Los
santotomesinos tenemos debilidad por el Salado, por la costa, por la isla. Bajo
la luz verdosa de estos días lluviosos, la isla se recorta fantasmal y
misteriosa. Así lejana, como saliendo de un sueño, a mí me trae recuerdos de mi
niñez con barro, canoa, lombrices y mojarras. También me trae recuerdos de
amigos que corrieron y nadaron a mi lado. Algunos de ellos ya no están por acá
y para ellos y para los pibes que en los días de sol corren y nadan y pescan,
va este cuento, mitad cuento, mitad recuerdo:
LA ISLA
Me levanto temprano, tomo todo el mate cocido, como todo el
pan con manteca. Le hago un mandado a mamá. Anoche papá trajo a casa dos
salvavidas y le dijo a mamá que eran para Licho y para mí. También le dijo algo
que no escuché, pero fue ahí que mamá dijo: está bien, que vaya. Mamá no quería
que fuera a la isla y yo estaba enojado, ahora estoy contento.
Salgo para lo del Licho. Voy corriendo a mostrarle los
salvavidas.
A la tarde estoy
cansado. Mamá dice que huelo mal. Andá a bañarte que apestás, me dice y se ríe.
Tengo olor a pescado. Con Licho estuvimos todo el día preparando las cosas para
ir a la isla. Cargamos la canoa y juntamos carnada.
Me voy a bañar, voy a comer todo y a dormirme temprano.
Quiero que mañana llegue rápido.
El despertador no suena, no suena, no suena. Estoy despierto
esperando que suene. ¡Al fin!
A la isla llevamos solamente sal y carnadas. También tortas
fritas que hizo mamá.
Nos ponemos los salvavidas y desatamos la canoa. Tengo un
nudo en la panza. El Licho apoya el remo en el fondo para empujar la canoa lejos de la orilla. Si pesco
un surubí no me lo voy a comer, se lo voy a regalar a papá.
El sol está alto detrás la isla, el agua refleja la luz pero
no lastima los ojos. Todo se ve verde, la isla, la barranca el río. Hasta el
cielo es verde.
El salvavidas da calor pero me aguanto. El Licho no se
aguanta. Ni bien empieza a remar se lo saca.
En la isla el Polaco anda montado al Amarillo. Va y viene.
Lo hace cabalgar. El amarillo relincha. El polaco nos ve, se saca el sombrero y
nos aluda, él vive en la isla. Yo levanto el brazo y lo saludo.
—¿Querés que reme un poco? —le digo al Licho que tiene la
frente sudada.
—¡Cambio! —se corre de asiento y yo agarro los remos. Él
saca una torta frita y se la mete entera en la boca. Se inclina por encima de la borda para
mojarse la cara en el río. La canoa
parece que va a volcarse. Me asusto pero no digo nada.
Desde la isla vemos la ciudad. Hay pocos edificios en la
ciudad y son bajos. La cúpula de la
Iglesia es lo más
alto. Es plateada y redonda y el sol la hace brillar.
Preparamos las cañas. Yo entierro una cimbra en la barranca,
es una vara flexible para que no la
quiebre el tironeo si el surubí es grande. Engancho del lomo un cascarudo en el
anzuelo chico que está atado a uno más grande que es donde va a quedar
enganchado el surubí cuando se acerque a comer. Al surubí le gusta la carnada
viva.
No hubo suerte con el surubí así que al mediodía asamos un
par de moncholos.
A la siesta nos da sueño así que nos tiramos bajo un
aromito, apenas un poco más alto que el Licho. Lo cubrimos con una lona para
que nos haga sombra. Me duermo.
El Licho me despertó a los gritos y yo no sabía ni dónde
estaba hasta que reaccioné y lo vi tratando de que no se le escape la cimbra
que se doblaba hasta tocar el agua de tanto que tironeaba el pique. Seguro es
un surubí, pensé. Me empezó a saltar el corazón y corrí a ayudar al Licho. Los
dos agarramos la cimbra fuerte pero los tirones nos arrastraban hacia el borde de la barranca. Tiraba como un
tren. El Licho se fue al agua con cimbra y todo y entones lo ví. Bajo el agua,
cerca de la superficie, había un surubí de tres metros que debía pesar por lo
menos veinte kilos. Estuvo quieto un
segundo, después abrió la bocaza, se sacudió y arrastró al Licho al medio del
río. El Polaco escuchó mis gritos, se montó al Amarillo a pelo nomás y se tiró
al agua con caballo y todo. El Licho metía y sacaba la cabeza del agua y no
soltaba la cimbra. El Polaco lo agarró de los pelos y lo subió al caballo pero
el Licho no quería soltar la cimbra. El surubí se puso a arrastrarlos a los
tres, al Polaco, al Licho y también al Amarillo...
—¡Depertate Javier!
—sentí que me sacudían el hombro.
—¡El surubí!
—¡Qué surubí! No picó nada. Estabas soñando. Polaco, decías
—Licho se reía y me dio bronca.
Me dio tanta bronca que no le conté el sueño. Yo le quería
llevar un surubí a mi papá. Al final me tuve que conformar con unos moncholos,
pero mi papá se puso contento igual. Hizo chupín y mamá me dijo que estaba
orgullosa de mí; que ya era casi un hombrecito. Las madres siempre dicen
pavadas que hacen pasar vergüenza.
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