domingo, 1 de julio de 2012

La cuna de 7 de marzo y Centenario


El de la cuatro por cuatro viene por Almirante Brown, viene de oeste a este, sin mirar, no ve mi Renault 12 del ´85. Viene como a 60 y por lo que se ve sigue de largo, pero  no, al llegar a la esquina dobla. Parece que hacen los automóviles nuevos sin luces de giro o que las nuevas generaciones de santotomesinos aprendieron a manejar sin saber que existen, o no las encuentran en esos enormes tableros repletos de chirimbolos; así que el de la cuatro por cuatro, sin avisar, se manda por Centenario hacia la 7 de marzo, abriéndose bien porque quiere para él, el carril de la izquierda. Atrás frenamos tres pobres tipos porque los techos de nuestros automóviles apenas pasan la altura de las ruedas prepotentes de la cuatro por cuatro. El más joven intenta una protesta con la bocina, pero el de la camioneta  no lo escucha, no lo registra, porque va hablando por celular, sentado desaprensivo y orgulloso, a kilómetros por encima de nosotros, simples mortales.
En la vereda del oeste el canillita de siempre con el diario desplegado en la mano derecha y un atadito de diarios en la izquierda, no vocea, se limita a desplegar bien el que lleva en la derecha para que los automovilistas se tienten con el título de la portada. Algunos se tientan y rebuscan las monedas necesarias mientras el semáforo se pone en verde y los motores de los automóviles se ponen nerviosos. 
Otra vez el rojo y el de la cuatro por cuatro le lanza al diariero una mirada de desprecio, acompañada de unos movimientos de títere con la cabeza,  porque no alcanzó a cruzar y ahora tendrá que esperar dos minutos completos ahí parado con lo importante que es el tiempo para él.
Desde mi Renaul 12, picado en el guardabarros trasero izquierdo, lo veo. Lo veo y lo reconozco. Ha crecido. Tendrá unos ocho años. Se para frente al de la camioneta y le estira la mano. Dentro una cabeza niega. Fuera, el niño se toma los testículos y camina hacia mí. Se para junto a la ventanilla.
—Una moneda don.
Sí, balbuceo, mientras busco con torpeza en los bolsillos e intento bajar el vidrio todo a la vez.
Lo miro bien, estoy seguro, es él, ha crecido, solo eso, ha crecido sentado en el cordón de la vereda este. Ahora anda solo. Antes no, antes tenía tres o cuatro años y andaba en patas para dar más lástima. Si uno miraba atento, las zapatillas lo esperaban en la vereda. Antes lo acompañaba un pibe que lo agarraba del cogote y le sacaba las monedas. Un pibe de no más de diez años que se reía mientras le daba cocazos. Él se revolvía tratando de zafar del abrazo terrible;  él lloraba como lloran los niños pequeños, con esos berridos  que desgarran a las madres, a algunas madres, las que no dejan que sus hijos reciban cocazos en las esquinas de los semáforos.
Es él, el pibito de los cocazos y los llantos y los mocos, estoy seguro.
Gracias amigo, me dice y sigue hacia el auto de atrás que lo recibe con un bocinazo porque el semáforo ha vuelto a dar paso y yo me demoré en salir huyendo.

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