Cuatro y media de la
mañana, desvelado. La torre babel a punto de desplomarse sobre mi mesa de luz.
Miro la pila inestable de libros algunos a
medio leer, otros apenas espiados, otros esperando la relectura que no
llegará nuca, algún que otro Best Sellers acumulando tiempo de espera desde
hace siglos.
Por azar, Oliverio
Girondo –sus poemas‒ hacen equilibrio en la cúspide de la torre. Tomo el libro y
abro una página cualquiera, así se leen los libros de poesía, decía mi padre,
se abren y lee un poema o un verso y se abandonan hasta el próximo insomnio o
la próxima siesta agotadora de enero o alguna lluvia intensa se abril. Alta
noche es el título que ofrece la hoja amarillenta, adecuado, pienso, todavía
está alta la noche, y leo
Oliverio Girondo
Alta Noche
De vértices quemados
de subsueño de cauces de preausencia de huracanados rostros que
de subsueño de cauces de preausencia de huracanados rostros que
trasmigran
de complejos de niebla de gris sangre
de soterráneas ráfagas de ratas de trasfiebre invadida
con su animal doliente cabellera de líbido
su satélite angora
y sus ramos de sombras y su aliento que entrecorre las algas del
de complejos de niebla de gris sangre
de soterráneas ráfagas de ratas de trasfiebre invadida
con su animal doliente cabellera de líbido
su satélite angora
y sus ramos de sombras y su aliento que entrecorre las algas del
pulso de lo inmóvil
desde otra arena oscura y otro ahora en los huesos
mientras las piedras comen su moho de anestesia y los dedos se
desde otra arena oscura y otro ahora en los huesos
mientras las piedras comen su moho de anestesia y los dedos se
apagan y arrojan su ceniza
desde otra orilla prófuga y otras costas refluye a otro silencio
a otras huecas arterias
a otra grisura
refluye
y se desqueja.
desde otra orilla prófuga y otras costas refluye a otro silencio
a otras huecas arterias
a otra grisura
refluye
y se desqueja.
Girondo murió un enero, en Buenos Aires, donde también había
nacido setenta y seis años antes.
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