sábado, 16 de febrero de 2013

Boca de ceniza



Inútil intentar huir, el verano se aferra a la tierra al cielo y al aire; se ensaña. No existe aire acondicionado que valga, no porque no aligeren la carga del sol sino porque crean simplemente escudos, escudos invisibles aunque oscuros, de ventanas cerradas y cortinas dobles corridas. Una jaula o mejor una cuerva, una mazmorra o una isla. Mi dormitorio es una isla en mi casa. Oscuro y frío y seco es impermeable al calor que se azota contra las paredes y las persianas, araña los vidrios y lanza su aliento sobre las cortinas.
   Inútil intentar huir, el acondicionador es una ilusión como lo es el sueño, respirando el mismo aire una y otra vez hasta ahogarse. 
   Probablemente sean las cuatro treinta o cinco de la mañana. Recostado boca arriba con los brazos cruzados bajo la cabeza miro la braza del cigarrillo oscilar adelante y atrás, adelante y atrás, a pocos centímetros de mi nariz. Aspiro, y de la braza se desprenden pequeñas luces anaranjadas y rojas.
   Me levanto y me acerco a la ventana y la abro. La luna está sobre el sauce. Iluminada por esa luz irreal, la tierra reseca del patio, sin una brizna de pasto, se parece a un recuerdo resquebrajado y confuso.
   Corro la tela metálica que frena la entrada de los mosquitos;  tiro la colilla que al golpear sobre la tierra, rueda y va dejando luces en el aire detenido.  Finalmente la colilla se detiene donde la luna no ilumina y arde un rato antes de extinguirse.
   Regreso a la cama. Las sábanas están arrugadas. Iluminados por la luna, los pliegues parecen dunas y cráteres de otro mundo, esponjoso y blanco.
   Inútil intentar huir, pronto darán las seis, media hora después el director del diario enviará el primer mensaje del día que probablemente diga lo que dice siempre “baje a Santo Tomé”, cómo no bajar a la ciudad cuando uno es parte de la ciudad, del color, del olor, del calor de la ciudad; de la desventuras de la ciudad.
“Baje a Santo Tomé” significa que no me ande por los aires, que busque y encuentre personas extraordinarias, rincones extraordinarios, hachos extraordinarios.
   Apago el acondicionador para ir aclimatándome, a eso de las nueve la calle empieza a derretirse, las caras de los santotomesinos empiezan a derretirse, el cabello se pega a las sienes y las bocas se chorrean hasta los pies dejando un charquito pestilente.
   Para las diez, mi R12 se calienta como el infierno; es un horno de ladrillos y yo soy el ladrillo cociéndose a fuego lento; secándose. La calle me exprime y la camisa se me pega a la espalda y una mancha de sudor comienza a formarse; un óvalo oscuro en el centro y diminutos puntitos de humedad esparcidos en toda la superficie del género. Entretanto la ciudad dice no. La ciudad me expulsa, me niega sus historias y su gente me da vuelta la cara, la cara de agua, la cara de sal.
   La ciudad es ciega y sorda, es un pulpo resbaloso que huye de mi grabadora, que se oculta de mi cámara.  La ciudad me muestra el polvo y el rielar de paredes blancas que me enceguecen. La ciudad se ríe a mis espaldas tras las puestas cerradas, tras las bocas cerradas. Solo el río sigue murmurándome, susurrándome historias.    
“Una franja húmeda y barrosa, en la que las huellas del bayo amarillo son todavía visibles, separa la playa seca del agua. Sobre esa franja húmeda, el Gato alza la cabeza y contempla la isla: chata, compacta, la vegetación polvorienta y la barranca ro­jiza, irregular, que baja al agua. Casi cincuenta metros sepa­ran las dos orillas.
   La isla enfrente, con su barranca suave, la vegetación enana y sus flores irrisorias, todo desierto, polvoriento y cal­cinado, y el agua tibia, oscura […]
  […] La isla baja, polvorienta, en pleno sol, su barranca ro­jiza cayendo suave, medio comida por el agua, está inmó­vil, sin que ni siquiera pájaros, mariposas, se levanten de en­tre los árboles enanos a los que ninguna brisa sacude, de entre las flores rojas, amarillas, blancas, desperdigadas en­tre las ramas y entre la maleza que se calcinan a la luz de fe­brero, el mes irreal, sin que en la orilla irregular se perciban, en ningún momento, las sacudidas suaves de la estela que va dejando la canoa verde al avanzar, con enviones bruscos, en el medio del agua, río arriba, dejando atrás los bordes vi­sibles de la estela que van separándose imperceptibles y que rayan el agua caramelo sobre la que la luz caliente destella múltiple y arbitraria”. Nadie Nada Nunca. Juan José Saer.
           

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