jueves, 16 de agosto de 2012

Una de remiseros, de los de antes y de los de ahora

Tristeza, de Anton Chejov


Miércoles de agua, agua y más agua, corriendo sobre las calles asfaltadas; barro y botas para lluvia en las calles de tierra, también algunas puteadas: justificadas. Calles sin suerte en el reparto de asfalto.
Roberto se levantó a las cinco y media. El primer viaje lo hizo a Santa Fe. Llevó, como cada día, una médica adormilada al hospital Cullen. Roberto intentó entablar conversación; el llamado metálico, falsamente melodioso del celular, se lo impidió. Ensimismado emprendió el regreso. En Santo Tomé lo esperaban tres cadetes del Liceo Militar, tres cadetes mudos a esa hora de la mañana, cada mañana, de lunes a viernes.  Roberto la sabe, los cadetes son monosilábicos hasta la exasperación. Pero esta mañana aguada Roberto intenta una charla.
—Ayer murió mi madre.
—¿Cuántos años tenía? —uno de ellos lo mira a los ojos a través del espejo retrovisor.
—Noventa y dos.
—Ah, era muy grande —el joven no puede evitar un gesto que muestra claramente que el hecho, por natural, predecible y hasta lógico, le parece insignificante.
—Pero era mi madre —intenta Roberto, mientras por el espejo retrovisor puede ver al cadete calzarse los auriculares; los otros dos ya los llevaban puestos cuando subieron al auto.
Igual que el cochero de Chejov, Roberto tenía algo que decir, algo que contar, algo que le quemaba en la garganta y, al igual que al viejo cochero, nadie tenía tiempo para escucharlo.
Para los que no conocen el cuento, algunos datos: un cochero, acaba de perder a su único hijo. En la noche invernal de una Rusia antigua y nevada, pasa el tiempo inmóvil esperando pasaje, esperando un ser vivo a quien contarle su desdicha. Las horas, los pasajeros y los viajes, lentos a tiro de caballo, pasan; el cochero no logra ser escuchado hasta que, sobre el final de la historia, descarga su angustia hablando con su caballo.
Roberto intentará una y otra vez –al igual que Yona-, contar los detalles de aquello que necesita decir: las últimas palabras que pronunció su madre, las últimas que él esperaba ella hubiera escuchado. Esa era su duda, esa era la llama que le quemaba.
Al mediodía el sol rompe algunas nubes, el aire se vuelve tibio y acuoso y el remisero regresa a su casa para un almuerzo frugal y solitario. 
“La tristeza”, tal el título del cuento,  fue escrito en 1897 en la Rusia anterior a la Revolución de Octubre. En el cuento –al igual que en toda su obra- Chejov no apela a las grandes situaciones ni a las grandes actitudes, es decir, no apela a lo espectacular, sino que, situando a sus personajes en un marco de vida ordinaria y las más de las veces sencilla, introduce en el proceso de la creación elementos en apariencia insignificantes, aunque en realidad henchidos de importancia: son a la manera de claves y producen efectos subliminales, que dan su justa dimensión y su profundidad al relato, logrando para él tanta intensidad como significación.
Pero, sentado en el auto blanco de Roberto, prestándole mi oreja atenta, no es en Chejov en quien pienso, aunque su historia me lo haya traído junto con el cuento a la memoria, sino en el hombre, digo, la humanidad del hombre –todos y todas- y en que, ya sea que se trate de 1897 o  de 2012, parece, que el problema que nos aqueja –uno de ellos al menos-  es el de la comunicación.  
Tendemos a creer que encontrar quién escuche, quién esté dispuesto a hacerlo, es un  problema actual, un mal de nuestra era globalizada y transitada, atravesada,  por las redes sociales –ese grotesco de la amistad, esa falsa ilusión de compañía-, pero el cuento de Anton Chejov lo desmiente -así  como lo desmiente  el nacimiento del psicoanálisis-, poniendo sobre el asfalto que lo humano, sin importar el rincón del mundo en que ocurra, ni el tiempo en que ocurre, para bien o para mal, se repite, se sostiene, perdura.
   

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