domingo, 3 de marzo de 2013

Lo igual y lo desigual





Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemos
                                           Dom Adson de Melk




   Mi vecina me pidió que le mirara su hijo mientras hacía unas compras. Después mirarlo un rato ya me lo sabía de memoria y él a mí, seguramente, también. Mi vecina tardaba más de lo prometido por lo que tuve que despertar mi dormido ingenio de tío tardío y ensayar algunas sonrisas y muecas más o menos graciosas para evitar que el crío llorara como un condenado. Después tuve que correrlo por toda la casa para evitar que vaciara el contenido de todos los cajones y quitarle la cuchara con la que pretendía, a mi entender porque el querubín no habla todavía, que le arrancara un ojo al gato. Incitado por  el estímulo reconcentrado en noventa centímetros de altura y los dos dientes filosos del maxilar inferior del  chiquillo recordé que mi hermana solía pasear en auto a su hijo para que se durmiera dando vueltas a la manzana.
   Con la criatura tomada del dedo logré llegar al R12 que, me pareció, se estremeció al verme con aquel apéndice colgando de mi mano. Después de colocarle el cinturón de seguridad, operación que demandó cinco minutos durante los cuales perdí varios de los pocos pelos que me quedan, logré ponerme en marcha. En la vuelta cuatro el pequeño dejó de gritar y yo creo que comenzó a disfrutar del paisaje, o lo que alcanzara a ver por la ventanilla, porque balbuceaba encantadores monosílabos y bisílabos que incluían únicamente bes, ges, y larguísimas emes lo que hizo suponer se trataba de algún mantra, alguna letanía o algún conjuro desconocidos y altamente calmantes tanto para él como para mí. En la vuelta cuarenta y dos me convencí de que el niño no se dormiría así que tomé Centenario hasta República de Chile y de ahí a la izquierda y después de cruzar las vías ya estábamos los dos  perdidos en uno de esos paisajes santotomesinos poco transitados por turistas urbanos, a juzgar por los bólidos que me superaban a ochenta kilómetros por hora dejando una polvareda suspendida en el aire, camino a la autopista en su afán de evitar el lento reptar a Santa Fe a través del Carretero en las horas pico.
   A un lado de la calle los cascos de estancia, solo los cascos, que todavía quedan y al otro los criaderos de cerdo, mostrando a la vista pero sobre todo al olfato, una estampa que bien podría estar incluida en el infierno de Schultze. 
   Más allá de los cascos se asientan y proliferan los barrios privados con sus casas pudorosas que incluyen cercos de la más diversa índole siempre verde. Barrios con pretensiones de universo, como los cuentos. Barrios acicalados y almidonados, protegidos con porteros ceñudos e intransigentes.
   Al final del camino, la autopista: otro río, gris, con sus camalotes artificiales y coloridos navegándolo a tarifa fija.
   Me decido por el puente, lo cruzo y después del descenso transito la calle paralela a la autopista, me voy deslizando por su asfalto azul, bien pulido; liso. El niño duerme plácido, con la boca un poco abierta de la que asoman dos dientes.
   El hotel, la bandera del Colón, los jugadores, algunas palmeras inmigrantes o intrusas, el final del asfalto, el acceso al club de rugby.
   El regreso, Víctor Hugo autorreferencial en la radio, el sol comenzando a picar, otra vez el puente y abajo el río gris y sus camalotes motorizados. Del otro lado la iglesia en construcción, me distraigo y no alcanzo a leer el nombre, me he quedado prendido en la puerta de doble hoja, de madera lustrosa, adornada con crucifijos dorados. El alero en tirantes.
  Ahora la bandera de Unión, también los jugadores; los mismos movimientos, los mismos sonidos,  bajo otros colores.
   Otra vez los cascos, un basural, algunos carros, el olor…
   Santiago de Chile, Centenario
—Se portó bien Luquita, Gerardo
—Muy bien, dimos un paseo.
—Gracias. Decile chau al señor Gerardo Luquita.
       

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