y robada. Un ciclista que sale de entre la montaña de basura con un
pucho en la boca, mira el carro pasar y se ríe sin soltar el pucho que pende
entre los dientes. Después pedalea y se aleja, siempre hacia el oeste.
Alguien corta leña; alguien, como yo, explora;
alguien ha montado una pared de ladrillos recién horneados. Son hileras
prolijas y anaranjadas secándose al sol, solo eso.
Sigo hacia el oeste y a mi izquierda el monte
se aprieta, marrón y gris; a mi derecha
un campito arado escupe alfalfa.
Aunque es temprano, son apenas las dieciocho
treinta, el sol se va poniendo y por un camino aún más angosto doy la vuelta,
regreso al este, desando la Santo Tomé
oculta, la Santo Tomé
campiña, la Santo Tomé
polvo y barro, la Santo Tomé
monte, la Santo Tomé
desconocida.
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