Muy politizado esta
semana, fue lo que
decía el correo que recibí, referido a mi entrada titulada La guerra formidable así que me vuelvo a la literatura no por
cobardía sino porque la extraño, además, pensándolo bien, la entrada pretendía
recordar que la humanidad avanza dividida entre poderosos y débiles desde que
el mundo es mundo como quien dice; no es nueva es solo diferente la forma en
que se manifiesta el fenómeno, cambiando los actores, la forma del discurso y los
escenarios, así que sí, estimada y fiel
lectora, tiene usted razón, ha acertado con el adjetivo y también con el pedido
implícito de que no ande caminando por esos riscos.
Y sabedor (ya que sus correos son habituales)
de sus gustos literarios, he escogido para usted las palabras siguientes ya que
el mes me obliga o por mejor decir me las recuerda.
“No hay, al principio
nada. Nada. El río liso, dorado, sin una sola arruga, y detrás, baja,
polvorienta, en pleno sol, su barranca cayendo suave, medio comida por el agua,
la isla. El Gato se retira
de la ventana, que queda vacía, y busca, de sobre las baldosas coloradas, los
cigarrillos y los fósforos. Acuclillado enciende un cigarrillo, y, sin
sacudirlo, entre el tumulto de humo de la primera bocanada, deja caer el fósforo
que, al tocar las baldosas, de un modo súbito, se apaga. Vuelve a acodarse en
la ventana: ahora ve al Ladeado, montado precario en el bayo amarillo, con las
piernas cruzadas sobre el lomo para no mojarse los pantalones. El agua se arremolina
contra el pecho del caballo. Va emergiendo, gradual, del agua, como con
sacudones levísimos, discontinuos, hasta que las patas finas tocan la orilla.
[…]El piso duro y
frío de baldosas coloradas lo hace estremecer cuando apoya en él la espalda
desnuda. Deja los cigarrillos [el Gato] y los fósforos sobre su pecho. Mira el
cielorraso. No piensa en nada. Su piel entibia casi en seguida las baldosas.
Cierra los ojos y respira lento, inmóvil, haciendo crujir ligeramente el
celofán del paquete de cigarrillos depositado sobre su pecho. Llega, hasta sus
oídos, sin estridencias, el rumor de febrero, el mes irreal, concentrado, como
en un grumo, en la siesta”.
El primer párrafo abre la novela Nadie Nada Nunca de Juan José Saer,
aquellos que aprecian su prosa, que sienten como propia la música que de ella
se desprende, son capaces de recitarlo sin error, respetando la respiración del
autor, la respiración de la mirada del autor que mira e indaga y recrea al
ritmo del agua del río y del pasar de los minutos soporíferos de febrero.
Nada, nada; quiero decir por nada en
particular, solo recordar, una vez más
recordar, que Febrero da vida a Nadie
Nada Nunca y Nadie Nada Nunca
califica a febrero, lo define, de alguna forma lo corporiza y cito: “febrero, el mes irreal, concentrado, como en
un grumo, en la siesta”.
Para los que no conocen a Saer, un dato: Saer
nació en Santa Fe en 1937. Su febrero es nuestro febrero, su isla es nuestra
isla y su río es nuestro río.
Un autor, un adjetivo singular, como solo los
auténticos escritores saben descubrir e
instalar.
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