Repaso escritos
viejos, escritos truncos o más bien truncados por temor, haraganería o la respuesta a la
pregunta de siempre ¿para qué, para quién?, una respuesta que no cambia, que no
ha cambiado en los últimos veinte años: para nada y para nadie.
“Miró
una vez más hacia el horizonte, hacia la monotonía sin grumos de la llanura
que, a lo lejos, parecía juntarse con el cielo cortando la impresión de
infinito.
Claro que si volteara para mirar hacia el otro lado esa
impresión de infinito se derrumbaría
repentinamente tragada por la barranca que entra en el cauce salado y marrón, a
veces rosado, como cuando se acerca una tormenta, como ahora que el cielo
aplasta los aromitos florecidos y achaparrados que siembra el viento en la isla
cercana donde las ranas aúllan como gatos formando un coro sin intermitencias
que se eleva traslúcido sobre las aguas que han comenzado a encresparse como
sus cabellos blancos que viran hacia un marrón amarillento como si estuviesen
manchados de nicotina. Los de su padre en cambio eran azulados, blanco azulados
y blandos. Los había tenido así desde muy joven, desde que ella se sentaba
todavía en sus rodillas esperando un cuento o un caramelo, un caramelo o un cuento
o un perro como aquel día que del bolsillo asomó una hocico negro y vulgar y
adorable”
Para
escribir basta un lápiz y un papel ¿es por eso que tantos escribimos? El día es
gris algo acuoso, la mañana está disuelta en una especie de burbuja gruesa que
me aísla de los sonidos, el tránsito, el programa matinal de radio de mi vecina
que insiste en que soy su primo mientras se pasea en camisón por el pasillo que
divide las hileras desparejas de casas pequeñas y simples, el lugar donde
espero me encuentre, esperando sin apuro y sin dudar, la muerte.
Volviendo a
la primera opción del por qué los textos se quedan ahí abiertos para siempre
escribiéndose a sí mismos –si pensamos que en un potencial lector podría
disparar preguntas y las consecuentes respuestas y ser de ese modo
completados-, volviendo, entonces, a la primera alternativa, la que produce la
no escritura y gesta el vacío, temor, la pregunta que debería hacerme es ¿temor
a qué o a quién? y dejando que de mi
mente surjan palabras sin condicionarlas, sin censurarlas, esas palabras son: a
leer, a saber. Ese temor a uno mismo, a enfrentarse con lo salido o expulsado y
no encontrarse con la fluidez y la tensión y la intriga y por qué no con la
belleza que debe desprenderse o elevarse de toda prosa con pretensiones de
literatura. Temor al encuentro con ese saber que paraliza.
Pienso que mis
textos dormirán para siempre desde el momento en que salgan de mí hacia el
papel o la luz del monitor. Mis textos entrarán en la nada olvidable al igual
que yo algún día, entonces ¿para qué?
“Regresó a la casa. Pasó junto a la
mecedora. Le echó una mirada interrogadora al verla balancearse solitaria y
tenaz, tal vez algún fantasma, alguno de los que ahora danzan en su cabeza o su
corazón o tal vez era tan solo el viento
del sur que llegaba húmedo y cálido como un lengüetazo en plena cara, un
lengüetazo pastoso con olor a río, un lengüetazo de río o tal vez un
suspiro, un suspiro venido desde muy
lejos o desde muy hondo.
Regresó a la casa, pasó junto a
la mecedora, pasó junto al gato y junto a la mesada de la cocina donde una
mosca revoloteaba sobre los platos sin lavar. Pasó junto a la puerta del cuarto
donde la cama permanecía sin tender y junto al retrato del abuelo Tomás, un
cuadro oval con colores planos e irreales donde resaltaban el bigote negro y
los ojos sin mirada. Pasó junto a la puerta siempre cerrada del cuarto de Luis
y la escalera que conduce, siempre, al mismo tiempo antiguo y olvidado del
altillo”.
Mis textos morirán sin haber
nacido, sin encontrarse con su otra mitad con su complemento con su alimento vital:
el lector.
“La abuela hizo todo aquello
antes de entrar al cuarto de baño tomar la decisiva navaja de plata del abuelo
y abrirse el cuello atormentado”.
La abuela del relato hizo lo que
yo con mis textos, desgargantarlos para que no me hablen, para que no me
susurren en las noches, para que no trepen por las paredes o repten sobre los
mosaicos o se suban a la mesa como ahora.
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