sábado, 20 de julio de 2013

La rótula



 

María Rosario Feuillet, arqueóloga, antropóloga, 
directora del Museo Arqueológico de Santo Tomé. 
"En lo que pienso mientras trabajo es en cómo vívían, 
en qué creían, en cómo hablaban"




 La rótula
—Encontré la rodilla.
Encontré la rodilla, fue lo primero que escuché cuando llegué al sitio de la excavación. Me había levantado temprano y después de renegar un rato había logrado arrancar el R12. Había desayunado en la cocina. Café con leche y algunos medicamentos necesarios, aparentemente al menos. Había subido al auto, había recorrido la Av. Luján desde Sargento Cabral hasta Roverano; había doblado a la izquierda y había pasado las cuadras hasta el Museo Arqueológico, pensado en el agua de lluvia escurriéndose hacia el zanjón inmenso y hacia el río. Hace alguno años la misma agua inmortal había lavado la calle y descubierto el cementerio, que ahora, otra vez cementerio, no ya calle, la calle Roverano al fondo y contra el río, aparece cubierto por una tapa de bolsas de nylon que protege, oculta y hace a la vez de sudario de los restos de los indígenas que eligieron ese lugar para su descanso eterno, eterno hasta ahora al menos.
—Así se recibe a un amigo —Facundo me estira la mano con un mate, lo recibo—, primero se le da un mate y después se le dice buen día.
Facundo me sonríe y viendo su tez y sus ojos y sus rasgos, me pregunto cuán cerca se sentirá de algún antepasado remoto que caminó por el mismo lugar que ahora piso. Abajo, literalmente, dentro de lo que había comenzado a ser e indefectiblemente terminará siendo un pozo negro, Rosario y Fernando.
Ella tiene la mano estirada con la palma hacia arriba y en la palma una pelota del tamaño de un huevo grande de gallina, achatada por un lado y oscura como la tierra de la que ha emergido incólume después de más de dos mil años, una bola (vista desde arriba) perfecta y porosa que ha suscitado las palabras que he escuchado al acercarme al lugar -“encontré la rodilla”- y que luego, ya libre de la capa de tierra que la recubrió y de algún modo se convirtió en la máquina del tiempo que la trajo intacta hasta mis ojos que la ven descansar  en la mano blanca de la arqueóloga mientras declara “la rótula”, ha descubierto con su aparición y para los expertos, la forma en que descansaba el cuerpo completo, que venía siendo motivo de asombro y de especulaciones desde la tarde anterior, momento en que unos obreros que habrían el pozo, tuvieron la fortuna de ser los primeros en ver y reconocer el hallazgo.
—Espere —, digo a modo de presentación de saludo.
Saco la cámara y fotografío la mano, y decido, en ese momento, que esa será la imagen que llevaré para usted, estimado lector.
Gerardo Murillas es de Santo Tomé al día, dice Facundo y Rosario me dice pregunte nomás y yo le digo yo no pregunto, yo miro.
Así que miro, levanto la vista y veo en frente, cruzando Roverano, la excavación principal con su tapa de nylon, y unos cincuenta metros más atrás, el flamante edifico MAST (Museo Arqueológico Santo Tomé). Es un edificio de líneas geométricas, de  rectas y más rectas, de paredes revestidas en gris con un acabado rústico. Más tarde conoceré el laboratorio y pintaré mi dedo índice derecho con un pigmento que algún hombre o mujer preparó antes que Cristo naciera y sentiré algo para lo que no encontraré palabras, lector, así que disculpe, solo puedo decirle sobre la experiencia “nada” o más bien “silencio”.
Si estuviera húmedo no podrías sacártelo ni fregándolo un rato largo, me dirá Facundo y yo, con un fragmento de cerámica decorada en la palma de la mano pensaré qué pena que no me lo dijo antes, le habría pedido agua, solo para llevarme ese silencio lleno de palabras que no puedo encontrar, llevármelo a casa.
Al fondo el río, la calle que va descendiendo hasta perderse en el río.
—Este está en la misma posición que los otros respecto de la salida del sol, mirando cada amanecer.
Aunque mis rodillas se quejan me acuclillo y me asomo al hueco de un metro y medio de profundidad. La arqueóloga se ha recostado sobre la tierra y trata de imitar la posición del cuerpo para el registro fotográfico.
—Esta foto no —me dice—, la gente puede malinterpretar el gesto, pensar que nos burlamos o algo peor.
No voy a decir que me asombró el comentario porque soy difícil de asombrar y la verdad que hay que reconocer que hay gente, como quien dice, para todo; pero sí tengo que decir  que lamento no poder mostrarle la bella fotografía de esa mujer recostada sobre la tierra húmeda de ese círculo de uno metro veinte de diámetro, imitando o más bien tratando de establecer la postura del cuerpo. De lado con la cara mirando a la tierra, el brazo derecho en ángulo sobre el pecho sujetando el hombro izquierdo y las piernas en descanso, cadera rodillas pies formando una línea en zigzag. Otra vez tengo que decirle que solo puedo hacerle llegar sobre eso la inacabada descripción y la palabra “silencio”.      
Fernando toma la fotografía; después, elige un elemento, una pequeña espátula y continúa con la constante y paciente tarea de remover la tierra.
—¿No sentís ansiedad o la controlás? —pregunto.
—Me dan ganas de que venga una pala gigante y agarre todo desde abajo y poder llevarlo sin tocar nada —me contesta, mientras alza un bolita diminuta que para mí no es más que un terroncito de tierra mojada de un par de milímetros de diámetro, pero para su ojo experto es material fácilmente distinguible: “cerámica”, dice y la pasa a Facundo que se apura en buscar la bolsa plástica con el rótulo “cerámica” y la guarda.  
Me voy, hace calor mucho calor, aún no lo sé pero mañana cuando vuelva al lugar, las costillas estarán removidas, también los pies o lo que queda de ellos, solo los brazos que parecen contar algo por su extraña postura y el cráneo levemente aplastado por el peso de la tierra y los siglos quedarán en el hueco esperando ser sacados mientras el viento polar enfría las manos de los tres, ahora solos, Rosario, Fernando y Facundo, solos, asomándose buscando espiando develando nombrando…
…continuará

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