Esquemático fue el último adjetivo que recibí de mis colegas.
Esquemático, según la RAE: que tiende a interpretar cualquier asunto sin
percibir sus matices. Admito mi poder de simplificación pero en mi
defensa he de decir que mi mirada, que ha merecido en más de una
discusión la calificación de calidoscópica, me ha valido el adjetivo de
ubicuo en más de una ocasión. Es evidente la contradicción así que no me
explayaré en ella, por el contrario he de hacerme cargo de mis
atributos, intentando monologar –ya que el lugar no permite actividad
menos ególatra‒ sobre el tema de la rutina, tan temida tan denostada y
contrapuesta a la aventura, tan deseada tan buscada tan bien recibida y
siempre avizorada.
He de decir que la rutina, lo rutinario, ensambla con mis hábitos y
temperamento. No comprendo el afán de novedades que me rodea y no hablo
solo de mis colegas, buscadores incansables del más sutil o leve suceso
que les permita dar con la tan codiciada primicia, efímera por cierto,
sino de la gente en general. Contar con lo nuevo o el chisme (que
comparten las cualidades de atrapar la atención y de moverse de boca en
boca, blog, twitt, o cualquier otro medio de locomoción en soporte
papel o electrónico) sería, de algún modo, ser parte de la novedad o, lo
que es o mismo, la aventura. Mientras que los rutinarios preferimos lo
frecuente, los aventureros prefieren lo infrecuente; lo extraordinario
contra lo ordinario o cotidiano.
Me declaro entonces abiertamente rutinario, prefiero cada día la misma
hora para levantarme, el mismo desayuno, en el mismo bar y la misma
mesa, los mismos diarios y la misma hora para comenzar mi tarea, los
mismos repetidos e inacabados temas para mis columnas y la misma
aventura al interior –ese movimiento sugerido‒ a contrapelo con el otro,
el exterior cargado de horas al volante para arribar a un sitio
desconocido que esconde lo que en mi paisaje tengo a la vista y al
olfato, es decir la seguridad-inseguridad de lo conocido y abarcado.
La rutina me ordena y me deja tiempo para mirar, escuchar y pensar que
es lo que la aventura permite obviar con su consecuente ocultamiento de
lo obvio y primordial, bajo, para qué negarlo, la excitación que produce
esa exploración externa. Externo contra interno.
La aventura me desconcierta y distrae; su premura me impide encontrar la
pausa necesaria para la sensualidad del diálogo, de la meditación y las
abstracciones, del fervor de la lectura prolongada y onanista, del
deleite de la observación. Sobra decirlo amo la llanura inmensa y chata;
su porfiada quietud.
Probablemente entre rutina y aventura, se trate de una cuestión de
lograr el equilibrio, como con los adjetivos que agradezco y de los que
descreo.
Y para demostrarlo, paso de la aventura de la escritura a la rutina de
la cocina, que como cada sábado me espera abierta y blanca para que yo,
repita el ritual del almuerzo en casa.
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