El Caminante *
Conocí a Robert Walser en julio de 1936. Él daba uno de sus inacabables paseos por Appenzell. Yo me había
acercado silencioso y le seguí el paso hasta que media hora después notó mi
compañía.
—¿Es usted Seelig? —Asentí.
Caminamos tres horas más durante las que Walser no vuelve a dirigirme la
palabra. Lo dejo ante la entrada del hospicio. Él me saluda quitándose el
sombrero, lo sostiene sobre su cabeza durante un momento, sonríe, y se lo calza
nuevamente. Lo lleva apenas apoyado dando la impresión de que cualquier viento
por leve que fuera podría volárselo. Veré repetirse aquel gesto durante las dos
décadas que durará nuestra amistad. Aún puedo verlo cuando pienso en él.
Hacía tres años que el Señor Robert, como algunos lo llamaban mofándose
de sus tiempos sirviendo en un castillo de Alta Silesia, se había internado por
propia voluntad en el psiquiátrico de Herisau. Según el director del hospicio,
el doctor Pfister, Walser jamás muestra el menor deseo de escribir. Muy por el
contrario, cuando no sale a caminar, colabora con los empleados del asilo en
las tareas de limpieza. Por la tarde, durante las horas de trabajo
reglamentarias, ordena lentejas, habas y castañas en tres montañitas separadas,
o arma bolsas de papel.
Ni bien supe de su estancia en Herisau intenté innumerables
acercamientos durante varios meses, pero
mis visitas le pasaban inadvertidas. Walser se esforzaba por trabajar lo más
posible y mascullaba insultos si alguien intentaba interrumpirlo. En los ratos
de ocio se sumergía en libros de hojas amarillentas o en revistas viejas.
Pero esta mañana, al verlo atravesar la plaza he decidido darle alcance.
Durante los próximos veinte años,
mis paseos con Walser se sucederán con intervalos en los que él se
entrega a tareas serviles con una pasión obtusa y aniquiladora. Solo cuando la
mera voluntad de convertirse en un cero a la izquierda redondo como una pelota
no le basta, cuando esa voluntad encarnizada de extinción, ese sueño
paradójico, tal vez imposible, de no ser nadie, de ser menos que nadie, no le alcanza, retoma sus caminatas.
Cuando pienso obsesivamente en él, como hoy, repaso mis diarios donde he
registrado nuestras conversaciones, mis
impresiones, mis preguntas que aún aguardan respuesta.
—¿Y la escritura? —pregunto.
—Es absurdo y grosero, sabiendo que
estoy en un hospicio, pedirme que siga escribiendo libros. Sólo puedo escribir
en libertad, y hasta tanto no se cumpla esa condición, ni siquiera puedo
considerar la posibilidad de retomar la escritura.
—Tengo la impresión de que usted no
aspira en absoluto a esa libertad —observo.
—No hay nadie que me la ofrezca, así
que hay que esperar.
—Yo se la ofrezco Robert, sálgase
del asilo. Permítame alojarlo en mi casa
—¿Sabe usted Carl?, a veces la literatura
se convierte en una especie de traición.
—¿Traición a qué, a quien Robert?
—A la vida, a uno mismo ¿Le conté de
aquella vez en que salí de Berna a las dos de la mañana? En aquella ocasión
llegué a Thonon a las seis; a primera hora de la tarde me detuve a orillas del
Niesen, donde me he tragado —aquí se detiene para reírse— una lata de sardinas
con un trozo de pan; luego regresé. Estaba nuevamente en Thonon al anochecer y a la medianoche otra
vez en Berna.
Walser se vanagloriaba de aquellas maratones durante las que intentaba
escapar de los sueños que lo acosaban, sueños poblados de truenos, voces con
eco y manos que le buscan la garganta, de los que despierta aullando de terror.
Al salir de aquellos trances camina de
día y de noche, sin parar. Otra de sus
hazañas peatonales es el tramo Berna Ginebra de un tirón, con noche en Ginebra
y regreso a Berna a la mañana siguiente.
En otra ocasión, luego de varios kilómetros de caminata durante los que
Walser permanece invariablemente callado, invisible a los ojos de quienes se
cruzan en su camino, esa capacidad tan suya de pasar inadvertido -diríase que
como su literatura, él ejercita el arte la invisibilidad-, intento convencerle
de la necesidad de una reedición de sus libros.
—He estado leyendo, releyendo,
algunos de sus libros, y pienso que debería usted iniciar la corrección antes
de
—Nunca corrijo Carl, nunca, debería
usted saberlo —le hablo de Las
composiciones de Fritz Kocher, aquella obrita maestra suya que Eudeba editó
en 1904, flanqueada por once renglones indigentes de Hermann Hesse.
—Mi hermano Karl la ilustró —hace
unos dibujos en el aire. Continuará haciéndolos durante el resto del paseo.
—En ese libro ha simulado usted
compilar una serie de redacciones escolares —intento regresarlo. Robert Walser no estaba en este ni en otro
mundo. Iba y venía.
De pronto hablaba de literatura, de los paisajes, de los goces de una
buena comida, de la vida en el hospicio, de la guerra.
—No entiendo su insistencia en
hablar de mi trabajo. Hermann Hesse —se detiene en la doble ese, jugando con el
sonido, sonríe—, ahora que lo nombra recuerdo que hace un tiempo me ha hecho
llegar un ejemplar autografiado de El
juego de los Abalorios —no me escucha, de todas formas no importa, ya no me verá ni escuchará
por ese día —, el problema filosófico
que plantea respecto de si en la sociedad, es lícito que exista una
aristocracia del espíritu que viva por encima y al margen de la sociedad más
corriente no me resulta ajeno, ¿a usted Carl? —no espera mi respuesta—. Filosófica,
minuciosa, áspera ¿Qué opina usted Carl?
Al verlo alejarse atravesando el parque del hospicio me asalta la duda
de si se encuentra realmente enfermo o
simplemente ha encontrado allí un refugio.
En 1929, Lisa, la hermana que Walser adora, -aquella que todos reconocen
en la gentil institutriz de Jacob Von
Gunter-, luego de que este
intentara ahorcarse, y fallara porque no sabe hacer un nudo corredizo, lo lleva
al hospicio de Waldau. Ante el portón del establecimiento, Robert le pregunta:
“¿Te parece que es la solución?”. Lisa no le responde. Walser tenía cincuenta y
un años, cuatro después lo transfieren al asilo de Herisau, donde permanecerá
hasta su muerte, veintitrés años más tarde.
El contacto con Walser renueva día a día mi entusiasmo por reeditar su
obra, por rescatar los escritos que supongo guarda en el asilo, aquellos
manuscritos casi elegibles hechos a lápiz con letra diminuta y apretada. Walser
no levantaba el lápiz del papel cuando escribía, se deslizaba por la hoja con
la misma lenta determinación con la que lo
hacía en sus caminatas.
—No comprendo ese empeño suyo en
publicar mis garabatos.
—De todas formas lo haré, si usted
me lo permite. He decidido que lo mejor sería una edición limitada, si
accediera usted a ver
—No hace falta ver nada
extraordinario ya es mucho lo que se ve ¿Le he hablado de mi nuevo método de
escritura?
—No Robert, no lo ha hecho usted.
—Lo llamo método del lápiz. El paso
de la pluma al lápiz ha sido penoso pero ciertamente liberador. Finalmente una
de mis manos colgaba como un racimo de uvas.
Recuérdeme, antes de mi muerte, que le enseñe la clave para descifrar mi
alfabeto.
—Se lo recordaré, no le quepa duda
Robert.
—Observe Carl, vea cómo el mozo de
esa cafetería carga la bandeja. Se diría que brazo y bandeja arrastran tras de
sí a un mozo.
—¿Desea que nos sentemos Robert,
desea un café, tal vez?
—Limpiar habitaciones, lustrar
cucharas de plata, sacudir alfombras y servir vestido de frac. “Señor Robert”.
“We madame”. Aquí se aprende muy
poco, falta personal docente y nosotros, los muchachos del Instituto
Benjamenta, jamás llegaremos a nada; es decir, que el día de mañana seremos
todos gente muy modesta y subordinada —reconozco la cita inmediatamente. Le
hablo de su novela.
—He oído que Jacob Von Gunter ha tenido un gran éxito
en Alemania. Debería usted pensar en revisarla antes de la reedición. Me ha
escrito mi entrañable amigo Max Brod, quien al igual
que yo con usted, viejo amigo, no logra convencer a Kafka para que publique sus
obras. Me ha contado del día en que Kafka irrumpió en su casa enarbolando su Jakob Von Gunten y se puso a leerle unos
pasajes en voz alta, interrumpiendo la lectura solo una vez, definitivamente,
para reírse “de un modo estrepitoso y continuo”, esas fueron sus palabras.
—La naturaleza no tiene que esforzarse por ser importante. Lo es.
Vea usted Carl cada esquina o perro vagabundo son un enigma tanto como mi
alfabeto ¿No lo cree usted?
—Desearía conocer su alfabeto
Robert. Me ha dicho usted que le
recuerde enseñármelo.
—Cuando acabe la guerra. Ni un día
antes, sólo cuando acabe. Recuerdo aquella mujer judía de alta sociedad a cuyo
servicio me emplee luego de mi incursión en los talleres Escher-Wyss ¿Qué habrá
sido de ella? No puedo pensar en otra cosa desde esta mañana.
—De seguro se encuentra a salvo.
—De seguro ha muerto. Hemos llegado,
lo espero mañana. Lo llevaré hacia el bosque de pinos. Con frecuencia camino
por él, es un bosque de pinos y abetos, cuyas bellezas y maravillosa soledad
invernal parecen preservarme de una incipiente desesperación.
Cuando me presenté en el asilo al día siguiente, Walser había salido
hacía horas; antes del amanecer, según creían.
“Me vino en gana dar un paseo, me planté el sombrero en la cabeza,
abandoné el cuarto de los escritos o de los espíritus, y bajé la escalera para
salir a buen paso a la calle. Podría añadir que en la escalera me encontré con
el sereno del hospicio. Mostraba cierta pálida y marchita majestad. Sin
embargo, he de prohibirme del modo más estricto detenerme aunque no sean más
que dos segundos con este marroquí o lo que fuere que me ha deseado feliz
navidad; porque no puedo desperdiciar ni espacio ni tiempo. Hasta donde puedo
acordarme, ayer, al salir a la calle abierta, luminosa y alegre, en un estado
de ánimo romántico-extravagante, que me satisfacía profundamente me he topado
como de costumbre con Carl. El mundo matinal que se extendía ante mis ojos me
parecía tan bello como si lo viera por primera vez. Todo lo que veía me daba la
agradable impresión de cordialidad, bondad y juventud. Olvidé con rapidez que
arriba en mi cuarto había estado hacía un momento incubando, sombrío, sobre una
hoja de papel en blanco. Toda la tristeza, todo el dolor y todos los graves
pensamientos se habían esfumado, aunque aún sentía vivamente delante y detrás
de mí el eco de una cierta seriedad. Esperaba con alegre emoción todo lo que
pudiera encontrarme o salirme al paso durante el paseo. Mis pasos eran medidos
y tranquilos, y, por lo que sé, mostraba al caminar un semblante bastante digno.
Carl intentaba convencerme para que avale cierta obsesión suya que lo asedia y
que le impele a pretender reeditar mis libros. Me he disgustado con él ante tanta insistencia, es por eso que
esta mañana no lo he esperado. Me gusta ocultar mis sentimientos a los ojos de
mis congéneres, sin que, no obstante, me esfuerce aprensivamente en hacerlo, lo
que consideraría un gran defecto y una gran tontería. Ha nevado lo suficiente
para que el paisaje aparezca ante mis ojos cubierto por una fina capa blanca
que mis zapatos rompen dejando un rastro
oscuro, donde asoma la tierra negra, que me persigue.
El frío se intensifica entre mis ropas y siento la blancura de mis
huesos saliéndose de mí y fundiéndose con el paisaje. Nadie me sigue, tropiezo
con las nubes que se mueven en un cielo azul y brillante, me agarro a las hojas
más tiernas de un abeto monstruoso. Miro hacia abajo y el azul se aclara
iluminado por el sol que asoma de las nubes caminantes. Accidente. Estoy
cayendo ¿estoy cayendo? Mi cuerpo gira hasta llegar a otro cielo, blanco, que
me invita. Parece que deseo la caída, aunque mis brazos se desbaratan luchando
contra ella. Estoy cayendo ¿estoy cayendo? Qué extraña sensación sin horror, sin pesadilla. He perdido mi sombrero
y mi mano no lo alcanza. Oscuro mar blanco, de poder oscuro blanco, el bosque
pende cabeza abajo. Pirueta lenta lentísima, mínima y pavorosa sintiéndome liberado y feliz”.
Los niños que hicieron el hallazgo del cadáver describieron a un hombre congelado a orillas de un campo
cubierto de nieve, con un largo abrigo negro, botas gruesas y los ojos
abiertos. Su sombrero se encontraba a un par de pasos de él y en su rostro se
dibujaba una mueca terrible. No sonreía. Pero cada vez que proyecto esa imagen
de tonos contrastantes en la pantalla de mi cabeza me gusta imaginar que en el
momento de encontrarse con la muerte, solitario y vagaroso, Walser quiso
pedirle a su corazón que se sometiera de buen grado a lo inevitable con una
sonrisa, una sonrisa oblicua, al fin y al cabo también de bienvenida.
—Una vez fuera del hospicio,
¿volvería usted a escribir? Robert.
* Incluye fragmentos de los diarios
de Carl Seelig y del relato “El Paseo”, de Robert Walter.
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