sábado, 18 de mayo de 2013

Los puros -una noche de amor-



La noche es cálida. Como cada viernes camino hacia el Centro Cultural. El reloj de la torre de la Inmaculada me empuja así que a diferencia de otros viernes miro por dónde piso, ignorando el paisaje cotidiano y a los santotomesinos. Me concentro en el piso que pasa bajo mis pies como una cinta que cambia de textura y colores. También veo mis zapatos. Debería comprar unos nuevos. Comienzo a sentir los efectos de la caminata atlética en el cuello de la camisa ajustado por la corbata y en la espalda excesivamente protegida por el saco.
La cola para ingresar a la sala se extiende ansiosa sobre la vereda, ondea, se retuerce, vuelve a ondear. Esta semana llenarán otra vez.
—Gerardo, va a ver una obra hermosa —Romina Brea, subdirectora de cultura pasa rauda y el comentario que me lanza ha sido su modo de saludarme.
Compro mi entrada, me paro en la cola en el momento en que abren la doble puerta de la sala.
—Gerardo, justo hablábamos de usted, decíamos que qué raro que no hubiera venido.
Soy el último en entrar, la tardanza imprevista e inoportuna me obliga a resignarme a encontrar una butaca cualquiera lejos de mi preferida en el centro de la tercera fila. Cometo el error de sentarme adelante, en la última butaca de la derecha. Un gran error que pagarán mis cervicales.
El escenario está abajo, muy cerca del público, a escasos cuarenta centímetros del piso, como la semana pasada; es como un extendido escalón delante del escenario principal.
Por única escenografía un marco que cuelga, no detrás sino delante, sobre el proscenio. No puede ser un cuadro o ¿si? El tiempo irreal de la obra me develará que no es un cuadro; es un espejo.
El primer personaje hace su ingreso, va vestido de negro y nos cuenta un sueño que ha tenido, es sombrío, aterrador; evito intentar descifrar su significado, quiero escuchar. El texto es poético, imposible improvisarlo ante un olvido. Fluye desde el tablado como una cascada o más bien como la corriente oscura de nuestro río cuando amenaza salirse de su cauce.
El personaje se retira por una de las patas para regresar arrastrando una cama ortopédica donde una mujer anciana yace postrada. El personaje -encarnado en Marcos Martínez- más que caminar se arrastra trabajosamente por el escenario. El actor con su cuerpo, con su voz, sus ojos, nos hará sentir el esfuerzo de moverse, de hablar, de vivir, que acompañan a la vejez y a la enfermedad, pero no habrá pesar ni esfuerzo en la risa, ni en la complicidad en el amor, ni el juego al que se presta esa pareja.
La hora siguiente se percibe como un instante -se fuga-, un sopor del que nos rescata las campanadas del reloj de la Inmaculada que irrumpen en el silencio de la sala, inundada por la voz de María Victoria Dávila, una voz que se interna y desgarra; las mismas campanadas que no logran deshacer la energía de las miradas de los actores que, aunque están perdidas una en la otra, desprenden una luminosidad intensa.
Durante toda la hora he sospechado el final de la obra pero no me importa, quiero decir, que aunque no me sorprenderá no me importa, no es la sorpresa lo que vine a buscar en guión de Serruya. Alertado por un amigo de aquello que precede a un dramaturgo, de aquello que hace que recordemos su nombre, la habilidad dramática -permítaseme el término-, decía que alertado vine a buscar lo que encontré y más porque los diálogos y los breves monólogos de los personajes fueron -son, ya que a diferencia de los reales, existen y existirán por siempre- un manjar para saborear más de una vez, si fuera posible.
No me incomodó ganarme el dolor cervical, ni haber escogido un ángulo desfavorable para apreciar las actuaciones, sobre todo la de ella, la de Adriana Rodríguez, que con la cabeza que se erguía sobre una almohada, como única herramienta, la cabeza y esos ojos, y esa boca pintarrajeada, deslumbró y, al menos a mí, me asombró.
La historia no se la cuento, ni la deshojo, ni nada, porque Los Puros, de Alberto Serruya, es una historia y más y es ese más lo que intento contarle, estimado lector de mi columna aislada.

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