domingo, 16 de septiembre de 2012

Lapacho, helado y huevos fritos



Caminando Centenario, de norte a sur, andando bajo la sombra protectora de los naranjos amargos que despiden el aroma dulzón de sus jazmines inmaculados, me sorprendo respirando hondo el aire dominguero del mediodía. Aunque camino hacia la avenida y de allí, doblando a la derecha iré hasta el sanatorio, no puedo quedarme en la pesadumbre que me ha dado la noticia de que mi amiga Blanca ha sufrido un ACV, la calidez del sol y el aroma de las flores me sacan de mis pensamientos agrisados y creo que sonrío.
Me vienen a la mente las voces de mi niñez, cuando la siesta no era para siestear, era para escaparse de los adultos adormilados, a hurtadillas y cruzar la ciudad al grito de  “guerra toronjas”,  envueltos en el sonido de las protestas y las risas; cruzarla hasta el río, con un mojarrero al hombro y, si había suerte, aventurarse en canoa hasta el otro lado, sentarse sobre los pastos duros de la barranca y pescar mojarras para la fritanga del atardecer. 
El lapacho inmenso de Centenario y San Martín ha florecido, o más bien estallado en un inmenso hongo rosado y palpitante, adueñándose de la calle, atrayendo las miradas, las de los que todavía miran más allá de sus narices.  El lapacho se yergue acercándose a los diez metros por encima de los naranjos verdeantes y el jardín de rosas de la esquina.
Durante la mañana del domingo el tránsito ralea, se licua,  por lo que no espero que el hombrecito blanco me autorice a cruzar.  La avenida vacía, las veredas despejadas, los negocios cerrados, parece otro Santo Tomé, el Santo Tomé de un sueño o tal vez de un delirio afiebrado.  Es otra la luz, son otros los colores, la avenida ni vibra, no palpita, no ruge, no grita.   
En el sanatorio la luz disminuye, el silencio es espeso como el aire quieto del lugar. La escalera es empinada y oscura. Me sorprende el contraste que encuentro en el pasillo, el número de personas que esperan no condice con el silencio. Una hilera de espaldas recostadas contra una pared amarilla frente a la puerta doble, en vaivén, de la terapia intensiva. Una hilera de caras alargadas y ojos inquietos. 
El resto es personal.
Regreso feliz como un niño, he caminado las cuadras me separan de la heladería y ahora, sorbiendo un helado de chocolate, mirando la bocha que transpira gotas marrones, como si el mundo entero cupiera allí y fuese un buen lugar, me siento de buen ánimo.
Dudo entre Lujan y 25 de Mayo, me decido por la última. Voy mirando sin interés las vidrieras de las tiendas, las zapaterías, el bazar, la cartelera del Centro Cultural. Las campanas del reloj de la Inmaculada me anuncian la hora. La plaza dormita bajo el sol y en la calle, sobre el asfalto, veo un huevo frito, no un huevo verdadero, sino la pintura de un perfecto huevo frito gigante, estampada en colores vivos, el blanco ondulante de la clara crujiente, los rojos, amarillos y naranjas de la yema.
Una cuadra más allá la pintura se repite. Me gusta y me hace gracia. Busco con la mirada con quién compartir la insólita obra pero la calle está, como quien dice, desierta.
Dejo al huevo frito cocinándose en el asfalto caliente de la primavera que ya está en la ciudad.

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