A veces necesito unas vacaciones, unas
vacaciones no de la ciudad, ni siquiera de la gente, sino de mi cabeza. Ese
tiempo se me anuncia con noches blanquísimas que duran dos o tres semanas,
después, un día cualquiera, cansado de no poder dormir, aparezco tocando el
timbre en La Merced
donde me conocen, porque suelo vacacionar de mi cabeza allí, desde que los
veintitrés, cuando un surmenage me sacó de las aulas de Ciencias Económicas y
me llevó directo, como volando, para allá.
Además de las noches blanquísimas, la necesidad
de las vacaciones se me anuncia por la falta de, como quien dice, la
inspiración, entonces las quinientas palabras se me hacen una pared lisa y
resbalosa, imposible de escalar. Por suerte el director del diario me tiene
paciencia o lástima vaya uno a saber que para el caso es lo mismo y ni pregunta
por las quinientas hasta que vuelven a aparecer parejitas y certeras -eso quiero
creer- un día cualquiera como el de hoy que casualmente también llueve como la
última vez que se ordenaron, parejas y casi coherentes en los renglones
luminosos de la columna digital. Y lo
que me dice el dire es cómo anda Gerardo y yo le contesto bien gracias y él me
mira como diciendo me alegro y nada más porque el director es de pocas pulgas y
de pocas palabras también.
Y como de mis vacaciones vuelvo relleno de
lectura o relectura el tema no puede ser otro, ya que además el clima acompaña,
digo, acompaña para tomarse unos mates mientras se lee, decía que el tema no
puede ser otro que algún escritor que ande merodeando el universo medio
olvidado, un escritor que también se tomó una vacaciones en una “La Merced”, solo que en la Suiza germánica y durante
veintitrés años, hasta que la muerte lo encontró la navidad de 1956, en una de
sus maratónicas caminatas, a los setenta y ocho años. Estoy recordando a Robert
Walser, el caminante, uno de los mayores escritores de expresión alemana del
siglo XX cuyo genio, a decir de Saer, había sido saludado por Kafka, Musil,
Walter Benjamín y Canetti.
Junto con su cadáver extendido a todo lo largo
-era un hombre alto- sobre la nieve,
salieron a la luz sus microgramas -que aún hoy son estudiados para ser
descifrados- , Walser llamaba a estos
microgramas el método del lápiz, método que consistía en escribir en letra
diminuta sin levantar nunca la punta del lápiz del papel.
Walser dejó 526 manuscritos de una caligrafía
gótica microscópica, casi invisible y de prolija regularidad, cuya lectura es
solo posible con gruesas lentes de aumento.
Para dar un ejemplo diré que, de 34 hojas de
microgramas se extrajeron dos libros enteros: la novela El Bandido que en la versión francesa editada por Gallimar tiene
152 páginas y la serie de escenas y textos breves -género en el que Walser
alcanzó la cima de su arte- que, con el título general de Félix fueron
descifrados y editados en 1972.
Walser acostumbraba a escribir en hojas de
almanaque que solía cortar por la mitad, en reverso de facturas, de volantes,
de sobres ya utilizados, el dorso de alguna tarjeta postal e incluso en alguna
circular impresa en la que tal o cual revista le comunicaba el rechazo de algún
texto anterior enviado para la publicación.
El uso frecuente de papeles que el azar ponía a
su alcance coincide con el principio poético y ético de Walser según el cual no
importa qué acontecimiento, por cotidiano y banal que pueda parecer, merece ser
tema para la poesía.
A propósito de Walser y aprovechando una de mis
vacaciones alguna vez escribí lo que encontrarán con fecha 9 de noviembre de
2012 en
Aunque si yo fuera usted, me saltaría el link,
y buscaría al mismísimo Walser en las librerías o en la Web.
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