El de la
cuatro por cuatro viene por Almirante Brown, viene de oeste a este, sin mirar,
no ve mi Renault 12 del ´85. Viene como a 60 y por lo que se ve sigue de largo,
pero no, al llegar a la esquina dobla. Parece
que hacen los automóviles nuevos sin luces de giro o que las nuevas
generaciones de santotomesinos aprendieron a manejar sin saber que existen, o
no las encuentran en esos enormes tableros repletos de chirimbolos; así que el
de la cuatro por cuatro, sin avisar, se manda por Centenario hacia la 7 de
marzo, abriéndose bien porque quiere para él, el carril de la izquierda. Atrás
frenamos tres pobres tipos porque los techos de nuestros automóviles apenas
pasan la altura de las ruedas prepotentes de la cuatro por cuatro. El más joven
intenta una protesta con la bocina, pero el de la camioneta no lo escucha, no lo registra, porque va
hablando por celular, sentado desaprensivo y orgulloso, a kilómetros por encima
de nosotros, simples mortales.
En la
vereda del oeste el canillita de siempre con el diario desplegado en la mano
derecha y un atadito de diarios en la izquierda, no vocea, se limita a
desplegar bien el que lleva en la derecha para que los automovilistas se
tienten con el título de la portada. Algunos se tientan y rebuscan las monedas
necesarias mientras el semáforo se pone en verde y los motores de los
automóviles se ponen nerviosos.
Otra vez el
rojo y el de la cuatro por cuatro le lanza al diariero una mirada de desprecio,
acompañada de unos movimientos de títere con la cabeza, porque no alcanzó a cruzar y ahora tendrá que
esperar dos minutos completos ahí parado con lo importante que es el tiempo
para él.
Desde mi
Renaul 12, picado en el guardabarros trasero izquierdo, lo veo. Lo veo y lo
reconozco. Ha crecido. Tendrá unos ocho años. Se para frente al de la camioneta
y le estira la mano. Dentro una cabeza niega. Fuera, el niño se toma los
testículos y camina hacia mí. Se para junto a la ventanilla.
—Una moneda
don.
Sí,
balbuceo, mientras busco con torpeza en los bolsillos e intento bajar el vidrio
todo a la vez.
Lo miro
bien, estoy seguro, es él, ha crecido, solo eso, ha crecido sentado en el
cordón de la vereda este. Ahora anda solo. Antes no, antes tenía tres o cuatro
años y andaba en patas para dar más lástima. Si uno miraba atento, las
zapatillas lo esperaban en la vereda. Antes lo acompañaba un pibe que lo
agarraba del cogote y le sacaba las monedas. Un pibe de no más de diez años que
se reía mientras le daba cocazos. Él se revolvía tratando de zafar del abrazo
terrible; él lloraba como lloran los
niños pequeños, con esos berridos que
desgarran a las madres, a algunas madres, las que no dejan que sus hijos
reciban cocazos en las esquinas de los semáforos.
Es él, el
pibito de los cocazos y los llantos y los mocos, estoy seguro.
Gracias
amigo, me dice y sigue hacia el auto de atrás que lo recibe con un bocinazo
porque el semáforo ha vuelto a dar paso y yo me demoré en salir huyendo.
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