Enero, el mes fantasma. La ciudad
vacía, titulan los diarios y el noticiero local. Yo la veo ocupada, abarcada
por el verano agotador. Sobre el asfalto, a unos cincuenta centímetros del
suelo flota el verano; un hálito que deforma las cosas, las borronea, las
vuelve irreales, desconocidas. Los sentidos también se afantasman, como el
paisaje sin bordes de enero; se deforman, se embotan. Como un corolario de las
fiestas como si el alcohol de las fiestas se quedara para nublarlos, los
sentidos se dilatan, los recuerdos afloran merodean se instalan sobre la siesta
larga y ardiente.
La playa a pleno sol, la isla
oculta por el fantasma, el olor del verano obnubilando, taladrando, buscando,
encontrando ese recuerdo que cada Enero
exige su liberación, su encuentro con el presente, primero a través de mi
madre, en su cama agónica y ahora cada año a través de mí, de mis ojos cerrados
por el resplandor. Un recuerdo contraído una y otra vez, cada Enero:
Miró una vez más hacia el
horizonte, hacia la monotonía sin grumos de la llanura que, a lo lejos, parecía
juntarse con el cielo cortando la impresión de infinito.
Claro que si volteara para mirar
hacia el otro lado esa impresión de
infinito se derrumbaría repentinamente tragada por la barranca que entra en el
río salado y marrón, a veces rosado, como cuando se acerca una tormenta, como
ahora que el cielo aplasta los aromitos florecidos y achaparrados que siembra
el viento en la isla cercana donde las ranas aúllan como gatos formando un coro
sin intermitencias que se eleva traslúcido sobre las aguas que han comenzado a
encresparse como sus cabellos blancos que viran hacia un marrón amarillento
como si estuviesen manchados de nicotina. Los de su padre en cambio eran
azulados, blanco azulados y blandos. Los había tenido así desde muy joven,
desde que ella se sentaba todavía en sus rodillas esperando un cuento o un
caramelo, un caramelo o un cuanto o un perro como aquel día que del bolsillo
asomó una hocico negro y vulgar y adorable.
Regresó a la casa. Pasó junto a
la mecedora. Le echó una mirada interrogadora al verla balancearse solitaria y
tenaz, tal vez algún fantasma, alguno de los que ahora danzaban en su cabeza o
su corazón o tal vez era tan solo el
viento del sur que llegaba húmedo y cálido como un lengüetazo en plena cara, un
lengüetazo pastoso con olor a río, un lengüetazo de río o tal vez un
suspiro, un suspiro venido desde muy
lejos o desde muy hondo.
Regresó a la casa, pasó junto a
la mecedora, pasó junto al gato y junto a la mesada de la cocina donde una
mosca revoloteaba sobre los platos sin lavar. Pasó junto a la puerta del cuarto
donde la cama permanecía sin tender y junto al retrato del abuelo Tomás, un
cuadro oval con colores planos e irreales donde resaltaban el bigote negro y
los ojos sin mirada. Pasó junto a la puerta siempre cerrada del cuarto de Luis
y la escalera que conduce, siempre, al mismo tiempo antiguo y olvidado del
altillo.
La abuela hizo todo aquello antes
de entrar al cuarto de baño tomar la decisiva navaja de plata del abuelo y
abrirse el cuello atormentado.
Así me contaron la historia
cuando tuve edad para entender que la gente hace lo que puede o lo que cree que
puede o debe y sobre eso no hay nada que pueda hacerse o decirse. Me contaron
esa historia a la que sin embargo asistí, al menos en parte porque aquel verano
mamá pasaba unos días en el campo cuando al regresar, presurosa, conmigo de la
mano y la tormenta sobre nuestros talones al entrar en la casa –según dijo una
y mil veces después- presintió que algo andaba mal o algo fuera de lo común
ocurría o por mejor decir ya había ocurrido y permanecía estancado en el aire
quieto que precede a la lluvia, esperando ser descubierto. Algo que podía
olfatearse y presentirse como la lluvia misma que comenzaría a caer precedida
del grito del trueno interminable o fue el grito interminable de mamá que se
superpuso al otro, el del trueno,
metálico y cegador.
Mamá gritó mamá; un mamá agónico
y fantasmal que quedó suspendido sobre las cosas de la casa para después
depositarse sobre ellas y los muebles y el piso, como una pátina pegajosa que
mamá refregó durante días después del funeral.
Mamá gritó mamá y yo, que me
entretenía fastidiando al gato grité a su vez mamá, también grité mamá
probablemente por no saber qué más gritar.
Mamá gritó y yo grité y el gato
saltó de mis brazos corrió por el pasillo entró la baño y patinó sobre la sangre a medio coagular,
de este detalle supe mucho tiempo después, claro está, porque aquel día mamá
salió del baño con los ojos enormes y me sacó del brazo hasta la galería y me
sentó en la mecedora y me dijo te quedás acá, ¿entendiste, Gerardo?, te quedás
acá no te movés, ¿entendés? no te movés y algo en su voz y algo en sus ojos
enormemente abiertos y fijos me hicieron asentir en silencio y obedecer.
Y el regreso, al atardecer con las sombras de los bañistas y
la mía propia alargándose sobre la arena. El regreso al presente con la lengua
amarga y pastosa.
—¿Gerardo una cerveza?
—Sí, claro, pará que me levante que me parece que me
acalambré.
—Los años no vienen solos.
—No vienen con recuerdos.
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