Viene al atardecer, todos los días, aunque
llueva.
Al principio la acompañaba un niño pequeño, más
pequeño que ella, quiero decir, que tendrá unos ocho años, es difícil saberlo
porque el cuerpo menudo hace pensar en no más de seis.
¿Tiene algo? es lo primero que siempre dice.
Al principio, yo le daba un par de frutas,
entonces, enseguida, después de guardar las frutas en una bolsa de
supermercado, esas que se suponen no entregan más, venía un suspirado: ¿tiene algo para cocinar
esta noche?
Al principio, yo le alcanzaba un paquete de
arroz o de fideos que también iban a para a la bolsa.
Al principio, lejos de haber terminado, lejos
de poder cerrar la puerta y meterme en las noticias o volver al libro o la
computadora y olvidarme o más bien no pensar en el asunto, me encontraba ante
una nueva pregunta pronunciada con una imitación de último aliento: ¿tiene dos
pesos para comprarle pañales a mi hermano?
Al principio, un día dije no, otro sí, otro no,
otro no vengas todos los días, todos no.
Ahora viene tres veces por semana.
Ahora repite las mismas preguntas y en el mismo
orden.
Ahora obviamos la cortesía, no nos saludamos,
no hay un gracias, ni su consecuente de nada.
Ahora no viene el pequeño.
Ahora, el algo para cocinar, es reemplazo, ella
se vuelve específica, dice harina o polenta; a veces dice fideos no, arroz.
Ahora ya no suspira las frases.
Ahora los dos pesos pasaron a ser tres.
Entretanto llegó el otoño.
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