Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemos
Dom
Adson de Melk
Mi vecina me pidió que le mirara su hijo
mientras hacía unas compras. Después mirarlo un rato ya me lo sabía de memoria
y él a mí, seguramente, también. Mi vecina tardaba más de lo prometido por lo
que tuve que despertar mi dormido ingenio de tío tardío y ensayar algunas
sonrisas y muecas más o menos graciosas para evitar que el crío llorara como un
condenado. Después tuve que correrlo por toda la casa para evitar que vaciara
el contenido de todos los cajones y quitarle la cuchara con la que pretendía, a
mi entender porque el querubín no habla todavía, que le arrancara un ojo al
gato. Incitado por el estímulo reconcentrado
en noventa centímetros de altura y los dos dientes filosos del maxilar inferior
del chiquillo recordé que mi hermana
solía pasear en auto a su hijo para que se durmiera dando vueltas a la manzana.
Con la
criatura tomada del dedo logré llegar al R12 que, me pareció, se estremeció al
verme con aquel apéndice colgando de mi mano. Después de colocarle el cinturón
de seguridad, operación que demandó cinco minutos durante los cuales perdí
varios de los pocos pelos que me quedan, logré ponerme en marcha. En la vuelta
cuatro el pequeño dejó de gritar y yo creo que comenzó a disfrutar del paisaje,
o lo que alcanzara a ver por la ventanilla, porque balbuceaba encantadores
monosílabos y bisílabos que incluían únicamente bes, ges, y larguísimas emes lo
que hizo suponer se trataba de algún mantra, alguna letanía o algún conjuro desconocidos
y altamente calmantes tanto para él como para mí. En la vuelta cuarenta y dos
me convencí de que el niño no se dormiría así que tomé Centenario hasta
República de Chile y de ahí a la izquierda y después de cruzar las vías ya
estábamos los dos perdidos en uno de
esos paisajes santotomesinos poco transitados por turistas urbanos, a juzgar
por los bólidos que me superaban a ochenta kilómetros por hora dejando una
polvareda suspendida en el aire, camino a la autopista en su afán de evitar el
lento reptar a Santa Fe a través del Carretero en las horas pico.
A un
lado de la calle los cascos de estancia, solo los cascos, que todavía quedan y
al otro los criaderos de cerdo, mostrando a la vista pero sobre todo al olfato,
una estampa que bien podría estar incluida en el infierno de Schultze.
Más
allá de los cascos se asientan y proliferan los barrios privados con sus casas
pudorosas que incluyen cercos de la más diversa índole siempre verde. Barrios
con pretensiones de universo, como los cuentos. Barrios acicalados y
almidonados, protegidos con porteros ceñudos e intransigentes.
Al
final del camino, la autopista: otro río, gris, con sus camalotes artificiales
y coloridos navegándolo a tarifa fija.
Me
decido por el puente, lo cruzo y después del descenso transito la calle
paralela a la autopista, me voy deslizando por su asfalto azul, bien pulido;
liso. El niño duerme plácido, con la boca un poco abierta de la que asoman dos
dientes.
El
hotel, la bandera del Colón, los jugadores, algunas palmeras inmigrantes o
intrusas, el final del asfalto, el acceso al club de rugby.
El
regreso, Víctor Hugo autorreferencial en la radio, el sol comenzando a picar,
otra vez el puente y abajo el río gris y sus camalotes motorizados. Del otro
lado la iglesia en construcción, me distraigo y no alcanzo a leer el nombre, me
he quedado prendido en la puerta de doble hoja, de madera lustrosa, adornada
con crucifijos dorados. El alero en tirantes.
Ahora
la bandera de Unión, también los jugadores; los mismos movimientos, los mismos
sonidos, bajo otros colores.
Otra
vez los cascos, un basural, algunos carros, el olor…
Santiago de Chile, Centenario
—Se portó bien Luquita, Gerardo
—Muy bien, dimos un paseo.
—Gracias. Decile chau al señor Gerardo Luquita.
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