Inútil intentar huir, el verano se aferra a la
tierra al cielo y al aire; se ensaña. No existe aire acondicionado que valga,
no porque no aligeren la carga del sol sino porque crean simplemente
escudos, escudos invisibles aunque oscuros, de ventanas cerradas y cortinas
dobles corridas. Una jaula o mejor una cuerva, una mazmorra o una isla. Mi
dormitorio es una isla en mi casa. Oscuro y frío y seco es impermeable al calor
que se azota contra las paredes y las persianas, araña los vidrios y lanza su
aliento sobre las cortinas.
Inútil
intentar huir, el acondicionador es una ilusión como lo es el sueño, respirando el
mismo aire una y otra vez hasta ahogarse.
Probablemente
sean las cuatro treinta o cinco de la mañana. Recostado boca arriba con los
brazos cruzados bajo la cabeza miro la braza del cigarrillo oscilar adelante y
atrás, adelante y atrás, a pocos centímetros de mi nariz. Aspiro, y de la braza
se desprenden pequeñas luces anaranjadas y rojas.
Me levanto y me acerco a la ventana y la abro. La luna está sobre el
sauce. Iluminada por esa luz irreal, la tierra reseca del patio, sin una brizna
de pasto, se parece a un recuerdo resquebrajado y confuso.
Corro la tela metálica que frena la entrada de los mosquitos; tiro la colilla que al golpear sobre la
tierra, rueda y va dejando luces en el aire detenido. Finalmente la colilla se detiene donde la
luna no ilumina y arde un rato antes de extinguirse.
Regreso a la cama. Las sábanas están arrugadas. Iluminados por la luna,
los pliegues parecen dunas y cráteres de otro mundo, esponjoso y blanco.
Inútil intentar huir, pronto darán las seis, media hora después el director del
diario enviará el primer mensaje del día que probablemente diga lo que dice
siempre “baje a Santo Tomé”, cómo no bajar a la ciudad cuando uno es parte de
la ciudad, del color, del olor, del calor de la ciudad; de la desventuras de la
ciudad.
“Baje a Santo Tomé” significa que no
me ande por los aires, que busque y encuentre personas extraordinarias,
rincones extraordinarios, hachos extraordinarios.
Apago el acondicionador para ir aclimatándome, a eso de las nueve la
calle empieza a derretirse, las caras de los santotomesinos empiezan a
derretirse, el cabello se pega a las sienes y las bocas se chorrean hasta los
pies dejando un charquito pestilente.
Para las diez, mi R12 se calienta como el infierno; es un horno de
ladrillos y yo soy el ladrillo cociéndose a fuego lento; secándose. La calle me exprime y la
camisa se me pega a la espalda y una mancha de sudor comienza a formarse; un
óvalo oscuro en el centro y diminutos puntitos de humedad esparcidos en toda la
superficie del género. Entretanto la ciudad dice no. La ciudad me expulsa, me niega sus
historias y su gente me da vuelta la cara, la cara de agua, la cara de sal.
La ciudad es ciega y sorda, es un pulpo resbaloso que huye de mi
grabadora, que se oculta de mi cámara. La ciudad me muestra el polvo y el
rielar de paredes blancas que me enceguecen. La ciudad se ríe a mis espaldas
tras las puestas cerradas, tras las bocas cerradas. Solo el río sigue murmurándome,
susurrándome historias.
“Una franja húmeda
y barrosa, en la que las huellas del bayo amarillo son todavía visibles, separa
la playa seca del agua. Sobre esa franja húmeda, el Gato alza la cabeza y
contempla la isla: chata, compacta, la vegetación polvorienta y la barranca rojiza,
irregular, que baja al agua. Casi cincuenta metros separan las dos orillas.
La isla enfrente, con su barranca suave, la
vegetación enana y sus flores irrisorias, todo desierto, polvoriento y calcinado,
y el agua tibia, oscura […]
[…] La isla baja, polvorienta, en
pleno sol, su barranca rojiza cayendo suave, medio comida por el agua, está
inmóvil, sin que ni siquiera pájaros, mariposas, se levanten de entre los
árboles enanos a los que ninguna brisa sacude, de entre las flores rojas,
amarillas, blancas, desperdigadas entre las ramas y entre la maleza que se
calcinan a la luz de febrero, el mes irreal, sin que en la orilla irregular se
perciban, en ningún momento, las sacudidas suaves de la estela que va dejando
la canoa verde al avanzar, con enviones bruscos, en el medio del agua, río
arriba, dejando atrás los bordes visibles de la estela que van separándose
imperceptibles y que rayan el agua caramelo sobre la que la luz caliente
destella múltiple y arbitraria”. Nadie
Nada Nunca. Juan José Saer.
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