Roverano y Cuatro de Enero, ocho menos cuarto
de la mañana. Se preguntará lector desconocido qué hago tan lejos de mi casa a
esta hora un viernes como el de hoy, que anuncia el invierno que ya tenemos
encima. Camino, no literalmente, claro, el R12 todavía camina y en invierno
camina por mí. Mi recorrido al azar lleva casi una hora y hasta este momento
nada había llamado mi atención. Entonces lo veo. Va sentado e inmóvil. No
levanta la cabeza. Sentado y con el cuerpo acurrucado, levemente doblado hacia
delante formando un arco, una medialuna: cabeza cuerpo piernas. Lleva las manos
en los bolsillos, las piernas muy juntas, apretadas. Lo veo desde atrás así que
me ofrece solo la espalda. A su lado un hombre, seguramente el padre, pienso. El
padre conduce el carro; él seguramente no habla, digo él pero bien podría ser
una ella, un pibe o una piba de unos no sé, calculo once o doce años, no más.
Observo mejor y decido que es un pibe. Ya dije que voy detrás, no le veo la
cara. Me pregunto si tendrá los ojos cerrados. Evidentemente tiene frío.
He frenado en la esquina, los he visto pasar.
Me los quedo mirando mientras escucho el ruido
opaco de los cascos del caballo al golpear sobre la calle de tierra. Pienso,
solo eso, no he hecho más que pensar durante unos segundos, pensar o más bien
preguntarme acerca del niño cuya cara no he podido ver porque llevaba puesta la
capucha de la campera; y de esos pensamientos me ha quedado como un eco
conformado por palabras sueltas: desayuno escuela madre caballo basura futuro
acción soledad miedo frío amanecer y otras que no recuerdo.
Así comenzó el viernes, un par de horas después,
sin haber logrado concentrarme en nada que contarle, lector desconocido,
recibiría una salutación por el día del periodista, olvidaría el cumpleaños de
un amigo pero tendría la excusa perfecta, facebook no me lo habría recordado,
decidiría no almorzar por no hacer el esfuerzo de cocinar, escucharía las
noticias y leería el diario sin mucho interés, dormiría la siesta y pensaría en
mi padre que murió un junio, desecharía la idea del mate y a eso de las cinco o
cinco y media caminaría por la avenida 7 de Marzo en la inútil búsqueda de una
imagen que bocetarle en estas líneas, pensaría en la otra avenida, no hace
tantos años atrás, la avenida anterior a la inundación del 2003, esa avenida de
caras conocidas; entonces miraría, nuevamente sin interesarme demasiado en nada
y con sorpresa renovada esta avenida, la actual, repleta de negocios, ofertas repetidas, veredas viejas, perros y
personas, automóviles sobre todo eso, autos autos autos y no podría
decidirme por nada, por ninguna imagen por una ninguna palabra escuchada al
pasar, ninguna historia fisgoneada y robada mientras el café de Bizarro se
deslizaría amargo y caliente por mi garganta.
De regreso elegiría la costanera y auque me
quedaría buen rato contemplando el río tampoco esa corriente hipnótica me
llevaría hacia alguna historia lejana que luego trasladarle, estimado lector
mío. Finalmente, por la noche, después de un baño que no sería reparador
caminaría las pocas cuadras que me separan del Centro Cultural sin prestar
atención a nada, para sentarme, luego de
sacar mi entrada y saludar con movimientos de cabeza y una sonrisa de cortesía,
sin pararme a hablar como es mi costumbre, decía, luego de todo, de apagar el
celular y meterme un caramelo de naranja extrañamente reparador en la boca, me
sentaría en la tercera fila con la vista fija en el escenario. Una hora después
desandaría las tres cuadras buscando las palabras con las que luego intentaría
contarle, siempre a usted, lector, a quién más, la obra puesta en escena para
solo encontrar otras que aún conformarían aquel eco que desde la mañana no me
habría abandonado y no lo haría ya, complicando aún más mi escaso sueño
nocturno: desayuno escuela madre caballo basura futuro acción soledad miedo
frío amanecer y otras que no quiero recordar como indiferencia.
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