Le devolví el mate y el pregunté: vos qué opinás
y Tomatis me contestó no sé, para mí que
a la sombra del algarrobo paró a mear.
Me tenté, él también se rió; su risa ronca resonó
en el aire inmóvil de la siesta. Una bandada de loros levantó vuelo chillando y
avanzó en dirección al puente del ferrocarril, más negro, más rígido, apoyado en
el cielo endurecido de junio.
Es su nueva obsesión, dice que la historia
primero se escribe y después existe y lo del algarrobo no puede quedar sin
resolverse por mucho tiempo más porque se nos va a caer en la cabeza en
cualquier momento.
—Al menos estamos seguros de la edad, y la
cuentas cierran —le dije y me miró asombrado—, el Instituto Belgraniano –es
decir Reynoso-, se ocupó de hacer estudiar la edad del algarrobo y los
resultaron fueron que tiene más de doscientos años, lo cual fue un alivio, por
cierto. También sacaron clones que
esperan tener el tamaño adecuado para ser trasplantados, en memoria del original
que todavía resiste.
—Hay que apurarse Gerardo para que quede por
escrito cómo fue el asunto del presunto descanso del General bajo la presunta
sombra —concluyó, levantándose despacio, como dudando —. Dame otro mate. Sebás
el peor mate que conozco Murillas pero dame otro.
No le nombré a Saer, no le recordé que era 11 de
junio, que en junio de 2005 se le había muerto el autor, que sin autor se había
quedado congelado en La Grande. No se lo nombré pero no
hizo falta:
—¿Te enteraste de los Cuadernos? —me miró como
traspasándome, se refería a la nueva publicación de Seix Barral, los cuadernos
de Saer, los escritos que el autor, en vida, decidió no publicar. Asentí—. Dicen que me nombra, dicen que hay algunos
capítulos de mi vida no publicados.
Lo miré, me parece que con misericordia. Me
devolvió el mate.
—No deberían meterse las narices bajo la mortaja
de un escritor. Siento como si estuvieran oliéndome los calzoncillos. Dame el
del estribo.
Tomó el mate. Después se subió al auto viejo ese
que tiene, y se fue saludando a lo Eva Perón o Cristina Fernández, según quien
mire.
Pero eso fue el once, para el diecinueve ni el
cielo ni el puente ni la copa del algarrobo eran visibles por la niebla fría y
gris, como plantada o clavada a la tierra.
La ciudad irreal bajo, tras, entre la niebla; la
ciudad desdibujada y en vísperas del feriado que no se corre, que corta la
semana y la embandera, también la desangra.
Las banderas en las plazas y en las casas ocultas
por la niebla, veladas tras la niebla que nubla la mirada, la distorsiona,
como nosotros, los que escribimos, embanderados
tras la niebla del entendimiento único, de una verdad supuesta revelada:
embanderada, distorsionada por otra niebla; un entendimiento que rompe, que
divide, que asevera rompiendo y dividiendo y arengando e incitando a
embanderarse, no como las casas, no como las plazas.
Una bandera y dos bandos -o más-. La misma
bandera, una cincha tras la que se parte una sociedad, una comunidad, un país,
un puñado de gente.
La misma bandera y todos esos actos y todos esos
discursos y todos esos artilugios lingüísticos instigadores.
Discursos neblinosos, neblinados, embanderados.